Verbal/no verbal como polaridad identificatoria
El papel de lo tipológico en la referencia a la identidad.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3911
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En un artículo anterior («Con o sin símbolo») yo analizaba esta alternativa de la identificación marcaria con la intención de señalar en qué casos suele convenir una u otra; dejando de lado aquellos casos –sin duda reales– en que tal opción resulta efectivamente indiferente o libre.
Ahora analizaremos en detalle sólo aquellos casos de marcas cuya opción a favor o en contra del uso de un símbolo no proviene de ninguna de las necesidades técnicas que citáramos en aquel artículo, sino de requisitos esencialmente identitarios, o sea, de pertinencia al perfil o «personalidad» de la organización.
Tipo e identidad
Al identificarme con mi apodo, con mi nombre de pila, con mi apellido de familia o, incluso, con los tres, estoy entablando, en cada caso, un tipo de vínculo distinto con mis interlocutores. Al firmar un mensaje como «Pepe», como «José», como «García», como «José García» o como «José ‘Pepe’ García», hago aflorar cinco dimensiones de mi personalidad: soy, en cierto sentido, cinco personas distintas. Es decir que el mero tipo de signo identificador –apodo, nombre de pila, nombre de familia y sus combinaciones– ya connota de partida rasgos de la identidad personal: el tipo no es asémico.
Imaginemos que un miembro de la familia Borbón se identifique simplemente mediante su nombre y apellido, por ejemplo, Pedro Borbón; y que, en cambio, su primo Jaime prefiera «Jaime de Borbón» y, además, use un anillo con la flor de lis. ¿A que se nota que son dos tipos humanos muy distintos? Adoptar o no adoptar un símbolo indica dos actitudes opuestas. Cualquiera fuera ese símbolo, indicará una voluntad de «linaje» implícita en el acto de instalar en la sociedad un convenio no-verbal, una complicidad «heráldica».
Con los identificadores gráficos sucede lo mismo. Por neutro, abstracto o contemporáneo que sea el diseño de ese símbolo (DEUTSCHE BANK, ERICSSON, TEXACO) denotará a las claras una voluntad de auto-simbolización (nunca mejor dicho), o sea, una aspiración a poseer un emblema y ser reconocido por él. El símbolo no es, como suele suponerse, un mero recurso práctico para resolver necesidades de auto-señalización, no es un mero pictograma que identifica a la organización de un modo más rápido y sintético que el logotipo. A las funciones puramente señaléticas del símbolo (no siempre necesarias) se suma un papel «heráldico», siempre implícito, sea este símbolo necesario o no, y cualquiera fuera su estilo.
Una característica recurrente entre las grandes marcas que optan por un símbolo, aquellas que pueden considerarse referencias internacionales, es la concentración, en éstos, de todo el protagonismo visual; hecho que confirma el carácter de emblema, y no de mera señal, de sus símbolos: la concentración, en éstos, de todo el protagonismo visual.
En identificación gráfica no hay leyes; pero sí ciertos criterios codificados y fácilmente comprensibles: si una organización se dota de un símbolo identificador, tal misión debe ser explícita, evidente. Para ello el logotipo le cederá pleno protagonismo al símbolo. De ese modo el nombre de la organización, por más sólido que fuera, obrará como mera confirmación del referente del símbolo, o sea, de su propietario.
Es por ello que las organizaciones que recurren al modelo de símbolo+logotipo normalmente utilizan logotipos no manipulados, escritos en fuentes tipográficas estándares y compuestos conforme a las normas ortográficas básicas (HSBC, TEXACO, MITSUBISHI, DEUTSCHE BANK, MC DONALD’S, etc.). Sus logotipos no compiten en singularidad con el símbolo. Dicho a la inversa: si al símbolo se le priva de potencia emblemática y protagonismo visual, pierde su carácter de tal para transformarse en un mero accesorio decorativo del logotipo.
En el caso contrario, cuando una organización renuncia a un símbolo y opta por un logotipo escrito en una familia tipográfica estándar, en negro y en minúsculas con inicial mayúscula (PANASONIC), aplica las normas universales de la escritura, renunciando a toda voluntad de expresión o énfasis marcario. La marca queda centrada en el nombre verbal.
Las empresas e instituciones que recurren a este tipo («logotipo estándar-normal») son aquellas que, por su perfil y sus condiciones de comunicación, canalizan su discurso identificador a través de la propia comunicación (publicidad, servicio, atención) y por su producto o actividad, eximiendo a la marca gráfica de toda otra misión que la de «decir el nombre» sin interponer otro mensaje que el de la calidad y la austeridad expresiva.
O sea, no es que estas marcas sean «mudas», que carezcan de connotaciones, sino que comunican otros rasgos. La semántica del logotipo puro es la autosuficiencia, el liderazgo implícito en el nombre, la firmeza, la sobriedad o discreción y, en muchos casos, la elegancia, enemiga de la estridencia.
La connotación identitaria del logotipo de Panasonic es la primacía del nombre verbal sobre su forma gráfica, cierta objetividad debida a la obviedad de su referente mundialmente reconocido, cierto aplomo que hace superfluo todo énfasis; características transmitidas, todas ellas a través de la parquedad retórica. Su capital marcario no requiere adjetivaciones. Y, más aún, las rechaza por disfuncionales a su perfil. El sólo incorporar un subrayado implicaría un salto cualitativo: la empresa sentiría la necesidad de «subrayar» su identidad, mostrando así una intención marcaria explícita; y, además, cierta falta de aplomo.
Con SONY o SIEMENS sucede lo mismo. Estas empresas gozan de un «liderazgo despojado», un poder corporativo puro, indiferente a todo emblema. Todo su discurso se desplaza a su oferta tecnológica realizada a través de sus canales de distribución y a través de la perseverancia en una comunicación publicitaria retóricamente pertinente a sus respectivos perfiles.
La indispensable diferenciación de la marca gráfica –frecuentemente sobreactuada– se sustenta, en los casos citados, en la altísima estabilidad formal del logotipo, en la regularidad de su uso a lo largo de las décadas, y en la obvia singularidad de sus nombres: nadie más que ellas se llama Panasonic, Sony o Siemens.
Si tanto en lo funcional como en lo emblemático el símbolo fuera superfluo (razón más que suficiente para descartarlo), desde el punto de vista semántico resultará, además, perjudicial: generará una sobre-actuación marcaria; obrará como un abalorio, un gesto gratuito, inexplicable. O sea, antes de crear un símbolo, habrá que pensárselo dos veces. Un símbolo superfluo, además de hacer ruido, disfraza a su dueño, o sea, lo contrario a identificarlo.
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