Diseño y sentimientos

Cuánto tiene que ver el diseño interior de una casa con lo que siente el que la habita. Qué agrega la intervención profesional en un ámbito donde se expresa la intimidad personal.

Andrés Gustavo Muglia, autor AutorAndrés Gustavo Muglia Seguidores: 138

Gabriel Simón, editor EdiciónGabriel Simón Seguidores: 220

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Recuerdo hoy la entrevista a un galán de telenovelas en una revista del corazón. El recuerdo no vendría a cuento sino fuese que el galán, orgulloso, mostraba su propia casa y sus diversas dependencias. Sorprendía a primer golpe de vista que aquel actor, diariamente tan apasionado y efusivo en sus besos con la heroína de turno (un grosero estereotipo del latin lover), viviera en un ambiente que más parecía el de un convento, o peor, el de un quirófano.

Las diversas habitaciones de su casa, diseñadas por un interiorista siguiendo el último grito de la moda minimalista, recordaban aquella otra en donde torturaban al héroe de 1984 de George Orwell. Una alternancia de planos blancos, algún toque de cromo luminoso (algún mueble de Mies Van Der Rohe o de Le Corbusier), y mucha luz. Así dispuesto, el ambiente se identificaba mejor con un laboratorio que con un hogar. El diseño de interiores había ganado un espacio que, tras su intervención, no decía nada de su dueño.

Partamos de una definición simple: qué entendemos por hogar. Nuestro hogar es una casa, pero mucho más importante, es nuestra casa. Y lo que la diferencia de otras casas es que está llena de recuerdos. Estos pueden ser materiales: muebles, libros, discos (¡que antigüedad!), fotos, cuadros; o bien vivencias asociadas a un objeto, lugar o rincón específico. De tal suerte la distribución de objetos dentro de este capullo en el que nos sentimos protegidos del mundo exterior, tendrá una lógica ligada a los sentimientos, lo cual, aunque resulte paradójico, tiene su explicación.

Como en el interior de nuestra propia conciencia, guardaremos allí cosas que quizás podrían provocar nuestra vergüenza ante intromisiones externas. Tal vez aquel sillón desvencijado donde nos sentamos a ver películas con café en mano, no pasaría el filtro de un diseñador. Pero precisamente no lo hará porque reflejará con certeza la dimensión afectiva de los objetos. Estos están cargados de sentido, connotan significados que los exceden, que los hacen traspasar su condición de meras cosas. Acerca de esta dimensión emotiva de los objetos, Donald Norman apunta en su libro Emotional Design: Why We Love (or Hate) Everyday Things: «Un objeto favorito es un símbolo, que puede despertar una imagen positiva en la mente, un recuerdo de un momento placentero, y a veces ser también una expresión de nosotros mismos».1

Existe entonces un lazo afectivo en nuestra relación con los objetos. Ellos despiertan sentimientos en los usuarios; gustan o disgustan lejos de sus condiciones de utilidad. En la actualidad no basta con que una cosa «sirva», además tiene que seducir (bien lo sabe la publicidad). Eso deja fuera de juego el antiguo ideario racionalista donde el objeto debía solamente «funcionar» o satisfacer una necesidad. «La forma sigue a la función» (form follows function, las tres efes), aquel viejo postulado atribuido a Louis Sullivan, o antes de él al biólogo francés Lamarck, podría cambiarse hoy por el de «la forma sigue al deseo» o bien: «el lado emocional de un diseño es tal vez más importante para el éxito de un producto que su practicidad».2

¿Como crear ese objeto? No es el objetivo de este artículo dilucidar ese arcano. Sí forma parte de las ambiciones del mismo aportar algo de luz sobre el hecho de que, en cualquier hogar promedio, encontraremos conviviendo una mezcla heterogénea de muebles y objetos de diversos estilos y épocas; algunos irreconciliables entre si. ¿Se debe esto a una carencia de formación de sus habitantes en el plano estético? Quizás no.

Lo que sucede es que estos objetos tendrán una «fuerza» más poderosa que su valor en tanto que diseño. Muchos serán inamovibles (el aparador de la abuela, la lámpara de la tía Rosalía) por razones lejanas a lo estético y cercanas a lo emotivo. Y esta abigarrada combinación de fotos playeras, suvenires de bautismo y jarrones ingleses de fin de siglo, reflejarán algo más profundo que las inquietudes decorativas de los habitantes de esa casa. Serán como una extensión de su ser, un lugar (interior) que tenga que ver con su propia intimidad. Podrá quizás resultar chocante a aquel que no conozca la historia de los que allí cohabitan, pero conformará para ellos una especie de remanso de comodidad hecho a su medida.

¿Cómo podría entonces un diseñador de interiores interpretar el gradiente de intimidad de secretos sentimientos que conforman un hogar? ¿Dónde esconde el sonriente actor de nuestra revista todos sus recuerdos? ¿En qué lugar de este quirófano reluciente oculta sus miserables fotos amarillentas? ¿Dónde se descalza y duerme la siesta? ¿En ese sofá de impecable cuero blanco que no invita a sentarse? ¿En esa chaisse longue impoluta que más parece el sillón de un dentista?

Es evidente que nuestro denostado actor, hombre que vive de su imagen, no hizo otra cosa que extender ese ejercicio de impostura a su propio hogar. Nos muestra con jactancia que es un hombre sensible a la belleza del diseño (o su interiorista lo es), pero su casa no nos dice mucho de él. Es una escenografía más por la que transita, sin sello alguno de su personalidad. Y aunque este ejemplo que traigo a colación sea quizás un caso extremo, no lo es tanto si atendemos a las lujosas ediciones sobre diseño de interiores que nutren los quioscos y librerías. Todos los ambientes allí expuestos parecen ensoñaciones, decorados con bellos diseños dispuestos para la mirada, pero no para que la gente viva en ellos. Casas de ventanales kilométricos como las de Richard Meyer, sin una triste cortina para protegernos de los rigores del sol matinal o de la inoportuna mirada de los vecinos. Pisos lustrosos donde una eventual miga de pan caída en el desayuno hace prever inminentes y sonoras alarmas. Jardines como cortados con peine y tijera que se muestran extraños a cualquier juego infantil que incluya un arco y una pelota. Hogares helados para maniquíes.

¿Demuestra esto que la apropiación de estos muebles y objetos «de diseño», en su mayoría de alto valor económico, es un movimiento simbólico con la intención de demostrar un cierto estatus social? Como lo son ciertos automóviles, vestimentas de moda o joyería. Tal vez; aunque la visión suena demasiado simple. Lo cierto es que la intervención de los interioristas, tan bienvenida a veces en los espacios compartidos (decir públicos sería demasiado): shoppings, salas de entretenimientos, cadenas de comidas, bancos, edificios de oficinas; se ve desubicada cuando pasa del espacio compartido al íntimo. Lo desdibuja, lo convierte en parte de un simulacro (como decía Baudrillard), le quita lo poco de auténtico que, sometidos a las convenciones sociales (en la vía pública, en el trabajo, en el trato tabulado por relaciones jerárquicas) todavía conservamos, malogrando un espació asistemático, íntimo, hecho a nuestra medida y con nuestros objetos; que están ligados a los sentimientos. Un hogar.

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  1. Norman, D. A.: Emotional Design: Why We Love (or Hate) Everyday Things, Basic Books, New York, 2004, p17.
  2. Ibídem. p15.
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