Cliente vs. Diseñador

Prácticas que deben someterse a juicio en el diseño gráfico.

David Espinosa, autor AutorDavid Espinosa Seguidores: 53

Sebastián Vivarelli, editor EdiciónSebastián Vivarelli Seguidores: 335

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Seamos francos: el sueño de todo diseñador gráfico es (o lo fue en algún momento) lograr piezas tan eficaces que no haya lugar para malas interpretaciones, objeciones o correcciones. Un arte impecable y de excelsa calidad, que sólo podría alcanzarse —trabajando en conjunto con nuestros clientes— a través de un arduo proceso de briefing.

No obstante, en cualquier área de nuestra disciplina podemos enfrentar tropiezos y críticas. Algo que, lejos de desanimarnos, nos motiva a realizar un trabajo superior al que el que ya hemos presentado. Pero ¿qué sucede si nuestro cliente se empeña en continuar haciendo las cosas a su modo, según lo que ya ha desarrollado con su empresa? Esta es, sin duda alguna, una de las peores pesadillas del diseñador.

Parafraseando a Jack el destripador, «vamos por partes». Se supone que el cliente nos llama por una necesidad concreta: una asesoría, consultoría o pieza (in)determinada. De acuerdo con esto, es nuestro deber conocer a fondo al cliente, su campo de acción, nicho de mercado y acciones previas que haya realizado. Eso nos permitirá ofrecer una solución acorde a sus necesidades y expectativas; dejando en claro además, que nuestro «amado» cliente tendrá derecho a 3 bocetos y a 3 correcciones póstumas sin un recargo por ítems extra. 

Pero nuestro cliente no suele ser objetivo.1 Usualmente pretende tener una concepción de diseño mayor a la nuestra. Sucede cuando nos ofrece grandilocuentes ejemplos —como Coca-Cola—, asegurando: «Es una empresa que no ha cambiado en 128 años, y la gente la recuerda por eso: porque no cambia».

¿Has intentado refutar este punto? Por más que le expliques el programa de mercadeo y comunicaciones externas, no logrará entender la diferencia entre un identificador primario o «el loguito», y una suma de campañas publicitarias y estrategias de mercadeo, que hacen de Coca-Cola la marca más valorada del mundo (comprendiendo que más del 70% del valor de marca es el identificador primario).

Después de esto, respiramos profundo, nos aplicamos mentalmente una dosis de morfina y retornamos al trabajo. Ahora pensamos que el cliente pertenece a la Sociedad de Empresas de la Vieja Economía, Restringida y Obsoleta (SEVERO). Nuestro sueño de crear una nueva imagen externa de la marca —acorde con las nuevas necesidades del mundo actual que tanto conoce— se ha desvanecido en menos de lo que duró la llamada de cotización.

Después de esta reunión, presentamos nuevas propuestas: elementos orgánicos y colores ligeramente extraídos del identificador primario (sería afortunado si el cliente tuviera un Manual de Identidad Visual, o al menos si comprendiera el concepto), con cierta inspiración en los trabajos previos de la marca, pero esta vez sin Comic Sans, Algerian u otros parias tipográficos. Nuestro querido cliente se muestra un poco más satisfecho (o menos molesto) y plantea la siguiente inquietud:

«Si yo no conociera a esta empresa, ¿cómo sabría qué es lo que hace, lo que vende, para qué sirve? Empiezo a arrepentirme de encargarle a usted este trabajo complejo. Mi sobrino-hijo-hermano de mi amigo-allegado-conocido lo hubiese hecho por veinte mil pesos (colombianos). Quiero unos chulos, que parezca como de visto bueno. Y lo quiero en el frente de esa cajita. Que atrás tenga todas las cosas que explican para qué sirve. Pero que no sea muy colorido porque eso me cuesta y usted no me lo va a pagar. Además usted debería contemplar otras cosas. ¿Sabe cual es la competencia? Mire sus empaques y descubrirá lo buenos que son».

Ahora nos sentimos ultrajados, heridos mortalmente en nuestro ego. Concluimos en que no sirvió de nada formarnos durante años en la academia, que nuestros trasnochos, impresiones de madrugada y días escasos de alimentación decente fueron en vano. Con cierto temblor en la voz solicitamos más información del producto. Por alguna extraña razón preguntamos por la dirección del website del cliente, para descubrir que es una mezcla de estilos, códigos y colores que ofenden la vista «porque el jefe necesitaba que la página llamara la atención». Para ser más específico, el identificador está comprimido desde Microsoft Paint.

Ahora, con nuevas armas, terminamos una nueva propuesta. Esta vez estamos amparados en la cláusula de nuestra cotización: «Después de la tercera entrega de propuestas, cada engrega adicional tendrá un recargo del XX % sobre el total cotizado». Nos sentimos un tanto frustrados, esta nueva versión se asemeja más a una sección de clasificados de algún periódico que a un elegante empaque apropiado. El cliente no dice nada. Se limita a tomar el prototipo, lo examina meticulosamente, verifica la apertura del mismo y luego lo deja sobre la mesa. Nos mira con cierto desdén y, después de segundos que parecen siglos, nos dice «no pienso pagar de más, así que me quedo con esto. Por favor pase mañana a recoger su dinero», para susurrar poco después: «debí haberle hecho caso a Don Alcides, el de la tienda: estos diseñadores no sirven para nada. Yo pude haberlo diseñado igual o mejor».

Sobra decir que tuvimos que despilfarrar ese pago en Diazepam.2

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  1. Los hechos aquí descritos no necesariamente corresponden a hechos verídicos. Cualquier parecido con la realidad puede ser coincidencia. Todo depende de en qué parte del escritorio se encuentre usted: frente al diseñador o frente al cliente.
  2. El Diazepam es un fármaco con propiedades ansiolíticas, miorrelajantes, anticonvulsivantes y sedantes.
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