Diseño y política de productos
¿Cómo nacen los productos? ¿Qué factores garantizan su éxito en el mercado?
AutorAndré Ricard Seguidores: 498
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El papel del diseño es particularmente importante en aquellos países en los que la economía global no depende de los recursos naturales que poseen, sino de los productos que crean sus industrias transformadoras. En esos países los productos son la «punta de lanza» de su economía, productos que han sido generados como resultado de toda una infraestructura industrial y comercial. Son ellos los «valedores últimos» de los esfuerzos de todo un colectivo humano y de las inversiones que han necesitado para crearlos y producirlos; siendo así que de su éxito o su fracaso pende finalmente la prosperidad económica de aquel país, y esta de la creatividad a todos los niveles que poseen sus industrias.
Factores del éxito
Ante la importancia que tiene el producto en los países con industrias transformadoras, es decisivo que sus productos sean mercaderías acertadas y no un lastre invendible que acaba ahogando la economía de las empresas. Al margen de los medios publicitarios que se pongan en marcha, es siempre el propio producto el que, finalmente, será el mejor promotor de sí mismo. El producto ha de interesar a simple vista y luego, el servicio que presta ha de satisfacer a quien lo usa.
El éxito que consigue un producto en el mercado no es fruto del azar. La suerte puede favorecer a algunos, pero el éxito depende siempre de la calidad y cantidad de creatividad que se haya invertido en él. Creatividad a todos los niveles: a nivel del concepto, a nivel del diseño, a nivel de la promoción y distribución. Esta creatividad ha de estar presente desde el primer esbozo del proyecto y seguir hasta su presencia en el mercado. El éxito de un producto depende de la acertada concertación de tres factores básicos:
- la oportunidad de la idea
- la calidad del producto: funcional y formal
- una buena promoción y distribución
Como un sucede con un trípode, si uno de estos requisitos falla, difícilmente podrá mantenerse en pié. En este trípode, la contribución del diseño es decisiva en la segunda fase, resolviendo con acierto la función y forma del producto final.
La idea conceptual
Para que exista un «objeto» es necesario que antes se defina un «objetivo». La esencia precede siempre a la existencia. Antes de su «gestación», es decir del proceso a lo largo del que cobrará cuerpo un producto, hay una fase de «concepción» que define lo que se quiere conseguir. Esta fase conceptual orienta de un modo definitivo aquello que se va a crear. En el momento en que se verbaliza el objetivo, aunque solo sean palabras, se está marcando ya un destino. Muchos de los errores cometidos en esa fase conceptual son difícilmente recuperables luego. Cuando algo se enfoca mal desde un principio, ni su diseño, ni su posterior promoción lograran remediarlo. Algunos productos pueden fracasar simplemente por un error de base en la idea de partida. Y es que un producto no sólo se venderá en función de la calidad con que presta el servicio que ofrece, sino también de la oportunidad de ese servicio.
Aun cuando la idea generatriz la propone la empresa promotora, el diseñador —que sigue atento la evolución de las costumbres y anhelos del público— puede contribuir a perfilar el objetivo y evitar posible errores de planteo. Si bien la misión esencial del diseño es la de definir las formas para una óptima función y apariencia del producto, su intervención no debe limitarse sólo a esa fase conclusiva. Su colaboración en el proceso de creación de los productos industriales debe partir desde los inicios del proyecto. La propia orientación conceptual ha de realizarse con su participación activa. El punto de vista del diseño contribuye así desde el inicio, con su imaginación creativa al perfilado del «objetivo» que luego contribuirá a transformar en «objeto».
Siendo así que el proceso creativo ha de verse como una sola y única etapa, que se inicia con la sutil idea conceptual y culmina en la materialidad del producto terminado. En cada una de estas decisivas etapas la capacidad imaginativa del diseñador, así como su experiencia en tareas creativas de toda índole, suponen una contribución esencial, tanto para detectar con acierto las posibles mejoras como para elegir las soluciones óptimas que las faciliten.
La función de la apariencia
Las industrias transformadoras procesan materias primas y las transmutan en productos consumibles. Esta «metamorfosis» de materias en objetos de uso, genera productos útiles cuya forma externa es también juzgada por su valor estético, como la obra plástica que es. Al margen de la calidad de sus prestaciones los productos son de entrada valorados según su capacidad de agradar a primera vista. La apariencia de un producto no puede, pues, considerarse como algo secundario. Su forma ha de expresar equilibrio y coherencia, a la vez que ha de sintonizar con la sensibilidad del contexto socio-cultural al que se destina.
De modo que las formas de un producto, no sólo han de ser adecuadas a la función que se le pide, sino también resultar atractivas. Será su apariencia lo que primero se juzgará cuando el producto haga su aparición en el mercado. El ojo elije. La verificación de las cualidades de servicio que ofrece sólo se apreciarán después, en la práctica del uso, y sólo será posible usarlo si ha superado con éxito este primer enjuiciamiento visual que decide su compra. Es decir, que la «utilidad» que encierra un producto, esa capacidad de satisfacer, sólo será verificable si el producto ha sido previamente adquirido. En ese momento, el factor estético, la apariencia, priva sobre los factores racionales. Por esta razón ese primer coup d'oeil, esa ojeada decisiva, ha de lograr expresar por si sola un mensaje de calidad y de buen hacer.
Sintonía con la imagen del país
Para que un producto sea aceptado en un mercado global no solo se valoran sus prestaciones, su apariencia o su precio. Es también esencial que ese producto este acorde con la imagen que posee su país de origen. Los productos han de sintonizar con esa imagen. Cada país posee una imagen asumida que hay que tener en cuenta a la hora de lanzarse a crear un nuevo producto. No se pueden cambiar los papeles. Imaginemos sino ¡que opinaríamos de un whisky francés o de un perfume escocés! Cada país define una imagen propia que se ha ido forjando en función de sus posibilidades reales; es decir, que corresponde a su temperamento y a sus recursos. Sólo si se tiene en cuenta este aspecto, tiene un producto posibilidades de ser bien acogidos a nivel internacional. Una visión realista y lúcida es indispensable para no apuntar hacia objetivos irrealizables. En lo que producimos hemos de ser nosotros mismos, en vez de querer imitar a otros, esta será siempre la mejor política.
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