¿El diseño está perdiendo valor?

Con los años el diseño se ha vuelto más reconocido, pero no siempre más valorado.

Carlos Ávalos, autor AutorCarlos Ávalos Seguidores: 47

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Este artículo está dirigido a aquellos diseñadores que perciben que, en el último tiempo, no los están eligiendo por la calidad de su trabajo sino por el monto de sus honorarios; y a aquellos que, por alguna u otra razón, se han visto obligados a someter sus ideas a consideración sin percibir remuneración alguna a cambio —léase: participar de concursos gratuitos—. También apunta a quienes sienten que no consiguen ni el tiempo ni el lugar profesional para desplegar sus talentos, ya que son convocados cuando está casi todo dicho y lo que queda por decidir es el «tiempo de entrega». Seguramente haya otros que mantienen con sus clientes una relación de respeto mutuo y encuentran reciprocidad a la hora de establecer sus honorarios profesionales; para ellos van las felicitaciones del caso y la sugerencia de que sigan haciendo las cosas tal como lo están haciendo. Con los que viven lo contrario quiero compartir estas inquietudes y reflexiones.

El diseño al alcance

En relativamente pocos años la oferta profesional de diseño se ha incrementado exponencialmente. Las tareas de diseño en las organizaciones se han multiplicado y hoy tenemos diseñadores no solo en las agencias de diseño, los hay también en las agencias de publicidad; en casi todas las organizaciones grandes existe un estudio de diseño cautivo; las imprentas tienen diseñadores, al igual que muchas dependencias del estado y muchas ONG. El diseño gráfico se ha convertido en una profesión necesaria y al alcance de todos. Sin embargo, la insatisfacción que he percibido y comprobado con aquellos con los que he intercambiado opiniones, se dirige no tanto a la profesión en sí, sino al espacio profesional que ocupan los diseñadores dentro de las organizaciones. Lejos de renunciar a la vocación por el diseño, muchos sueñan con lograr un mayor reconocimiento por el trabajo que desempeñan, ya que perciben con claridad los logros que ayudan a obtener, pero que no se traducen ni en una mejor posición dentro del organigrama de decisiones ni en una mejor remuneración económica.

Una hipótesis que manejo hace un tiempo es que el diseño se está convirtiendo en un commodity. Un commodity es un término anglosajón para describir un tipo de «producto o servicio que por su amplia oferta genera menores márgenes de ganancia y disminuye la importancia de otros factores excepto el precio».1 Los bajos salarios que perciben los diseñadores, la amplia oferta profesional del mercado, la predisposición a trabajar por márgenes muy estrechos, la no inclusión en los altos estamentos de decisión organizacional y la tendencia de las empresas a evaluar a los diseñadores según un «tarifario» —en lugar de su talento— presenta un contexto que podría tender al commodity.

Esta situación no se repite en todos lados ni en todos los casos. Por el contrario las marcas y organizaciones más trascendentes del mundo tienen al diseño como herramienta estratégica, saben que la creatividad y la transformación cualitativa que ofrece la profesión los hace mejores y más competitivos. Tanto es así que no resulta una sorpresa ver profesionales del diseño sentados a la mesa del directorio o presentes a la hora de proyectar escenarios futuros.

Antes y más arriba

Hace un año me topé con el artículo de una revista especializada en comunicación visual en la cuál se hablaba de la relación inversamente proporcional entre honorarios profesionales y punto de entrada a un proyecto. El autor sostenía que cuánto más tarde entra un diseñador a participar en un proyecto, menores son los honorarios que percibe. Por el contrario se remunera considerablemente más por participar en las etapas de gestación que en las de implementación. A grandes rasgos, hablamos de la diferencia entre un aporte intelectual y un aporte técnico. En las etapas iniciales, los presentes suelen pertenecer a los estamentos superiores del organigrama, mientras que en las etapas de implementación, el control de la gestión se encuentra en manos de personal cuyo interés pasa por cumplir con fechas de entrega y asegurarse de que los costos del proyecto sean respetados. Cuando el diseño se hace protagonista de la estrategia de la organización suele estar presente en la primera etapa; cuando es simplemente una herramienta técnica aparece a último momento. Curiosamente esta situación estaba ilustrada con un gráfico que mostraba una curva que descendía de noroeste a sudeste, siendo el punto noroeste el lugar de mayor rentabilidad.

A raíz de esto inicié un proceso informal de indagación entre clientes y colegas acerca de experiencias, de managers con diseñadores y viceversa. La idea detrás de la consulta era entender qué habilidades, talentos y saberes necesitan los diseñadores para estar en el inicio de la conversación, para así participar de los proyectos en calidad de «cerebro» en lugar de «mouse». Con algunas diferencias menores —y la limitación inherente a lo pequeño de la muestra—, ambos grupos reconocieron que en general aparecen dos requisitos:

  1. Hablar el mismo «idioma».
  2. Hacerse cargo de los resultados.

Paradigmas en conflicto

A pesar de que ejecutivos y creativos ven el mundo desde ópticas dispares, ambos coincidieron en resaltar —sobre todo los primeros— la importancia de que en instancias de génesis lo más importante es poder hablar el mismo idioma. Esta definición refiere, a grandes rasgos, a dos dimensiones: en primer lugar tener una compresión acabada del rumbo estratégico de la organización y en segundo lugar, habilidades de gestión interpersonal.

En esta instancia se espera que el diseñador —aparte de su aporte creativo y su mirada original— tenga plena conciencia del quehacer de la organización para la que trabaja: sus necesidades a corto y mediano plazo, sus objetivos de largo aliento, su estrategia de marca, su entorno competitivo y sus fortalezas empresarias. Desde esa posición las sugerencias y aportes que hacen los profesionales del diseño son tomadas con respeto, dado que se hacen con conocimiento de causa. En cambio, cuando se ignoran los valores de la organización —y la marca—, aún las buenas contribuciones son sospechadas de incoherentes.

Como segunda premisa surge el reclamo por una mayor destreza en la gestión interpersonal —lo que terminó por resumirse como la habilidad de ponerse en el lugar del otro—. En este caso se trata de entender el marco filosófico y psicológico de los que administran las empresas. Lo que para unos es el centro de su experiencia vital, para el otro es una toma de riesgo en la que se puede perder el trabajo. Los diseñadores vivimos con entusiasmo la posibilidad de modificar el status quo y así transformarlo en algo que consideramos mejor, optimizado. Contrariamente, los que gestionan los negocios de las organizaciones, no miran con buenos ojos la incertidumbre, ya que toda originalidad siempre tiene final incierto; como diría Roger Martin miran al futuro a través del espejo retrovisor. Lo nuevo, lo distinto, el camino aún no recorrido, es para el diseñador algo que lo motiva en lo profesional y emocional. Para un gerente de marketing es un escenario que lo pone muy nervioso. Entender esa circunstancia y ayudar a visualizar lo original como oportunidad en lugar de amenaza, es una habilidad que se debe desarrollar.

Hacia una mayor madurez profesional

Un elemento recurrente es la demanda de «realismo» hacia los que practicamos el diseño y la creatividad. En este sentido realismo significa dos cosas: factibilidad y responsabilidad.

Ideas que no logran implementarse tal cual fueron planteadas, son episodios reiterados en la histórica relación entre managers y diseñadores. Los niveles de frustración que estos resultados generan están en directa relación con las consecuencias profesionales que recaen sobre el responsable de la empresa, haciendo que para el próximo proyecto se aumenten los niveles de control y se disminuyan los espacios de libertad creativa. Sabemos que este desenlace no es inevitable ni necesariamente recurrente, pero en mi opinión se precisa hacer un giro en los términos en los que definimos nuestra responsabilidad.

El diseño estratégico no solo debería estar preocupado por lo que se entrega al concluir el proyecto, sino también por el resultado final que obtiene la organización o los que nos contratan. Si aceptamos esta premisa, podremos decir que no diseñamos logotipos: diseñamos lealtad de marca o sentido de pertenencia; no diseñamos páginas web sino experiencias de usuario, no diseñamos afiches políticos sino intenciones de voto. Rotar el foco no implica el abandono de la riqueza creativa que aporta el pensamiento intuitivo. Por el contrario, agiganta el desafío, porque lo que hay en juego no es sólo el producto de nuestro talento e imaginación, sino también sus consecuencias. Hacerse cargo de los resultados que nosotros mismos generamos, es asumir una responsabilidad que puede traer buenas recompensas.

Iniciativa académica

A raíz de este contexto —y con el ánimo promover el pensamiento estratégico en el diseño de marcas— con mi socio, Guillermo Andrade y varios profesores de la Universidad Austral, empezamos a diseñar un programa de posgrado exclusivamente para diseñadores y comunicadores visuales.2 El camino hacia un mayor reconocimiento profesional corre por nuestra cuenta —los diseñadores— ya que es nuestro futuro el que está en juego.

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  1. Traducido del Merriam Webster Dictionary.
  2. Ver PEEM (Programa de Estrategia de Expresiones de Marca) de la Universidad Austral.

El autor es director del PEEM (Programa de Estrategia de Expresiones de Marca) de la Universidad Austral.

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