¿Diseño Gráfico o Comunicación Visual?
Este artículo es una expresión de agradecimiento a Joan Costa, por su fecunda capacidad de innovar conocimiento a través de su visión prospectiva, en beneficio de la disciplina.
AutorFernando Navia Meyer Seguidores: 148
EdiciónFernando Rodríguez Álvarez Seguidores: 216
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Europa es poderosamente estimulante en muchos sentidos, pero nada comparado con la amistad, y más cuando se ha forjado alrededor del diseño gráfico. Encontrar a Joan Costa en las inmediaciones del emblemático edificio La Pedrera de Gaudí, en Barcelona, ha sido doblemente maravilloso, porque estaba acompañado de mi hija Azul, a quién visité en Strasbourg, donde estudia diseño. Así, tres diseñadores nos sentamos en una heladería cercana para hablar de lo que tanto amamos: el diseño. Y claro, por largas horas conversamos Joan, mi hija y yo —en medio de ambas generaciones—, parecía que entendíamos un poco el pasado, el presente y el futuro de nuestra profesión.
Joan acababa de enviar su artículo «Cambio de paradigma: la Comunicación Visual» a FOROALFA. De eso hablamos y él, con su personal estilo gestual, parecía representar al futuro —traído aquí por él, que ya estuvo allí—, lo que me provocó un sentimiento de pérdida por la posible extinción del diseño gráfico, por sus «cosas producidas: carteles, marcas, webs, paneles señaléticos, etc.» y así, como dijo él, que «todo mensaje gráfico está condenado a comunicar», pensé que todo diseñador gráfico que no se transforme en comunicador visual estará condenado a ser una máquina.
Mi hija, por su parte, exponía sus ideas acerca de la nube —de que hay otra vida en la nube del Internet—, donde se «suben» los libros, los carteles, las revistas, los periódicos… de la gente. Sí, pero no sólo es «subir», es decir, «colgar» las mismas «cosas producidas», decía mi hija. «Es la nube». Ahí mismo, al lado del portentoso objeto orgánico habitable de Gaudí, Joan Costa, mi hija y yo pensamos en un proyecto revolucionario, nos asignamos roles y reflexionamos acerca de quién daría la primera puntada y cuándo saldría a la luz.
Ese día nos despedimos de Joan, no si antes acordar una nueva reunión alrededor de los libros de la Librería Medios, muy aconsejable para la profesión.
Con mi hija, nos encaminamos por el barrio gótico, rumbo al edificio neoclásico de la Lonja —inaugurado en 1775 como la primera Escuela de Diseño (gratuita) en Occidente—, donde Joan hizo sus primeras lides formativas que lo llevarían por el camino del diseño. Ahí nació esta historia que ahora les cuento.
Caminando por la famosa Rambla, cerca de la Plaza de Cataluña, encontramos una cabina aerodinámica, cristalina, que permitía ver en su interior una máquina donde se podía leer en tres idiomas: «Tarjetas personales urgentes». Me llamó poderosamente la atención y nos ubicamos frente a una pantalla translúcida, donde se veían nítidos iconos, letras y cifras.
Toqué la pantalla y una voz robótica, pero dulce, nos dijo: «Seleccione el idioma y cargue los textos que necesita su tarjeta». Transcribí mi nombre, dirección del hotel, teléfono, correo electrónico y cuenta en Twitter. Salieron los datos en la pantalla y la máquina habló: «Por favor, verifique que los datos sean los correctos», le contesté que sí y me preguntó: «¿Quiere que yo elija su estilo de tarjeta personal o prefiere diseñarla usted?». No supe qué responder… La máquina preguntó: «¿algún tipo de letra en especial?», respondí que no; «¿algún tamaño de letra?», otra vez indiqué que no; «¿formato de la tarjeta?», me apuntó la máquina y otra vez le dije que no. Entonces, se desplegaron en la pantalla 10 tarjetas con diferentes tamaños y tipos de letra, diagramadas y con formatos distintos.
La máquina habló otra vez y dijo: «elija presionando suavemente en el tipo de letra, tamaño de letra, formato de papel y estilo de diagramación de cualquiera de los modelos». Le afirmé que ninguna me gustaba y aparecieron otros diez modelos y diez más y diez más… Esto no acababa.
Finalmente, elegí un tamaño, tipo de letra, diagramación y formato. Y la máquina me preguntó: «¿color de las letras?» Y salieron otras diez con el tamaño y tipo de letra elegido, en diez colores diferentes, y la máquina me confirmó: «defina el color que quiera presionando con el dedo en la línea o carácter de texto de cada color». Elegí azul para el Twitter, negro para el correo electrónico y gris para mi nombre, dirección y número telefónico. Se desplegó entonces la tarjeta diseñada ¿por mí?, ¿por la máquina?, ¡no lo sé!
Habló otra vez la máquina y extendió una paleta corta a través de un brazo mecánico que nos mostró un catálogo de no menos de 100 tipos de papeles, de entre 170 y 300 gramos, de cartulinas, y me pidió que presionara sobre el papel elegido.
¡Estaba alarmado con este servicio! Una vez seleccionado el papel, la máquina habló otra vez y dijo: «¿necesita el diseño de algún logotipo en su tarjeta?». No pude creer lo que me dijo. Y la máquina parloteó: «¿tiene usted algún logotipo corporativo, tiene su manual de identidad visual…?» ¡Sí, pero no aquí! La máquina afirmó: «por favor, escriba su web, traeré su logo». ¡No podía ser! Estaba en red y además la máquina era parte de la nube.
Finalizada la operación, en 7 minutos y 32 segundos, la máquina me pidió que indicara la cantidad de tarjetas que necesitaba y deposité los 20 euros que costaban y me entregó 200 tarjetas personales, no sin antes agradecerme y afirmarme que tendría mis datos guardados, que se llamaba Leonardo y que en cualquier Leonardo de la Comunidad Europea podría hacer el pedido nuevamente e inclusive hacer cambios si fuera necesario, al tiempo que me entregaba un papelito con mi número de pin.
Realidad o ficción, hasta ahora no lo sé. Lo cierto es que salí del cubículo robótico y Leonardo me siguió hablando: «Tomás puede hacer carteles; Bauhaus, libros, Matisse estilos de dibujos; Peter, marcas y Milton, páginas web…» Salí de la cabina y fui a sentarme en la vereda, agobiado y preocupado. Le comenté a mi hija: «Joan tiene razón, es la ruptura, cambió el paradigma, es Comunicación Visual».
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