El nuevo escudo de Buenos Aires
A propósito del artículo de Francisco Yantorno.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3910
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Celebro, yo también, la decisión del gobierno de Buenos Aires de recuperar el escudo heráldico de la ciudad. Pero también celebro que un diseñador —Francisco Yantorno— se haya hecho cargo de analizar el fenómeno en su artículo «No es un logo, ¡es un escudo!». Como comparto plenamente sus argumentos, me propongo aquí arrimar algunas hipótesis que ayuden a despejar el dilema del aggiornamento de la heráldica: ¿qué se hace con un escudo: se lo «estiliza» o se lo sustituye por otro tipo de signo?
En principio, cabe diferenciar la identificación oficial de una comunidad municipal (como es el caso del escudo de marras) de la identificación de una gestión de gobierno. Esta última es lícita y puede resultar políticamente indispensable, a condición de que no se confunda con la primera. Aceptado lo anterior, hay que detectar las alternativas de actuación válidas, que intentaré esbozar aquí.
El problema tiene dos orígenes. El primero, totalmente atendible, proviene de la complejidad de la mayoría de los escudos históricos, cargados de alegorías, nacidos en épocas en que el contexto de la identificación institucional era totalmente diferente a la actual. Sólo excepcionalmente hallaremos escudos tan simples que resistan las condiciones de lectura contemporáneas (velocidad, tamaños mínimos, diversidad de soportes, etcétera). Un segundo origen es la compulsión político-publicitaria a «modernizar» la gráfica institucional, como prueba de lo «moderno» de la gestión de gobierno. Esto se observa también en ciertas empresas. Este segundo origen es, evidentemente, ilegítimo.
Ante los escudos complejos hay dos políticas alternativas:
- Se los depura, generando una versión que mejore sus rendimientos visuales, sin perder la carga alegórica ni, mucho menos, divorciarse del original (tal lo operado recientemente con el de Buenos Aires o, hace relativamente poco, con el escudo nacional).
- Se los conserva tal cual, o con imperceptibles ajustes historicistas (pristinación), reservándolos para usos protocolares; y se los complementa con un símbolo no-heráldico de alto rendimiento, que facilite los usos más dinámicos, más masivos, menos solemnes; pero, obviamente, con alta calidad gráfica e independencia respecto del gobierno que los cree y, por tanto, con vigencia prácticamente definitiva.
Hay una alternativa «híbrida» que no da buenos resultados: la estilización del escudo original con un nivel de abstracción tan alto que pierda todo contenido y, a su vez, plantee una relación competitiva con el original: ¿cuál es el «verdadero» escudo? ¿El nuevo sustituye al anterior o simplemente lo parodia? Tal es el caso del escudo porteño que Yantorno fecha en 2008.
Barcelona, ciudad milenaria, contaba con dos escudos históricos absolutamente diferentes. La puja política entre partidos oponentes hizo que «naturalmente» cada uno defendiera un escudo distinto. Ello bloqueó un dictamen heráldico e histórico que diera prioridad a alguno de ellos. El alcalde Pasqual Maragall, salomónicamente, se inventó un tercero, «lógicamente» heráldico. Ahora tenemos tres.
Yo tampoco haré una evaluación de la calidad gráfica de la última versión del escudo de Buenos Aires; pues ello exigiría un análisis mucho más detenido; pero sí transmito mi intriga por la desaparición de aquella enigmática ancla que, en primer plano, sobresalía de las aguas, cuando lo propio de su función es hundirse.
Como conclusión, me sumo a la crítica de Yantorno a la irresponsabilidad de directivos y diseñadores que asumen tan a la ligera un asunto cultural, institucional e histórico tan importante; y festejo la reciente recuperación del emblema histórico de Buenos Aires, quizá la única aportación válida de la lamentable gestión urbana del actual gobierno de la ciudad.
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