Imagen y concepto en el arte

Algunas consideraciones acerca del arte contemporáneo.

Andrés Gustavo Muglia, autor AutorAndrés Gustavo Muglia Seguidores: 138

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Para no sonar jactancioso, voy a transformar un sentimiento personal en uno comunitario. ¿Nunca tuvieron la sensación de ir a contrapelo del pensamiento generalizado acerca de algo? A mí me pasa eso con buena parte del arte contemporáneo. Lo patético de esto es que no me deja disfrutar lo que aparentemente cientos de miles de personas que llenan las exposiciones internacionales, las galerías, los centros culturales, sí disfrutan. Quizás, como otros millones de personas que están fuera del mundillo del arte y que leen con perplejidad en el diario que una obra del artista conceptual británico Damien Hirst, un tiburón conservado en formol, se vendió por 9,5 millones de euros. Simplemente no entiendo el arte contemporáneo.

Tal vez mi pensamiento, con el que he dedicado buena parte de mi vida a estudiar artes plásticas, o mis sentimientos, no son capaces de comprender, de empatizar con la belleza y la profunda metáfora de este cadáver de tiburón conservado que, por otro lado, ya da muestras de comenzar a descomponerse.1 Pero, en fin, que la humanidad ya ha perdido o está perdiendo grandes obras de geniales artistas porque estos se aventuraron en el terreno de la técnica, verbigracia la Última cena de Leonardo da Vinci.

Sin embargo, quizás de puro cabezón, no me resigno a declararme ignorante o insensible y reincido, yendo a exposiciones, visitando galerías, curioseando en los sitios webs de las más famosas bienales. Resultado de lo cual regreso de mis exploraciones desencantado o redondamente furioso. Me explico.

Fantaseemos un poco. Digamos que en un futuro o en un universo paralelo no ya el arte, sino el deporte, se ha convertido en conceptual. Los artistas, los deportistas en este caso, han dejado de lado la acción física: pintar un cuadro o pegarle a una pelota, para pasar al terreno del concepto. Asistamos pues a un partido de fútbol conceptual. Digamos que el estadio Santiago Bernabéu, por poner un escenario conocido por todos, tiene sus gradas llenas de fanáticos del Barça y el Madrid. Los jugadores entran al campo de juego, la afición ruge. Pero sobre el verde césped en lugar de una pelota hay veintidós sillas. Los jugadores se preparan y después del pitazo inicial, cada uno a su turno levanta la mano y enuncia la jugada que haría físicamente en el perimido juego del pasado. Arturo Vidal dice: «le doy un pase largo a Messi», Marcelo replica «salgo a cortar el pase», Messi levanta la mano y apunta: «tomo la pelota, dejo en el camino a Marcelo con un quiebre de cintura y piso el área, me sale Varane, le hago un caño y le pego tres dedos a la pelota buscando el palo izquierdo del arco». Con aire triunfal Cortois levanta la mano y dice en un chapurreado castellano: «vuelo atléticamente y con la punta de los de los dedos logro desviar el tiro de Lionel que se va por la línea de fondo». De las gradas desciende un «¡Uhhhhhhhhh!» decepcionado de la afición blaugrana que ha seguido el duelo verbal sentada al borde de las butacas.

No pensemos que estos espectadores imaginarios son tontos. Antes de abordar el deporte conceptual, pasaron por una etapa previa donde abandonaron el deporte figurativo; es decir, el ordinario juego físico que incluía la pelota, y se entusiasmaron con el deporte abstracto, donde los jugadores corrían y pugnaban entre ellos pero sin la pelota. La dinámica del juego conservaba la estrategia y la belleza de lo físico: los saltos, las disputas y las corridas, pero purificadas del enojoso trato con la pelota. Así, los tiros imaginarios al arco siempre iban al ángulo, las gambetas eran maravillosas, las recuperaciones de los defensores milagrosas y apasionantes.

Alejándonos de este juego delirante que les propongo, nos podríamos preguntar cuándo fue que la destreza mecánica, técnica, que hacía únicos a los dibujantes y pintores del pasado, dejó de ser un valor per se, para que el concepto, que también existía en esos mismos artistas y en sus obras, ganara terreno hasta convertirse en el gran protagonista contemporáneo. El curador se ha transformado en un personaje imprescindible para abundar de sesudo discurso una escena donde lo que sobran son precisamente palabras, y en que las imágenes ya no son lo suficientemente elocuentes para expresarse (no explicarse, que en el arte eso no siempre es necesario) por sí mismas.

La Factory despersonalizada de Andy Warhol, donde éste se desentendía del proceso físico de sus obras dejándolas en manos de terceros, pasó de ser de una excepción a una regla. Hoy los grandes popes del arte son, casi sin excepción, «pensadores», gestores, estrategas, creadores de espectáculos, administradores de un producto que generan y en el mejor de los casos reproduce un cliché que se aplica en un variado merchandising. ¡Pero qué tonto! Si estábamos hablando de un producto. Qué importa la calidad de ese producto, o la intervención física y personal del artista sobre él, si la publicidad que lo vende es suficientemente buena. Pero el arte siempre estuvo inserto en un mercado, ya fueran sus clientes reyes, papas, mecenas o compradores burgueses, y eso no iba en desmedro de la calidad de lo que producían los artistas; sino por el contrario, posibilitaba que hoy disfrutemos de ese talento que se sobreponía incluso a los limitados temas impuestos por esos exigentes clientes.

En Argentina contamos con la suerte de tener un tesoro que no muchos conocen o aprecian en su verdadera dimensión. Ese tesoro se llama Museo Nacional de Bellas Artes. En él se pueden encontrar por lo menos una obra de muchos de los grandes maestros de la historia del arte. Hay obras de Rubens, Goya, Tintoretto, Tiépolo, van Gogh, Degas, Manet, Toulouse-Lautrec, Renoir, Monet, Gauguin, Rodin y otras maravillas de autores internacionales y vernáculos. En mi época de estudiante de arte mi excursión favorita era tomarme el tren que une la Provincia (como le dicen algunos porteños al conurbano) con la Capital, para visitar el museo y después ir a mirar libros a la calle Corrientes. Siempre recorría las salas de exposiciones destinadas a artistas contemporáneos dentro del mismo museo, o cruzaba al Centro Cultural Recoleta para recorrer las últimas muestras. Sin embargo invariablemente pasaba más tiempo estudiando a los grandes maestros, observando sus obras (de cerca, buscando el detalle y temeroso de que los guardias me llamasen la atención) como para robarles algo, aprender. Y el contraste entre lo clásico y lo contemporáneo surgía más fuerte que nunca. Tal vez nací vintage, no lo sé, o quizás la retórica pomposa de los curadores del Recoleta, no fuera lo suficientemente intensa como para eclipsar la silenciosa elocuencia de un Sin pan y sin trabajo.

Ernesto de la Cárcova, Sin pan y sin trabajo, 1893-1894 (óleo sobre tela, 125,5 x 216 cm). Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires

Sé que lo aquí expresado puede sonar reaccionario y ligado a ese leitmotiv tan repetido y desagradable de «lo pasado fue mejor». No es esa la intención, se los aseguro. Pero cuando veo a mi hija de seis años dibujando, experimentando con líneas y colores el placer de la creación con el propio cuerpo, de gozar de lo sensorial de ese acto que implica el gesto y la acción, y exponer luego ese rastro único y original como una huella dactilar pegando sus dibujos en la heladera, que es su galería de arte; me pregunto ¿en qué momento de su educación la sociedad la va a convencer de que es más relevante el pensamiento y lo conceptual que el acto creativo? ¿Cuándo va a ser que en su cabeza la crítica, la retórica sofística, le gane el terreno a la creación y la convenza de que el detalle de un trazo magistral y rápido que captura el gesto en un retrato, o esa mancha sutil en la punta de una nariz o el brillo de un ojo, no son lo bastante interesantes sin el apoyo de un discurso?

Mi admirado Rafael Alberti escribía que «las palabras son palabras». Genial tautología que demuestra el vacío del discurso, incluso de éste mismo ensayo, frente a la fuerza de lo que se expresa sin la necesidad de un texto, tal como puede ser el arte. El saber popular atribuye la frase «una imagen vale más que mil palabras» a los chinos. No tengo certeza de esa atribución, pero les dejo un link que expresa mis sentimientos sobre el arte sin tantas palabras como aquí.

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