Más que mil palabras
Sobre la retórica de la imagen y los caligramas de Alejandro Ros.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3911
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Parafraseando al célebre proverbio, una gran amiga —Nelly Schnaith—, solía decir que una imagen vale por mil palabras sólo si esas mil palabas son efectivamente leídas en tal imagen. Y a eso voy. En un artículo anterior (Saber retórica o saber hablar) ya intentaba aclarar la diferencia entre la retórica como disciplina teórica y la «capacidad retórica» como habilidad espontánea del hablante; aquellas que mi amigo Román Esqueda llama, respectivamente, «retórica teórica» y «retórica práctica».
Aplicados esos conceptos a la retórica gráfica, quedamos ante la problemática de la simbolización icónica del discurso verbal. O sea, la transmisión de ideas sin palabras; por cierto, una función específica de la ilustración. Esta función es asumida por el diseño gráfico en alguna de sus aplicaciones; tales, por ejemplo, las portadas de libro ilustradas o los carteles ilustrados.
Dejemos de lado los casos en que la imagen no-verbal incluida en esas piezas carezca de toda intención semántica, por ejemplo, que solo se use en su función fática, de reclamo de la atención del receptor, o en su papel asumidamente decorativo. Centrémonos, en cambio, en la imagen-mensaje, aquella cuya misión es transmitir ideas, denotada o connotadamente.
En este caso, el diseñador debe apelar a su capacidad de simbolización, a su dominio de los símiles codificados socialmente, a fin de que la idea sea efectivamente «leída» por el público específico. Para ello, la «decodificabilidad» del ícono ha de ser instantánea o, dependiendo del soporte y condiciones de registro, relativamente rápida. Cada forma de comunicación tiene su «tempo». Y, en los casos citados, este tempo sería «presto».
Aún así, en el caso de que tal interpretación no sea instantánea, el ícono debe instantáneamente intrigar, seducir al receptor lo suficiente como para motivar en él un mínimo esfuerzo decodificador. A modo de ejemplo de lo dicho, recurro aquí a una serie de caligramas de Alejandro Ros, maestro de la metáfora gráfica, sustentada en una sorprendente velocidad mental para el juego inteligente con las palabras: cerebro arborescente, celeridad asociativa que indica la riqueza de sus paradigmas lexicales e icónicos, que los tiene conectados las 24 horas.. Sería de gran utilidad didáctica conocer los sueños (y pesadillas) de Alejandro: deben ser delirios icónicos-verbales dignos de filmarse.
Pero vamos a las imágenes. Se trata de varias portadillas creadas por Alejandro para abrir cada apartado de mi libro de aforismos. En algunas, la imagen es autosuficiente: el mensaje «salta a la vista» (JUSTICIA). En otras, la imagen juega en contrapunto con la palabra: dice lo que la palabra no dice (CIUDAD). Otras son la palabra misma iconizada, manipulada para que diga más de lo que dice (AMOR). En unas la idea es como una bofetada, (SEXO), en otras, espera la reflexión del lector, (EUROPA). En unas el mensaje se cierra en sí mismo, en otras se abre en imprevisibles connotaciones. ¡Pero en ningún caso falla!
Dejo a los lectores a solas con las imágenes.
Cuando Alejandro habla, habla para que lo entiendan. El mediocre, en cambio, habla para «hacerse el difícil»: parte de la estúpida idea de que ser inteligente es lograr no hacerse entender. Estoy seguro de que Alejandro no tiene la menor idea de lo que es una «silepsis» o un «hipérbaton» (yo tampoco); pero tanto da: la capacidad retórica es producto de la riqueza lexical e icónica y de la sensibilidad combinatoria. Y la sensibilidad no se enseña; sólo puede, en todo caso, equipársela.
Para ayudar a la gente a comunicarse (y para comunicarse uno mismo) hay que ir por la vida con los paradigmas llenos y en una tarea de permanente cosecha icónico-verbal; y con la picardía de combinar, inesperadamente, piezas de uno con piezas de otro casillero para multiplicar así el sentido de ambas.
El camionero, sacando medio pecho por la ventanilla de su M·A·N —inseparable compañero de ruta— le grita a la muchacha pectoralmente suculenta que cruza por el paso de peatones: «¡Mamita, si se te rompe un bretel, volcás!». Velocidad sideral para reaccionar ante aquella aparición súbita e inesperada. Comparación automática, inconsciente, de la deseable hembra, con su preciado camión («volcás»). Y luminosa asociación del eventual accidente «asimétrico» de la joven con el pinchazo en uno de sus neumáticos. Todo es súbito e inesperado. Tal el talento retórico: hipertrofia metafórica de la literatura oral popular.
A un estudiante de comunicación sólo debería otorgársele el diploma cuando logre equiparar su capacidad retórica a la de aquel camionero o a la de Alejandro Ros.
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