¡Con mi diseño no te metas!
El tabú de la crítica interprofesional: inseguridad, paranoia y refugio en el corporativismo.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3911
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En ciertos sectores profesionales de la publicidad y el diseño gráfico circula una suerte de norma deontológica que obliga a guardar silencio acerca de los trabajos de los colegas. Esta norma parte de la supuesta solidaridad obligada entre pares. El profesional debe ser leal, ante todo, a sus colegas y jamás criticar su labor, cualquiera fuera la calidad de ésta.
Pero ¿quiénes hay más autorizados que los buenos profesionales de una especialidad para detectar defectos y virtudes en los servicios de sus colegas? Aplicando aquella norma, para criticar, por ejemplo, una campaña publicitaria, los únicos autorizados serían los médicos, los abogados e ingenieros, en tanto liberados del compromiso de lealtad a un colega que no es tal.
Esta creencia y la conducta resultante plantean, así, un grave problema a la sociedad: un área clave de su desarrollo (la comunicación) se ve privada del papel transformador y optimizador de la evaluación de la calidad y el consiguiente señalamiento de las «malas praxis».
La crítica, por otra parte, no es una práctica externa, ajena u opcional: forma parte intrínseca del proceso de diseño. ¿Qué es diseñar sino una secuencia de críticas y correcciones a cada proyecto anterior, realizadas por el propio autor o por sus asesores a fin de alcanzar el máximo ajuste al programa?
Esa crítica, ineludible en el desarrollo del proyecto, no se limita al propio diseño sino que, normalmente, debe también comprometerse con la obra de otros. Tal es el caso de las intervenciones sobre marca cuando ya pre-existe una. Pieza clave de esa intervención es el previo diagnóstico de dicha marca. Y en la mayoría de los casos, esa marca previa salió de manos de un diseñador. ¿Qué hace entonces el profesional? ¿Se inhibe por lealtad a ese colega? No: deberá señalar los defectos de la marca existente como condición técnica ineludible para abordar el nuevo diseño. Y, en muchos casos, aquellos defectos provienen de errores cometidos por el diseñador anterior. Es decir: el pacto de silencio es técnicamente disfuncional y deontológicamente desleal al cliente.
El profesional que, además, ejerce responsablemente la crítica de la obra de otros no hace sino poner en concepto y socializar lo que él ha aprendido en la autocrítica, y lograr transmitir una evaluación seria de la pieza analizada. Tarea en la que deberían entrenarse todos los profesionales. Lograr verbalizar los parámetros de evaluación correctos acelera los procesos de diseño e incrementa la calidad del producto final.
El carácter paradójico de aquel mandato salta a la vista con sólo tener en cuenta una institución absolutamente legal y esencial de la sociedad de libre concurrencia: el concurso. Todo concurso de servicios profesionales —si está correctamente organizado— instituye un jurado de expertos en la materia, entre los cuales figuran los profesionales del ramo con mayor autoridad. Precisamente el cuestionamiento de los jurados mal convocados se apoya, por lo general, en la denuncia de la ausencia de expertos entre sus miembros.
En el caso, por ejemplo, de un concurso de diseño, en el jurado habrá diseñadores de alto nivel que juzgarán a sus colegas con objetividad. Redactarán un acta señalando las virtudes del proyecto ganador e, implícitamente, por contraste, quedarán evidenciadas las limitaciones o errores de los perdedores. Y, muy posiblemente, dicha acta se hará pública, por simple criterio de transparencia de gestión.
Si el rechazo de la crítica inter-profesional fuese coherente, todo diseñador debería inhibirse de formar parte de un jurado en que se juzgue a un colega; pero el colega, a su vez, se abstendría de concursar si no lo juzgan esos expertos. O sea, la norma genera una paradoja. Prueba de su falsedad.
¿Cuál será, entonces, el origen de esta flagrante contradicción que plantea el «tabú de la crítica»? No es difícil de detectar. Se trata de la supervivencia de una ideología instaurada por los gremios medievales: el corporativismo, concepto vigente y en uso hasta el día de hoy. El pacto de silencio, próximo a la «omertá» de la camorra, prescribe: «no me delates y yo no te delataré a ti; con mi silencio compro el tuyo».
En una sociedad que se precie de democrática, donde el libre ejercicio de la opinión y la crítica constituye uno de sus pilares, tal pacto de silencio no representa sólo un anacronismo sino una práctica absolutamente antidemocrática y, además, perjudicial para la comunidad.
El profesional no sólo tiene el derecho a la crítica sino la obligación de hacerla. Su lealtad no se ha de entablar con el gremio —como en la edad media— sino con la sociedad a la cual sirve y de la cual vive. Un profesional servil ante su gremio es un traidor a su sociedad.
Así como el que produce se expone con ello a la crítica de los demás, el que critica se expone a ser rebatido. En esa exposición se ponen en juego y se pulen los sistemas de valores. El silencio, la «omertá» es un virus letal que deja a la sociedad huérfana de parámetros y arrojada al caos del «todo vale».
Al realizar una crítica sustanciada, fundamentada, el profesional se desprende de sus inclinaciones personales y asume la responsabilidad de desarrollar crecientes niveles de objetividad, perfeccionando, en ese ejercicio, parámetros de validez general. Precisamente, FOROALFA ha nacido y crecido con esta vocación y abre un espacio en el que todos aprendemos de todos.
En realidad, detrás de supuestas lealtades al gremio, opera una descarada aspiración a la impunidad, a poder equivocarse sin riesgo de juicio; «yo no te critico, tú no me criticas; y que los clientes se jodan».
Hace ya muchos años publiqué, en un órgano profesional, una crítica a tres anuncios institucionales que contenían serias desviaciones en su ética social; especialmente graves dado que, en ellos, el discurso de una institución de gobierno le faltaba implícitamente el respeto a sus gobernados.
Los tres anuncios eran obra de una misma agencia de publicidad líder, hecho que yo ignoraba dado que la publicidad de organismos públicos no suele estar firmada por las agencias. Su presidente, un cordial colega mío en trabajos conjuntos, invitó a una cena en la cual me transmitió su preocupación. Este hombre, obnubilado por el corporativismo, no pudo siquiera pensar que mi crítica era honesta. Y me preguntó si yo tenía algo en contra de su agencia. Suponía él que yo era tan mediocre como para usar mi palabra para desprestigiar a un colega en favor de otros.
Quien duda, a priori, de la honestidad de un crítico, a pesar de lo sustentado de sus argumentos, pone en evidencia su propia deshonestidad. Una respuesta madura, culta y leal de parte de él habría sido invitarme a una reunión de trabajo con sus creativos para intercambiar ideas acerca de una retórica válida de las comunicaciones institucionales.
La historia de la cultura ha tenido a la crítica como a uno de sus pilares de autorregulación, al menos desde Sócrates. Músicos, escritores, pintores, filósofos, científicos han ejercido públicamente y durante siglos su responsabilidad crítica.
Pero, por lo dicho, la edad media no ha concluido para todos. Nuestra época respalda no casualmente la aceptación acrítica de todo lo consumado: «Just do it». También en ese plano avanza en su irreversible decadencia… Con los corporativistas como aliados incondicionales.
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