La voz de su amo
El diseñador gráfico como intérprete de su cliente y redactor de su mensaje.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3911
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Una de las desviaciones más tenaces en el diseño gráfico es la fijación obsesiva en las características intrínsecas de la pieza, con absoluta independencia de su misión comunicativa. Esta perversión —que sustituye el acto comunicacional por solo uno de sus componentes— viene siendo cuestionada desde que el diseño es tal; pero, como fruto de una pulsión irrefrenable, se reitera tenazmente allí donde haya diseñadores.
Y lo paradójico de esta desviación es que perdura a pesar de que su principal cuestionamiento no provenga de los críticos ni de los teóricos sino de los propios maestros del diseño, que no hablan desde la especulación intelectual sino desde la experiencia. Los «alumnos» parecen desoírlos.
El diseñador gráfico como Dios manda concibe los rasgos específicos de cada pieza como respuesta a requisitos objetivos de eficacia comunicacional. Requisitos que —conviene advertirlo— incluyen a los propios valores estéticos. Si quisiéramos compactar la vocación del diseñador gráfico en su desafío esencial, diríamos que su preocupación no está en los atributos «intrínsecos» de cada pieza sino en su rendimiento identitario y comunicacional. Ese rendimiento lo alcanza imitando la voz de su cliente (identidad) y logrando que se oiga y entienda su mensaje (comunicación). Y esa metáfora no es tal sino un ejemplo en sentido estricto. Veámoslo.
La operadora del teléfono de información de un servicio público recibe tres llamadas sucesivas: una de un «chico de barrio», otra de un inmigrante asiático y la tercera de un profesor universitario. ¿Tendrá alguna dificultad en filiar a sus interlocutores antes de preguntarles sus datos? Obviamente no. Detectará el perfil genérico de cada uno con sólo oírlos hablar: léxico, fonética, entonación… le dirán mucho acerca de sus respectivas identidades: nunca confundirá a uno con el otro. Ello se debe a que el habla es uno de los signos identificadores más precisos. Lo confirma, por ejemplo, lo difícil que es imitar con exactitud el habla de otro; y la fascinación que produce, consecuentemente, el escuchar a un buen imitador.
De un modo similar, en el mensaje gráfico cualquiera éste sea, se ha de oír la voz de su emisor. El timbre ha de ser el suyo y el «sonido» debe llegar nítidamente a los oídos de su audiencia. Para lograrlo, el diseñador ha de captar con precisión la personalidad de su cliente y, con idéntica precisión, las condiciones de recepción e interpretación de su mensaje por parte del receptor. Nuevamente: condicionantes identitarios y condicionantes comunicacionales.
Diseñar una pieza gráfica para un cliente —cualquiera sea la pieza y cualquiera fuera el cliente— es dotarlo de «habla gráfica»: imitar a la perfección su voz y su forma natural de hablar. Y esta exigencia es especialmente válida para el diseño de marcas: se trata nada menos que de «bautizar gráficamente» al cliente, ponerle un nombre que le vaya como anillo al dedo.
Para ello habrá que captar su talante, su tono, el registro de su diálogo con sus interlocutores, el grado de similitud/diferencia con sus pares… y ha de verificar las condiciones en que se comunica con sus públicos: canales, circunstancias tipo, recursos materiales, condiciones de lectura, etc.
Ambas fuentes de condicionamientos facilitarán escoger el o los tipos de signo y el lenguaje gráfico más adecuado. Y dentro de ellos, el grado de convencionalidad/singularidad exacto. Se trata de interpretar un papel y volverlo verosímil. Así de sencillo.
La distancia entre un diseñador gráfico propiamente dicho y un mero decorador gráfico es enorme. Y la mide el mayor o menor grado de transparencia de sus mensajes; o sea, la mínima o máxima arbitrariedad/aleatoriedad de sus rasgos.
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