Diferenciación versus estandarización

El consumo de los objetos que diseñamos está atentando contra la vida en nuestro planeta.

Alejandro Bustamante, autor AutorAlejandro Bustamante Seguidores: 1

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La lógica de Henry Ford al crear su cadena de producción automotriz que da el puntapié inicial a la industria y al mercado tal y como lo conocemos, era la de entregar a los consumidores un producto de calidad que democratizara el acceso a la tecnología dado su bajo precio. Esa fue, entre otras, su genialidad empresarial: aumentar las ventas optimizando y estandarizando la producción «en serie» para bajar costos, producir más unidades y así, vender sus productos a nivel masivo. Sin embargo, según diversas encuestas realizadas en la época, momentos en que la venta de sus famosos Ford T en E.E.U.U. había crecido de manera sin precedentes (en los años veinte había uno cada once habitantes), un gran porcentaje de los núcleos familiares que adquirían estos vehículos, gente de clase obrera, no contaban en sus casas con artículos de primera necesidad. De hecho un gran porcentaje vivía en casas muy modestas. Curiosamente este fenómeno tiende a repetirse hoy en día en algunos estratos sociales, donde los consumidores se endeudan para adquirir, por ejemplo, grandes televisores de última generación u otros aparatos estético-tecnológicos y carecen en cambio, de dinero para solventar sus necesidades más acuciantes.

Pero volvamos a Ford. Luego de algunos años la venta de sus automóviles comenzó a bajar dado que su competencia instauró la política de ofrecer —aunque a mayor precio— un modelo nuevo de automóvil cada dos años. Después de un tiempo, y obligado por la creciente competencia, Henry Ford decide incorporar esta política a su empresa y crea modelos de automóvil que, aún siendo exitosos, no llegan a igualar el fenómeno de sus iniciales Ford T.

Se preguntarán a estas alturas por qué repito esta, supongo, archiconocida historia para la mayoría de ustedes. Pues bien, si intentamos analizar la situación actual, nos percatamos de que nuestro entorno objetual funcional, casi en su totalidad, surge como consecuencia de procesos industriales. Y no sólo eso, estos procesos se han depurado y optimizado a tal grado que llegamos a tener varios tipos de objetos que cumplen una misma función pero cuyo diseño difiere en algunos aspectos, ya sea agregando componentes estéticos o incorporando nuevas funcionalidades. Es decir, la estandarización se mantiene a nivel de producción, pero a nivel del consumidor la oferta de productos se incrementa exponencialmente (a diferencia de la industria Fordiana criticada en su momento por su sesgo monopólico, al vender exitosamente y durante varios años un solo modelo de automóvil). Este es hoy por hoy el escenario de mercado que enfrenta el consumidor y en el que los diseñadores industriales nos insertamos: la libre competencia basada en la diversidad.

¿Qué sucede entonces cuando existe una cantidad de opciones desmedida para adquirir objetos que cumplen, muchas veces, las mismas funciones? Lo vemos en la industria tecnológica, en la industria de la moda, en la industria automotriz. En general donde quiera que pongamos nuestra mirada encontramos objetos que son análogos a otros en función y cuyas diferencias radican esencialmente en su estética (su carcaza) y —reconozcámoslo— raramente en sus prestaciones. Esto que pudiese parecer exactamente lo que hoy en día hace prosperar a la industria y sostener la economía (la diversificación de la oferta para aumentar la demanda), es justamente el origen del desequilibrio natural de nuestro ecosistema, nuestro sistema económico y aparentemente, nuestro sistema de valores. La cultura de lo desechable, mejor conocida dentro del ámbito del comercio como «obsolescencia programada».

La apuesta dice que la diversificación del diseño y la variedad de precios democratiza al mercado, ¿pero es esto realmente así? Se podría decir que lo es dentro de la lógica del mercado, pero ¿y a nivel de usuario? Muchas veces nos encontramos con que hemos adquirido productos pensando en su utilidad o calidad e invertimos nuestro dinero en objetos que pasado un corto tiempo se transforman en desecho. Los mensajes publicitarios asociados a productos visten a estos de funcionalidades que nos son en muchos casos innecesarias al corto plazo y también nos pasa como usuarios que tarde o temprano volvemos a utilizar objetos que dábamos por obsoletos, debido a que son más simples de usar. Esto sin considerar las razones de compra puramente estéticas o de seguimiento de tendencias (modas). Es necesario a mi juicio, hacer una revisión de estas situaciones y plantearse la siguiente pregunta: ¿Cual es el rol de los diseñadores frente a la proliferación de objetos desechables en pos de la diferenciación basada en foráneos y cuestionables cánones estéticos y tecnológicos? ¿Será que tal vez a estas alturas de la disciplina, habría que cuestionarse al momento de proyectar no sólo el valor del diseño sino también la validación de éste en el mercado saturado en el que navegamos, entendiendo validación como la justificación de su real necesidad con vectores que no necesariamente tengan relación con la auto-perpetuación del mercado y las necesidades individuales, sino con la real mejora de la calidad de vida de los usuarios a corto, mediano y largo plazo?

El tema aquí es que, en el fondo, gran parte de los consumidores tal como en la época del Ford T compra, más que por necesidad, sencillamente porque puede (endeudarse) sin cuestionar necesariamente los alcances de sus decisiones de compra. Considero que un mercado con conciencia social pasa por el Diseño en tanto este ofrezca soluciones que normalicen más, al contrario de lo que sucede hoy en día. En la lógica de Einstein, que siempre usaba el mismo traje (tenía varios de ellos) y se justificaba diciendo que no quería perder el tiempo pensando en qué ponerse. Es mucho más fácil la gestión de residuos si estos son predecibles. Se podrían generar grandes iniciativas de producción sustentable trabajando con esta lógica. Tal vez el desafío radica más que en conseguir, muchas veces vanamente, la diferenciación, en plantear justamente todo lo contrario: la estandarización. Puede sonar muy categórico e incluso ilusorio, pero más vale planteárselo ahora que tener que hacerlo por obligación el día de mañana, cuando nos estemos ahogando en la basura.

Es importante para cualquier profesional crítico de su área y consciente de sus alcances, el cuestionarse el origen de la diferenciación en los productos y no sencillamente aceptarla como parte del mercado. Los consumidores en general no manejan el concepto del «gusto», más que como una manifestación espontánea de asociaciones mentales que remiten a ideas preconcebidas y muchas veces gatilladas a través de los mecanismos de promoción. Esta instrumentalización de una cualidad de la naturaleza humana con fines comerciales es desde ya cuestionable.

La obsolescencia mueve al mercado. Hoy en día nuestra cultura está supeditada a la poco ética política de la obsolescencia programada. ¿Cuánto tiempo más podremos equilibrar la balanza sin que nos pase la cuenta?

Preguntas

Según Ud. «un mercado con conciencia social pasa por el Diseño», en tanto este ofrezca soluciones contrarias al despilfarro, el derroche, etc. ¿Opina que la conciencia de un solo actor social, el diseñador, puede modificar el actual sistema de consumo?

La conciencia es la que, como factor modificador, actúa como engrane en todos los ámbitos del desarrollo. En este sentido el diseñador debiese jugar un rol fundamental aportando y pensando el diseño no sólo desde dentro de las parcialidades del oficio (tecnológicas y estéticas), sino que también integrando dentro de su propia metodología la idea del objeto como sistema complejo. Esto implica una responsabilidad que nuevamente a través de la conciencia, explora y resuelve las variables cualitativas y cuantitativas que muchísimas veces no están integradas dentro de las metodologías para el diseño, en tanto tendemos a desligarnos de los objetos una vez desarrollados. Es claro que esta tarea no puede recaer íntegra sobre el diseñador, sin embargo la trazabilidad de los objetos sí es posible proyectarla desde el tablero sumando a ello la investigación en el diseño y cómo este impacta en sus múltiples frentes de influencia. Esto tiene que ver con sustentabilidad, racionalidad de los productos y procesos, conciencia social, responsabilidad con el medio y sobre todo con un sentido sutil del tiempo que vivimos, como una especie de alarma de caducidad de nuestra actual forma de vida.

El asumir este desafío actualmente es, más que un imperativo ético, un requisito sine qua non para que podamos hablar responsablemente de «buen diseño». Para ello esta cadena organizada de responsabilidades debe ser compartida tanto por diseñador como por mandante, pero también por distribuidores y empleadores, por las manufactureras y plantas de reciclado y finalmente por el usuario.

El desafío final que recae entonces sobre los diseñadores es que sus diseños proyecten en todas sus dimensiones su concepción racional (en el sentido de la sustentabilidad y racionalización de la energía que consumen) y al mismo tiempo faciliten los pasos de cada uno de los ciclos que su vida útil (e inútil) considere.

Si un diseñador industrial propone a su cliente o empleador un proyecto sustentable y se lo rechazan porque necesitan un producto con la obselescencia programada (porque si no no le cierra la ecuación económica), ¿qué actitud debe tomar el diseñador? ¿Debe renunciar a la tarea?

La obsolescencia programada es uno de los vicios del sistema impuesto por el mercado. Por un lado obliga al usuario a tener que asumir la responsabilidad de desechar los objetos cargándolos con una responsabilidad de la cual el productor y el resto de la cadena de desarrollo del producto en cuestión se desligan, en la mayoría de los casos totalmente. Por otro lado dificultan a los usuarios abrazar la tan necesaria cultura de la sustentabilidad ya que sistemáticamente impiden el uso de alternativas sustentables al invadir los mercados haciendo prácticamente imposible la competencia. Este dilema al que se ve enfrentado tarde o temprano el diseñador (diseñar para este sistema) es justamente la piedra angular de la crítica al diseño que surge desde realidades tan complejas como el calentamiento global y el daño al ecosistema en general. Sin embargo considero que el diseñador debe asumir una postura que no lo margine del concierto actual, ya que al hacerlo se resta de las posibles soluciones que podría aportar. En esto es crucial la investigación de nuevas alternativas, por ejemplo de materiales y procesos, que puedan paliar de alguna forma los estragos producidos por los productos que son sistemáticamente lanzados al mercado sin medir las consecuencias. La racionalización del diseño y la gestión de recursos son algunos de los ítems que pueden aportar a, si no eliminar el problema, por lo menos a atenuarlo. Todo esto mientras trabajamos para que el paradigma cambie.

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