¿En qué consiste diseñar experiencias?

Para comprender el diseño como creación de las condiciones de posibilidad para la construcción de experiencias se requiere efectuar previamente varias distinciones fundamentales.

Felip Vidal, autor AutorFelip Vidal Seguidores: 13

¿En qué consiste diseñar experiencias?
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Advirtió Jeremy Rifkin hace ya dos décadas, en su célebre libro La era del acceso, que en aquel entonces se estaba empezando a presenciar la aparición de un nuevo sistema económico basado en las relaciones de acceso a redes y no en el intercambio de propiedades. Asimismo, apuntó que se transitaría desde un comercio de naturaleza principalmente industrial hacia otro cultural. El arte, el turismo, los parques y las ciudades temáticas, la moda, la cocina, el deporte… se convertirían en la forma dominante de una actividad económica orientada hacia la comercialización de experiencias más que a la venta de productos industriales. En el futuro, el principal objeto de consumo serían las experiencias. Tal pronóstico fue, según comprobamos día de hoy, un certero diagnóstico de nuestro presente.

Salvo escasas excepciones, todos los aspectos de vida actual no son sino recursos para la explotación comercial. En su propósito de mercantilizar todos los ámbitos del quehacer humano, el sistema económico se ha expandido hasta aprehender la forma dominante y más característica de la actividad económica del capitalismo tardío: la vivencia de experiencias.

En cuanto consumidores, nuestro día a día transcurre asediado por ofertas que prometen vivir experiencias memorables: gozar de una Gourmet Experiencie, de la Camp Nou Experience Museo & Tour, y así, un largo etcétera. En este contexto, asalta una pregunta: si se consumen experiencias, ¿son éstas previamente diseñadas? Y, más concretamente, ¿cuál es el rol que ejerce el diseño en este contexto?

Tal vez, una posible respuesta sería señalar que el diseño, en su práctica, crea las condiciones de posibilidad para que sean posibles estas experiencias. Sin embargo, no sólo la tarea de diseñar experiencias, sino el propio término es ya de por sí problemático. Así, se impone empezar por una pregunta más fundamental: ¿qué cabe entender, desde el diseño, por experiencia?

Llegados a este punto, es fundamental advertir la existencia de una inextricable relación entre cualquier marca o producto y su experiencia. Así, lo diseñado no es únicamente el soporte de la experiencia sino que, de algún modo u otro, ésta contribuye a su propia construcción. La experiencia no reside ni en lo diseñado ni es tampoco un añadido efectuado con posterioridad al diseño. Vayamos por pasos.

En primer lugar, se propone afirmar que el diseño (como actividad) crea las condiciones para que tenga lugar una experiencia en el sentido de que ésta no está contenida definitivamente en el diseño (como resultado), sino que requiere la participación del consumidor en un imaginario acorde a unos códigos que permiten dilucidar las características de aquella experiencia.

El diseño no sólo consiste en la construcción de un un concepto concretándolo o materializándolo, sino que desarrolla a su vez las condiciones de posibilidad y el carácter auténtico de las experiencias que dicho concepto conlleva. El diseño crea soportes para que tengan lugar estas experiencias atendiendo a la recepción de los elementos diseñados por parte de los consumidores. O, dicho de otro modo, el diseño materializa las condiciones que harán posible experiencias concretas, subjetivas e individuales.

A partir de ahí, en segundo lugar, cabe precisar cuál es el papel del diseño a la hora de materializar esas experiencias. Una confusión frecuente es la relativa a si las experiencias son o no un añadido. Lo que está aquí en juego es si éstas experiencias son o no una cuestión de mero marketing.

Si bien es cierto que las corporaciones persiguen que la experiencia vinculada al consumo de la marca produzca emociones en el consumidor, ésta no se deriva meramente de un añadido adherido al producto. Así, aunque frecuentemente la literatura sobre marketing experiencial haya considerado el producto material como mero soporte al que se le «añade» una experiencia adyacente memorable –cuando no extraordinaria y auténtica– que estimule sus sentidos e imaginación, ello no significa de ningún modo que el producto devenga irrelevante.

Al contrario, la forma y la función, junto con la experiencia, son en cierto modo constitutivas u ontológicas del producto. Sin embargo, los manuales de marketing suelen habitualmente simplificar bastante dicha cuestión a efectos expositivos y de divulgación, al pretender proporcionar modelos, pautas y técnicas aplicadas centradas principalmente en el branding y la publicidad, y no tanto en una gestión global del diseño en la que el producto forma un todo consustancial con cualquier otro aspecto de la comunicación.

La experiencia no es un adorno. Cuando hablamos de diseñar experiencias incorporamos una visión global. La experiencia sería pues un elemento constitutivo tanto del sujeto como del objeto, de modo que ésta no sea ni un mero añadido al producto ni únicamente un intangible extraordinario.

Al contrario, el recurso a la experiencia formaría parte de la estrategia fundamental que adoptan las marcas en la actualidad: que el consumidor se adhiera mediante una suerte de proyección imaginaria a su mundo simbólico. Y, a su vez, todo ello impondrá, claro está, una determinada configuración formal peculiar a la propia marca, pero también al espacio e incluso a los envases y a los propios productos.

En definitiva, para comprender el diseño como creación de las condiciones de posibilidad para la construcción de experiencias, hay que tener presente previamente dos distinciones fundamentales. En primer lugar, hay que distinguir el diseño como actividad del diseño como resultado. Y en segundo lugar, exige diferenciar la experiencia como elemento constitutivo del diseño de la experiencia entendida como característica añadida a lo diseñado.

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