Formación cultural del diseñador
Reflexión motivada por una consulta realizada por Fabián García, Coordinador de la carrera de Diseño Gráfico de la Fundación Área Andina, Bogotá.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3908
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Entre las múltiples acepciones del término cultura (todas legítimas), la más útil a nuestra problemática profesional y docente es la más «antropológica». Cuando me refiero a la necesidad de capacitarse culturalmente, aludo al conocimiento y dominio de los códigos que rigen el universo simbólico, desde los «usos y costumbres» hasta los grandes géneros, y desde sus manifestaciones históricas hasta las contemporáneas.
En el caso específico del diseño gráfico, considero que el profesional debe conocer las manifestaciones de la gráfica, desde las pinturas rupestres hasta las corrientes del diseño gráfico contemporáneo y las producciones extra-académicas: gráfica popular, espontánea o marginal. Para dar contexto a esos conocimientos, el profesional deber estar familiarizado con campos culturales contiguos: artes plásticas, arquitectura, cinematografía, etc., y su historia. Para dar un ejemplo: un diseñador no puede confundir una pieza neoplástica con una constructivista. Y, mucho menos, desconocer estas corrientes estéticas.
Este volumen de conocimientos se adquiere tanto a través de la documentación (bibliografías, museos, archivos, exposiciones, etcétera) como a través de la experiencia cotidiana (observación atenta de los hechos sociales y sus contextos). Ante ambas fuentes es necesaria una sólida capacidad analítica que facilite la comprensión del sentido de lo observado. Y aquí entra en acción otra dimensión de la formación: la capacitación ya no sólo cultural sino intelectual (que no son lo mismo); el dominio de categorías teóricas que permitan desmenuzar e interpretar los hechos.
Un profesional bien formado debe conocer y saber aplicar al menos los conceptos básicos de la sociología, la psicología, la antropología, la semiótica y la lingüística. Las escuelas de diseño suelen desdeñar este tipo de enseñanza. Crean, así, una suerte de operador superficial sobre la forma, un amanerado inculto que cree que para diseñar es suficiente «ser diseñador».
Parte importante de esa formación es responsabilidad específica de la enseñanza secundaria. La adolescencia es el período exacto para la «paideia», o sea, para la transformación del niño en ciudadano culturalmente integrado. Pero es de dominio público la profunda crisis de esa enseñanza, que debe enfrentarse a la competencia desleal del consumo de abalorios y pseudocultura «en red», que tiene al adolescente como blanco, precisamente por hallarlo «en blanco».
La universidad no puede suplir plenamente esas carencias, por dos razones: primero, porque sus programas de estudio se verían «hinchados» de materias y el cursado se extendería más allá de lo aceptable; y, segundo, porque para parte de los estudiantes —adictos y satisfechos con los consumos deculturados— ya sería tarde para motivarlos hacia la cultura.
Sólo podemos aspirar a que, generándoles contactos potentes, movilizadores, con las mejores obras de la cultura, parte del estudiantado desarrolle avidez cultural y le haga espacio en su agenda a la «tarea» de disfrutar de ella, que es la mejor manera de formarse.
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