No me des lo que te pido, dame lo que quiero

La relación con el cliente y el problema de interpretar deseos.

Andrés Gustavo Muglia, autor AutorAndrés Gustavo Muglia Seguidores: 138

Fernando Rodríguez Álvarez, editor EdiciónFernando Rodríguez Álvarez Seguidores: 216

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La relación con el cliente es un tema del Diseño largamente visitado. Encarar una relación sana para ambas partes de un proyecto —quien lo pide y quien lo crea, o quien produce y quien paga, si lo ponemos en términos económicos— es un desvelo para muchos teóricos del Diseño. A veces, esos mismos autores desglosan largas consideraciones que describen un contexto extraño para muchos de nosotros. Hablan de contratos para campañas de reconocidas multinacionales o de relaciones con mega-clientes estatales, que exigen la coordinación de cuantiosos equipos de trabajo y el desarrollo de procesos complejos, como la creación de un sinnúmero de aplicaciones gráficas. Eso exige rigor, coordinación, conocimiento y una máquina bien afinada que solo existe en los más importantes estudios de diseño y, cómo no, que dominan los diseñadores más reconocidos.

Leer estos testimonios, recetas, o como quiera llamárseles, deja a veces un sabor ambivalente en el paladar del lector. Por un lado, se siente que uno pertenece a otro mundo, diverso a este que nos narran; un mundo más pequeño, hecho de tías que piden tarjetas para cumpleaños de quince o clientes que pretenden que su pizzería publique un volante decente. Por otro lado, en esa vorágine de maquinaria pesada puesta a funcionar para grandes clientes, en ese proceso casi matemático que supone organizar una mega-campaña, parece naufragar el concepto fundamental del diseño —a mi juicio— que es la creatividad; o únicamente sobrevive como una parte no más importante ni fundamental que el resto.

Como sea, dentro de esos dos mundos, el grande y complejo y el pequeño y aparentemente simple, hay un eje transversal que los cruza y que los une: es el hecho de que el diseñador debe «interpretar» los «deseos» del cliente. Subrayo los dos términos anteriores para abundar un poco en cada uno.

Interpretar los deseos

Podríamos, sin mucho esfuerzo ni necesidad de acudir a diccionarios ni fatigosas etimologías, asimilar el término «intérprete» al de «actor» y al de «traductor». En el caso de estos dos oficios tan diferentes, insólitamente vinculados por una palabra, se pone de manifiesto que quien interpreta, traduce a términos inteligibles un mensaje de cualquier índole. Pero nosotros también somos intérpretes. Sin mediar actor o traductor alguno, todo el tiempo estamos decodificando mensajes convencionales, cuando leemos o cuando acatamos por obligación una señal de tránsito. Como se sabrá, ningún lenguaje convencional es perfecto, y siempre habrá una fuga de sentido que lo torne más o menos ambiguo. De ahí que interpretar lo que el cliente nos pide sea muchas veces una tarea difícil.

Pero, y si ya no fuera suficiente con interpretar lo que la tía Coca tiene pensado para su dichosa tarjeta de invitación el cumpleaños de quince de su hija, que expresa a través de conceptos ligeros como «quiero algo más delicado, podría ser un «rosita», o un «verde agua», algo así como la propaganda esa del agua mineral» (sic); viene a interferir en todo esto el demonio del deseo. ¿Qué es lo que desea la tía Coca? Les puedo asegurar que ni ella misma lo sabe. Porque el deseo es precisamente lo que abre una angustia o una carencia, pero que no puede ser nunca satisfecho. Como dijo Lacan «lo que no cesa de no inscribirse». Precisamente, ya que traemos a colación el análisis, los psicólogos y analistas (no confundir, por favor, que se ofenden) hacen sus compras en el supermercado gracias a que son legión los que les pagan por descubrir qué es aquello que los angustia; es decir, ese deseo que no pueden descubrir y que una vez revelado o satisfecho los reintegraría al tan mentado equilibrio del final de análisis, el limbo, paradójicamente, siempre deseado y siempre postergado.

La propuesta satisfactoria

En el trabajo cotidiano del diseñador, una práctica reiterada refleja esta encrucijada y es la de presentar varias propuestas de diseño para un mismo pedido. Esta práctica, largamente desaconsejada por los que, aparentemente, saben más, es contraria a la que indica llevar una sola propuesta consistente y sólida, y saber argumentarla.

En la realidad real, la nuestra, a veces hay que llenar toda una carpeta, mal que nos pese, con variaciones de un mismo diseño (diversas paletas cromáticas, tipografías intercambiables) o varias propuestas completas y diferentes, lo cual, todos lo sabemos, implica más trabajo por una misma paga. En ese contexto, no es raro que el cliente elija la que el diseñador consideraba «la peor» de las opciones posibles. La que consideraba «más floja», la que tenía menos que ver con las necesidades del producto. Pero el deseo, en fin, es inaccesible para cualquiera de las dos partes. Así, cuando el cliente no tiene claro lo que quiere o lo que necesita —y a veces no se llega a esa mínima base desde la cual empezar a trabajar ni con muchas reuniones o charlas—, el diseño final que será elegido se parece un poco a la bolita caprichosa que cae en el número de la ruleta.

Muchos dirán que ese es un trabajo que hay que rechazar. Pero el diseñador tiene, como todos, que llenar la olla. No existe cliente ideal, ni producto ideal, ni —seamos justos— diseñador ideal. La relación con ese cliente, o cualquier solicitante de diseño, incluso el que se acerque más a nuestro ideal, tendrá más o menos —con condimentos más o menos atenuados—, la misma estructura; la necesidad de que el diseño, además de cumplir los objetivos que el cliente pretende, seduzca y guste a ese usuario que, muchas veces, no cuenta con herramientas de juicio tan filosas como las nuestras, por más que intentemos prestárselas defendiendo nuestro trabajo, y se decanta por la más natural, que es a su propio gusto. Nuestro trabajo será en parte —la parte más engorrosa— establecer esa relación, diferente en cada caso.

Cierro este artículo con la cita que compone el título y que, por cierto, no tiene nada de docta. La extraje de la película «Los Pitufos» (Raja Gosnell, 2011). En ella, un sufrido protagonista —que se dice gerente de marketing, pero es claramente un diseñador— lucha por satisfacer los deseos de su jefa-clienta, una suerte de Cruella De Vil del mercado capitalista, que le exige una campaña brillante para su empresa de productos cosméticos. En esta reveladora frase que le queda un poco grande a la película, la clienta le pide al diseñador: «No me des lo que te pido, dame lo que quiero». Lo más gracioso, o lo más patético, es que el pitufo Tontín, con una de sus habituales torpezas, es quien envía un email con una propuesta equivocada a la jefa, que es la que ella finalmente elige; lo que le vale un ascenso al protagonista.

¿Caricaturesca o exacta descripción de la suerte del diseñador frente al deseo del cliente? Un poco y un poco. Suficiente como para apuntar que, como toda disciplina humana donde intervienen decisiones que no siempre tienen que ver con la razón, no alcanza con desglosar procesos ni recetas; porque donde intervenga el deseo, la perinola del azar puede caer del lado menos esperado. Quizás sirva de consuelo pensar que si no fuera así, todo sería muy aburrido.

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