Ética y estética del diseño
Ética y estética esquelética
Un llamado a la fraternidad, reflexionando sobre un problema filosófico que nos convoca especialmente en la práctica profesional.
AutorFelipe Ibáñez Frocham Seguidores: 64
EdiciónErika Valenzuela Seguidores: 63
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El salón está bien iluminado, la decoración es agradable, la música «funcional» no perturba la conversación y en este contexto subjetivamente confortable casi te ahogas con el té, cuando tu colega sentencia: «cada uno tiene su propia ética». Lo cierto es que el problema se complica aún más cuando pretendemos redactar un Manifiesto Ético del Diseño de manera unilateral y sin la concurrencia de una diversidad de actores, necesaria para considerar la amplitud de la problemática. Así que, no conformes con dejarlo «así como está», simplemente nos cuestionamos: «Si esto es un oficio, ¿es legítimo hacer todo aquello que me produzca un beneficio?»
Un nuevo sorbo de té y bebemos de las fuentes. ¿La belleza es subjetiva o no lo es? si optamos por la subjetividad tendremos que aceptar que un homicidio, femicidio, violación o mutilación sean bellos, por la única «razón» de aquel que al cometerlo así lo considere. Posición no deleznable para Tomás de Aquino, quien circunscribe la belleza a todo «lo que produzca un placer visual». Si, por el contrario, decidimos que los antiguos griegos, inventores de la palabra y fijadores del concepto de «belleza» están acertados llegamos a la definición clara de que «la belleza está compuesta de lo que nos produce un placer (estética) junto a lo que nos produce un bien (ética)». Y esta última definición se asemeja mucho a los principios que rigen el buen diseño.
Luego Kant postula que «la belleza es un símbolo moral» y Ludwig Wittgenstein lo apoya afirmando que «la ética y la estética son la misma cosa, son uno». Haciendo el esfuerzo por no desviar la atención hacia la discusión etimológica y filosófica (que es extensa, interesante y divertida) daremos por buenas estas definiciones para proseguir en la dirección que nos ocupa.
La producción de nuestra actividad profesional es frecuentemente valorada en función de la belleza superficial o estética, pero la otra medición, la que evalúa la ontología del diseño, es la que nos permite evolucionar y dejar una huella relevante para la antropología cultural. La taza de té ya se ha enfriado y decides ordenar estas nociones para proponer un acuerdo entre colegas.
El diseño tiene una finalidad. Debe cumplir una función suprema (la satisfacción de las necesidades del ser humano y la cultura) seguida de sub-funciones variables. Si no cumple con este cometido, no es buen diseño, por lo tanto, no es bello. Falla a su ética-estética, aunque el resultado pueda producir placer visual (ontología que atiende específicamente la decoración, parte del arte y ciertas terapias).
Es aquí donde debemos aceptar que finalmente la ética es el esqueleto de un buen diseño. El alma que sostiene la forma, que cumple la función requerida. En esta analogía podríamos decir que la ética es el esqueleto, la función el sistema muscular que moviliza la forma y ésta es todo lo que te hace único para desenvolverte en un sistema exterior.
Pero tu colega te recrimina «¿ves? por tanta ética te estás quedando en los huesos: no se puede vivir bebiendo solamente té». Y remata «yo tengo una familia que mantener: si el cliente me pide que le ponga un pañuelo celeste con la inscripción “¡Toma aborto!” a la ametralladora infantil para cuya promoción me ha contratado, mi ética me obliga». Y tu mente se evade, antes de buscar debatir a su última frase, pensando en que su falla ética (lo que hace de su trabajo una auténtica porquería) está en asumir las palabras «si el cliente me pide que le ponga», ya que eso significa, sin duda alguna, que no estás hablando con un colega diseñador sino con un operador de software. El verdadero diseñador es el cliente en ese caso, pues, dirigiremos la última parte de este modesto ensayo sobre ética a aquellos diseñadores que sí diseñan.
Diseñar la comunicación visual conlleva una seria responsabilidad social. Incluso cuando realizamos proyectos o encargos eminentemente comerciales, al servicio del mercado más superfluo y consumista. Al decir esto tu «colega» se levanta y se va sin pagar la cuenta. Pagas la cuenta y redondeas la idea a la camarera que estudia diseño apasionada ante la posibilidad de hacer un producto mejor del que está ahí a la vista, en la calle.
Sí, este también es un oficio, una disciplina de concurrencia técnico-científica que además, como ciertas artesanías, exige sensibilidades excepcionales y un cúmulo de saberes específicos. Pero es una profesión y aunque no esté colegiada deberíamos acordar una tregua que nos permita seguir enriqueciendo esta historia, seguir evolucionando como profesionales críticos y brindar un mejor servicio a la sociedad.
Nos debemos a la sociedad y a la cultura en la que trabajamos. Sin ella no existimos ni existe nuestra actividad. Nuestra profesión cuenta con el potencial de persuadir, informar y/o educar a esta sociedad en su totalidad o segmentada. Nuestro trabajo puede convencer a un grupo humano de la «conveniencia» del suicidio grupal, puede informar falsamente sobre las propiedades beneficiosas de comer desechos tóxicos, puede colaborar en una educación sexista, xenófoba o clasista. ¿Podemos aceptar todo encargo, por pernicioso que sea, escudándonos en la subjetividad ética o en el placer individual que nos produce su creación estética?
Si practicáramos el oficio de herrero e hiciéramos una ventana en falsa escuadra o una mesa inclinada, estaríamos produciendo un daño pequeño a un solo cliente, lo que también sería pasible de juicio ético y tal vez deberíamos enfrentarnos a una demanda. Ese caso es similar al que se presenta si no cuestionamos al cliente (por genuflexión, impericia o el motivo que fuera) cuando nos exige o solicita que hagamos una pieza tal como a él/ella le gustaría que «luzca», a sabiendas de que será contraproducente para sus objetivos comunicacionales. Pero si aceptamos realizar cualquier tipo de trabajo, incluyendo los que sabemos (sospechamos o nos advierten) producirán un daño a nuestra comunidad o a una parte de ella, traspasamos el único e inequívoco límite que se puede dibujar para delimitar la ética, fuera de todo manifiesto o tratado: la bondad. Y habríamos fracasado también en nuestros ególatras objetivos estéticos.
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