De la identidad al signo identificador
¿Por qué si la marca gráfica «debe transmitir la identidad» de su dueño, la mayoría no cumple con esa premisa?
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3908
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Salvo excepciones, la pregunta por la función de un signo identificador gráfico tiene una respuesta tan masiva como ambigua: «Ha de transmitir (denotar, evidenciar, aludir a) la identidad de su dueño».
Decimos que esta respuesta es ambigua, pues la identidad de toda organización es un discurso complejo que reúne un amplio repertorio de atributos y valores; y es evidente que un signo gráfico jamás podrá transmitirlos todos.
En caso de que aquella hipótesis fuera cierta, cabe entonces preguntarse ¿qué rasgos de la identidad deberán reflejarse en el signo identificador?: ¿la actividad?, ¿la misión?, ¿el sector?, ¿la edad? ¿el nivel de colesterol?
La respuesta nos la da la realidad: el análisis de un universo marcario extenso y variado permite detectar a simple vista que pocas marcas delatan de modo explicito algo de aquello. Dicho a la inversa: si observasemos un repertorio de marcas de organizaciones desconocidas y cuyo nombre estuviera escrito en un idioma incomprensible, jamás podríamos decir, a ciencia cierta, a qué se dedican las respectivas organizaciones.
En el mejor de los casos, detectaremos en algunas de ellas un icono que aludirá a algún rasgo de su identidad; pero nunca será suficiente para decirla toda: una referencia icónica al agua, por ejemplo, no bastará para dejar claro si se trata de un agua mineral o un servicio de obras sanitarias.
Un pictograma de madre-padre-hijo, alusivo inequívocamente a la familia, puede ilustrar tanto la marca de un programa de educación pediátrica como un crédito bancario para la familia. Una vela de barco puede «identificar» desde una colonia for men hasta una regata internacional. Fuera de contexto, la sinécdoque (que es de lo que se trata), nunca es suficiente para transmitir la identidad. En todos estos casos la referencia será pertinente pero insuficiente.
Además de estas marcas con anclaje en algún dato de la identidad, hallaremos otras, diafanamente figurativas, pero que sólo remiten al nombre y éste carece de todo anclaje evidente con la identidad: una concha para Shell, una manzana para Apple, un pingüino para Penguin Books. Y el colmo de los colmos: también hallaremos marcas que parecen interesadas en despistar: un cocodrilo para Lacoste o un murciélago para Bacardi.
Es posible que en el historial de todas estas marcas «surrealistas» exista un hecho que las justifique; pero lo cierto es que ese hecho es públicamente desconocido; por lo cual, a los efectos de la identificación, es como si nunca hubiera existido.
Pero la traición a la función semántica del signo identificador no para aquí. ¿Qué tal aquellos símbolos abstractos que, para hallarles un significado, hay que recurrir a un alucinógeno? Si en el símbolo del Banco Santander alguien ve la lámpara de Aladino, está claro que de su «viaje» no ha logrado volver.
Aunque el golpe mortal a la creencia en la función descriptiva de la marca lo asesta la infinidad de marcas que desdeñan toda referencia icónica —directa, sutil o enigmática— y se limitan a decir el nombre (aquí no hacen falta ejemplos).
¿Querrá decir esto que la identidad y la marca gráfica son universos estancos cuya vinculación sólo se entabla por la convención construida a través del uso? ¡En absoluto!: la marca de un perfume jamás deberá parecerse a la un jabón en polvo. Algo debe unir el significante (la marca) a su significado (su dueño).
¿Qué diablos es, entonces, lo que une la marca a la identidad; y a través de qué rasgos gráficos se evidencia dicho vínculo? ¡Animarse a una respuesta que nadie nació sabiendo!
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