Diseño y credibilidad del mensaje

El diseño de comunicados como medio de conquista de su verosimilitud: transparencia del referente y del emisor.

Norberto Chaves, autor AutorNorberto Chaves Seguidores: 3911

Luciano Cassisi, editor EdiciónLuciano Cassisi Seguidores: 2033

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Una de las modalidades de ejercicio del diseño gráfico, quizá la más frecuente, es aquella que centra toda la atención en la composición formal de la pieza gráfica. La pieza es concebida como una obra con valores intrínsecos: armonía formal, equilibrio o dinamismo, originalidad icónica o cromática, impacto visual, etcétera. No creo que esta actitud pueda asociarse, como suele hacerse, con el arte. Entiendo que el arte es algo más complejo que la estética. Pero sí podemos sostener que el diseñador gráfico que aborda de esta manera el diseño lo hace como quien compone un cuadro abstracto: intenta controlar la estructura formal de ese rectángulo.

No cabe duda de que esta preocupación es válida: la armonía del mensaje es un valor irrenunciable de la comunicación. Pero aquí ha aparecido la palabra que pone el dedo en la llaga: la palabra «mensaje». El diseñador gráfico diseña mensajes gráficos: su función es optimizar la comunicación aportando a la pieza no sólo valores formales sino eficacia comunicacional.

He sido testigo de numerosas jornadas y sesiones de evaluación de piezas gráficas en las cuales el parámetro de «eficacia comunicativa» no aparecía. Siempre cito una presentación de campaña gráfica en la cual el concepto clave del mensaje publicitario aparecía escrito en vertical. Con ello, la pérdida de legibilidad superaba el 50%. Al señalar este problema al diseñador, sin inmutarse, él me aclaró que convenía escribirlo así por razones estéticas. Si nos preguntamos por el origen de esta auténtica desviación —altamente perjudicial— podríamos hallar dos fuentes: una cultural, la otra comercial.

La primera fuente parece ser la cultura de los oficios artísticos y las artes aplicadas; cultura que sobrevive, aun degradada, en esa concepción naïf del diseño gráfico como mera decoración del mensaje. Se trata de una demora en el desarrollo cultural. La segunda fuente es la comercial y proviene de los imperativos de la sociedad de consumo. El diseño de mensajes, al igual que otros campos del diseño, ha sufrido el impacto de una sobredemanda de originalidad, de ruptura de convenciones, cuyo origen inequívoco es la agudización de la competencia, especialmente en los mercados masivos y la consiguiente compulsión a la diferenciación. Ello ha conducido a que la innovación y la creatividad formales hayan ocupado el lugar que antes ocupaban la calidad y la eficacia.

Por así decirlo, sobre el mensaje concreto, el intencionado, flota una capa de formas autónomas no asociadas a él, que portan otro mensaje —el de la originalidad— que encubre al que supuestamente intenta potenciar. Paradójicamente esa compulsión a la alteración de los modelos convencionalizados por su probado rendimiento, ha conducido, en la mayoría de los casos, a la reducción del mismo.

El mal llamado «minimalismo» en el diseño industrial ha inventado, por ejemplo, la manilla de grifo cilíndrica, en lugar de la milenaria cruceta. «Bella síntesis formal» que impide cerrar el grifo con las manos mojadas. En el campo de la comunicación, esta disfunción se manifiesta en el alto volumen de mensajes frustrados, mensajes que el público ni entiende ni retiene. Más que en el análisis de esos fracasos, me interesa reflexionar sobre las condiciones del éxito comunicacional. Auténtico «valor agregado del diseño gráfico». Ese objetivo me ha conducido al concepto de «credibilidad» del mensaje y su relación directa con su «verosimilitud».

I. La verosimilitud

La condición clave del menaje eficaz es su credibilidad. Un mensaje no creído es un mensaje fracasado. Y la credibilidad es el instrumento clave de la persuasión: para convencerme debes hacerme sentir que lo que me dices es cierto. Tal es, precisamente, la misión de la retórica: el arte de persuadir. Y aquí, antes de avanzar, cabe diferenciar verdad de verosimilitud. Veamos un ejemplo:

Al oír la campana de la iglesia dar las doce yo pienso que han de ser «alrededor de las doce»; pues normalmente estos mecanismos no suelen ser de alta precisión. Aunque fuera la hora exacta, lo dudo. En cambio, si oigo dar las doce simultáneamente en las campanas de dos iglesias próximas, tenderé a creer que son exactamente las doce. Aunque sean las doce y cinco.

No todo lo verdadero es verosímil ni todo lo verosímil es verdadero: recordemos a Galileo y su hipótesis sobre la redondez de la Tierra. Lo que persuade no es la verdad sino la verosimilitud que vuelve creíble el mensaje: su hipótesis no era creíble. Esto, que no es más que una perogrullada, paradójicamente no se cumple en un volumen importante de mensajes públicos. La comunicación social vive bajo la sospecha de falsedad.

Parte de esa sospecha proviene de la naturaleza desleal de la oferta social: el sistema de relaciones sociales es esencialmente falso; pues, por detrás de los pactos de convivencia, opera estructuralmente la dominación. Todo mensaje social entraña —lo quiera o no el emisor— cierta forma de traición al receptor. Condición inexorable. El control del poder político-económico sobre los medios de información masiva tiene, precisamente, la misión de ocultar la verdad y volver verosímil la mentira. Y esto hace más de un siglo que ha quedado demostrado.

Dejando de lado el tema de la honestidad en la comunicación, me interesa analizar otra fuente de la sospecha de falsedad: la ineficacia de los mensajes, los errores en su redacción. Y esto no es un defecto de la realidad social sino de los comunicadores. Y este defecto sí puede ser superado mediante la profesionalidad.

Lo que aquí me interesa no es una reflexión sobre la veracidad, que reclama un abordaje más ético que técnico, sino el de la verosimilitud. Pues el desafío del comunicador no es cambiar un mensaje falso por uno verdadero, sino lograr que el mensaje, sea o no sea verdadero, suene verosímil. Esta responsabilidad técnica puede en algunos casos resultar antipática pero es la responsabilidad real del buen profesional.

II. Dos fuentes de la verosimilitud

Varios son los factores que favorecen la verosimilitud del mensaje; pero aquí haré referencia sólo a dos de ellos: la transparencia del contenido y la transparencia del emisor; o sea, el mensaje verosímil debe remitir convincentemente a la realidad y evidenciar la autenticidad de su emisor.

Veamos el primer aspecto: la transparencia del referente. Para ello, partamos de un ejemplo. Pensemos en los esfuerzos denodados de los publicitarios para lograr convencer a los consumidores de que una determinada marca de jabones en polvo «lava más blanco». Su misión es lograrlo aunque, en la interminable serie de jabones en polvo, es naturalmente imposible descubrir aquél que lave más blanco que los demás. Ante un problema similar, los comunicadores de Carlsberg, dueños de una envidiable capacidad retórica, dieron una respuesta brillante: «Probably, the best beer in the world». La magia está evidentemente en el adverbio «probablemente»; que no significa «está probado» sino «existe una alta probabilidad». Toda promesa, para ser creída, debe detenerse a tiempo. O sea, jamás incurrir en la sobrepromesa. Una declaración del tipo «a nadie amaré tanto como a ti» despierta una respuesta del tipo «eso se lo dirás a todos». La sobrepromesa —verbal o visual— es, en el mejor de los casos. «pan para hoy y hambre para mañana»; pues por propio concepto, será insostenible.

Por «transparencia del referente» entendemos, entonces, lo que en semiótica suele denominarse «ilusión referencial», o sea, la convicción de que lo que oímos o lo que leemos no es un conjunto de mensaje sino la realidad misma. También se suele denominar «ilusión de realidad». Eso se logra porque el mensaje se ha vuelto transparente, invisible: lo que «vemos» es lo que nos han querido decir. O sea, la estrategia del realismo. Cuando, pasando por un barrio popular, leo en un letrero: «SE VENDEN HUEVOS», la idea que se produce en mi mente no es «me están informando de que tienen huevos para vender y quieren vendérmelos». Lo que pienso es: «allí venden huevos». No hay distancia entre el mensaje y la realidad. El buen comunicador debe lograr exactamente eso.

¿Qué tiene que ver esto con el diseño? Pues, todo. Aquello que vale para el mensaje verbal vale también para el mensaje visual. Y, si ambas retóricas se refuerzan recíprocamente, el mensaje podrá ser creído. Un ejemplo: un vino de segunda, baratísimo pero con una etiqueta de alta gama, es un vino de cuarta; pues la mentira que saltará al probarlo, lo empeorará.

Esto no debe llevarnos a la conclusión de que la verosimilitud se logra graduando el mensaje en el parámetro de la calidad sino en el de la retórica. Más de una vez se ha oído legitimar una horrenda marca gráfica de un supermercado con el argumento de que su fuerte era el bajo precio. Para los opinantes desinformados el bajo precio se comunica con la baja calidad del diseño. Error: un supermercado económico no es «vulgar» sino «sencillo». O sea, la primera prueba de acierto del diseñador es volver verosímil la imagen del mensaje. Debe disolverse la distancia entre significante y significado.

Sea un texto, sea una marca gráfica, sea una imagen icónica, el receptor debe sentir que aquello es lo que dice y que no podría decirse de otro modo. El diseñador debe lograr que la forma del mensaje, que será inevitablemente arbitraria, parezca natural. Y, por lo tanto, creíble.

Veamos ahora la segunda fuente de la verosimilitud: la transparencia del emisor. Lo peor que le puede ocurrir a una campaña es que el público note que «es pura publicidad» (que es lo que ocurre con la mayoría de las campañas). Y una de las causas de esa incredulidad —no la única— es la evidencia de que el que habla no es el anunciante sino la agencia. Y, naturalmente, parte del público lo toma «como de quien viene».

En este tema, el desafío del comunicador es volverse transparente y hacer hablar a su cliente a su modo. Se trata de conseguir interpretar al personaje. Algo similar a lo que logra un buen actor: no ser nunca él sino el personaje que le ha tocado interpretar. La voz del emisor es un factor de legitimación del discurso: mensaje e identidad del anunciante. Esto requiere al menos dos capacidades del comunicador: clara y minuciosa captación de la personalidad de su cliente y riqueza de recursos para «imitar su voz».

A la verosimilitud del mensaje ha de sumarse la verosimilitud del anunciante. Un centro cultural no habla como un banco y un banco central no habla como un banco comercial. Se trata de una cuestión de personalidad, o sea, de estilo: antes de lanzarse a crear anuncios hay que definir el lenguaje pertinente que no sólo dará coherencia al discurso sino que le dará autenticidad.

Y lo que decimos de la publicidad podemos afirmarlo de la totalidad de mensajes explícitos o implícitos: desde la arquitectura hasta la música en espera y la respuesta de la telefonista. Y, ni qué decir, del signo identificador por excelencia: la marca gráfica.

III. Los recursos del diseñador

¿Cómo se consigue volver transparente al mensaje y a su emisor? Me dirán: mediante su diseño. Respuesta falsa o, al menos, incompleta. El diseño carece de fórmulas. Lamentablemente existe una concepción naïf de la disciplina, bastante extendida, que la considera como una estética que sirve para todo, una panacea que contiene la forma de las cosas. Esto es falso, el diseño no es una farmacia.

La eficacia del mensaje no es un milagro de la disciplina: el diseño carece de respuestas. El diseño sólo da forma visible a una respuesta conseguida por el diseñador. El diseño es pura inteligencia selectiva y combinatoria de elementos que existen fuera de él: carece de contenidos propios. Y esa inteligencia, para tener éxito, debe tener algo que seleccionar y combinar. Y los materiales a seleccionar y combinar (formas, texturas, colores, tipografías, íconos, etc.) sólo los brinda la cultura.

  • Una persona con gran cultura gráfica pero sin formación como diseñador puede llegar a producir un mensaje gráfico de calidad (gráfica popular).

  • Un diseñador con las alforjas culturales vacías sólo producirá formas muertas, carentes de contenidos, o, peor aún, con contenidos erróneos.

  • Un diseñador gráfico privado de cultura gráfica, sólo aplicará recetas o modas y producirá un mensaje defectuoso inadecuado.

¿Cuáles son entonces los recursos del diseñador que le permitirán producir mensajes eficaces, o sea, verosímiles? Son básicamente dos.

  1. En la comprensión de la necesidad: inteligencia y sensibilidad analítica. «Empaparse» del caso. «Olfato», «ojo clínico», «sensibilidad fisonomista».

  2. En la definición de la solución: riqueza de recursos retóricos e inteligencia y sensibilidad para administrarlos.

Y aquí entra e escena la citada responsabilidad profesional del comunicador, que se cumple mediante su capacidad de detectar con precisión el contexto de mensaje, y su capacidad para escoger la retórica adecuada para darle forma. La comprensión del programa está en función del dominio de los códigos de la cultura y las subculturas en que esta se inscribe: idiomas y jergas, usos y costumbres, estéticas, estilos de vida. 

Esta capacidad interpretativa del programa es la piedra clave de la buena comunicación. Y, lamentablemente es una de las capacidades menos desarrolladas. Incluso grandes diseñadores llegan a fallar en sus respuestas de diseño por localizarlas en contextos ajenos a la necesidad comunicacional concreta. Preocupados por dar forma al mensaje, dan por sentado un contexto estándar o poco definido, desatendiendo las exigencias connotacionales y estilísticas emanadas de una comprensión minuciosa del hecho comunicacional real que hay que crear. Excelentes diseños desde el punto de vista de la calidad gráfica, suelen resultar totalmente disfuncionales debido a errores en la detección del paradigma adecuado.

En su relación con el lenguaje formal, el diseño es el proceso por el cual se determina la retórica adecuada al programa que, además del mensaje, incluye un anunciante determinado, un público determinado y unas condiciones de lectura determinadas. Y todo ello condiciona el lenguaje a adoptar y su retórica. De allí que un diseñador retóricamente pobre que maneja un repertorio estrecho de lenguajes tenga muy restringido su campo de actuación. Sólo producirá productos de calidad cuando el programa coincida con alguno de los lenguajes que domina. El buen diseñador es necesariamente un ser políglota.

Diseñar un mensaje eficaz no es disfrazarlo de una estética preconcebida sino darle la forma adecuada. «Dar el tono». Y esta «poliglotía» no proviene de otra fuente que del desarrollo cultural del profesional. Pues tal desarrollo no sólo le permitirá dar respuesta adecuada al programa sino, previamente, comprenderlo.

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