Del objeto-útil al útil-objeto
Descargados de su responsabilidad funcional, los objetos-útiles aparecen como simples fenómenos formales cuya morfología se aprovecha para expresar un determinado mensaje.
AutorAndré Ricard Seguidores: 498
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Si observamos la evolución del comportamiento del hombre en su relación con los objetos que configuran su entorno íntimo y cotidiano, es decir, con todas aquellas cosas que necesita para instrumentar su vida, vemos cómo esta relación está experimentando un cambio muy sensible. Parece como si las prestaciones utilitarias que las cosas facilitan ya no sean un factor tan esencial. Posiblemente estemos entrando en una nueva era en la que los objetos-útiles no se adquieren y valoran por el servicio que prestan, sino, sobre todo, por aquello que significan. Y no porque ya no se les exija un valor de uso, sino que la utilidad se da por sobreentendida y como tal no se valora. Siendo la mera utilidad considerada como obvia, se imponen, en su lugar, nuevos valores. La función útil subsiste, por supuesto, en el objeto-útil, pero ya no resulta el factor primordial.
En esta era hiper-tecnológica en la cual hemos entrado —en la que se amplía cada día el campo de conocimientos—, hemos llegado a suponer que todo es posible, que no hay función que no pueda lograrse, que solo basta proponérselo, que la propia dinámica del progreso le permite al hombre lograr cualquier objetivo funcional que imagine. Quizás esto llegue a ser verdad, pero lo que no parece tener duda es que ya actuamos como si lo fuera. Esta nueva actitud en nuestra relación con los objetos proviene, sin duda, del hecho de que nos hallamos en una época en la que los valores funcionales de las cosas se dan por resueltos y, en consecuencia, carecen totalmente de interés.
La función ha perdido su magia, ha dejado de maravillarnos. Son pocos, escasos, los ingenios que puedan sorprendernos. Si ahora nos dijeran que ya existe un ordenador capaz de escribir en papel lo que nuestra mente piensa, nos parecería posible. Hoy todo nos parece factible.
Así, la utilidad, que fue el punto de partida y justificación de los objetos útiles, ha perdido su carga apreciativa. Han ido surgiendo otros valores sobre los cuales basar una calificación y clasificación de los artefactos. Actualmente el objeto, incluso el puramente utilitario, se valora de acuerdo con otros parámetros. De hecho, estos parámetros no son estrictamente nuevos, pues existen en la cultura humana desde sus inicios. Lo nuevo está en su aplicación a un área que hasta ahora les era totalmente marginal. Desde siempre han existido cosas cuyo «uso» era precisamente significar. En los abalorios prehistóricos o los ornamentos sacros, el signo era la función. Lo peculiar de nuestra era consiste, por lo tanto, en el desbordamiento del factor signo hacia aquellas áreas en las cuales el objeto debiera justificarse esencialmente por el factor utilidad. Actualmente, el objeto-útil se juzga, sobre todo, como un símbolo iconográfico cargado de significado. Es una consecuencia lógica de esa desconsideración hacia la utilidad que hemos apreciado.
Descargados de su responsabilidad funcional, los objetos-útiles aparecen como simples fenómenos formales cuya morfología se aprovecha para expresar un determinado mensaje; de tal modo que se inserten en el mundo simbólico que cada sociedad genera. Todo lo que vemos puede ser vehículo de significados. Los objetos que conforman nuestro entorno no son ajenos a este fenómeno. Existe un verdadero lenguaje de las formas, del mismo modo que existe el de los signos. Como todo lenguaje, también este se establece en torno a un código de convenciones establecidas, propias de determinado contexto socio-cultural. Aunque este lenguaje posee un territorio propio, también puede ser compartido por más de un grupo social o cultural. Es mediante este lenguaje connotativo cómo las cosas, incluso las más útiles y elementales, nos «hablan», actualmente, de algo más que de su propia función.
Hoy las cosas «dicen cosas» sobre sí mismas y sobre quienes las poseen. Ninguna escapa a esta clasificación; incluso los objetos más austeros, creados sin otra pretensión que la de servir discretamente, emiten un mensaje al ser reciclados por un determinado contexto cultural. Así, la creciente importancia que adquiere este mensaje, va reforzando, a su vez, el valor significativo de las cosas hasta el extremo de que se llega a «utilizar» un objeto-útil más por su valor significativo que por el servicio real que ofrece. La calidad el servicio resulta en muchos casos menospreciada, exigiéndose, en cambio, una inequívoca significación simbólica ajustada a los códigos vigentes. Será precisamente por este valor añadido extra-utilitario por lo que las cosas útiles acaban valorándose y negociándose. El «objeto-útil» se ha vuelto «útil-objeto». O bien «objeto-objeto», si se prefiere.
Es difícil detectar la incidencia que este fenómeno pueda tener en la evolución de las cosas. Quizá sea simplemente una tendencia pasajera o, por el contrario, llegue suponer un cambio decisivo en nuestra manera de considerar la cultura de lo material.
Al margen de lo que una lectura antropológica de largo alcance pueda hacer de este fenómeno, un análisis presente e inmediato, hecho desde una perspectiva creativa, no resulta francamente favorable. Para justificarlo tanto desde una perspectiva intelectual como económica suelen esgrimirse valores positivos subyacentes. Sin embargo, lo que aparece diáfano en la superficie, sin tener que hurgar en los argumentos discutibles de una supuesta contra-cultura o un keynesismo actualizado, no vaticina efectos positivos ya que no supone aportación real alguna a la cultura material.
Uno de los riesgos que esta posibles nueva relación con las cosas útiles encierra, es el de que, ante tal magnificación de su valor simbólico e iconográfico, se llegue a producir una desatención de la utilidad y se frenen la paulatina evolución de las cualidades funcionales básicas que a pesar de todo siguen siendo la razón de ser «existencial» de los objetos-útiles. Y esto no es hacer futuro-ficción, pues ya está ocurriendo. Veamos, si no, esos muebles y enseres en los cuales la función útil se desvanece y solo aparentan serlo. La coartada cultural, vanguardista, tras la cual se escudan quienes los crean o promueven, no me parece satisfactoria. Más bien parece encubrir un fácil recurso creativo para quienes ya no saben como rizar el rizo, hábilmente apoyados por una industria en crisis, necesitada de nuevos derroteros por donde canalizar mercancías.
No es aceptable la teoría de que todo ya está dicho, y que, por lo tanto, nos perdamos en floritura. No es cierto que lo único que puede hacerse con la sola forma lógica y coherente de un objeto es disfrazarla; que la forma pura ya ha resuelto todo lo que podía resolver; que ahora solo podemos volverla a tomar para hacer variaciones en torno al tema. Es cierto que a lo largo de los muchos siglos de la historia cultural de la humanidad se han ido perfilando magistralmente la mayoría de objetos útiles que aún hoy necesitamos en nuestra vida cotidiana. Es cierto, que, por consiguiente, al estar cubiertas estas necesidades esenciales, existen menos posibilidades de producir por medio de la sola forma alguna variante inexplorada. Es cierto que, a medida que se han ido resolviendo más enseres con soluciones formales simples, resulta más difícil avanzar en esta vía.
Pero también lo es que aún quedan posibilidades por explorar, y que no será por medio de estas piruetas exhibicionistas que las hallaremos. Es verdad que, en sus funciones esenciales, la vida del hombre moderno es muy similar a la del hombre primitivo y, por ello, los enseres sabiamente perfeccionados por generaciones de usuarios y de artesanos siguen siendo válidos, y en muchos casos inmejorables. Pero siempre ha de existir la posibilidad de aportar a las nuevas necesidades específicas de nuestro tiempo soluciones con el mismo nivel de depuración y sobriedad de medios, o solo posibles con los nuevos materiales y técnicas de elaboración.
De la misma forma en que denunciamos la hiper-tecnificación, que tiende a motorizar innecesariamente funciones que se resuelven perfectamente por medios manuales, también hemos de denunciar y resistirnos a folklorizar o travestizar estos nobles enseres básicos que conforman nuestro más íntimo entorno cotidiano. Nuestra época también ha de ser capaz de aportar algo sensato y positivo, por modesto que sea, a la cultura genuinamente humana, hecha de ingenio y sobriedad. Creo que en un mundo en el cual la alta tecnología científica está desbancando en la creación de nuevos productos la ingeniosidad de las soluciones simples, el diseñador sigue siendo el único creativo capaz de demostrar que aún existen muchas cosas por descubrir, destinadas a mejorar nuestra calidad de vida con la sola evolución de las formas, usando para ello un mínimo de tecnología y un máximo de sentido común.
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