Ambigüedad y verdad
«Hacer las cosas claras». Suena fácil: identificar la audiencia, comprender sus deseos, apelar a sus intereses, eliminar lo irrelevante y favorecer la «comunicación efectiva». Bueno… es posible que no sea tan fácil.
AutorMilton Glaser Seguidores: 557
TraducciónFlorencia Rodriguez Daniel Seguidores: 10
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Hace algunos meses leí un libro de Leo Steinberg llamado «Incessant Last Supper» (La última cena incesante), basado en la que podría ser la obra más grande de la pintura occidental, «La última cena» de Leonardo Da Vinci. Siempre me ha gustado mucho ese cuadro y lo he admirado durante medio siglo, desde aquella estampita que compré en el jardín de infantes. En 1951, pocos años después de la Segunda Guerra Mundial, visité por primera vez la obra. Estaba en muy mal estado, cubierta de moho y suciedad, y oscurecida por siglos de desgaste y malas restauraciones —sin embargo, el genio que Leonardo invirtió en el trabajo se percibía y no se podía negar. Tuve la oportunidad de visitar Milán con frecuencia por estar haciendo mucho trabajo para Olivetti (en aquellos tiempos, una de las empresas más progresistas de la industria europea). En los ochentas ellos iniciaron una restauración completa de la pintura. Tristemente, Olivetti ya no es un extraordinario ejemplo de cómo una empresa puede tener buenas acciones y ser un negocio rentable.
En uno de mis viajes a Italia, me arreglaron una visita a la pintura en su proceso de restauración. Una matrona de mediana edad con un traje marrón, concentraba su atención en la cara de Cristo, bien alto, subida a un andamio armado al lado de la pintura. Digo pintura en lugar de fresco, porque como muchos saben, «La última cena» fue un experimento en el uso de pigmentos no probados y aglutinantes en los que Leonardo estaba interesado. Esa es una de las razones por las que el trabajo se ha deslucido tanto desde su creación. La doctora Pinin Brambilla Barcilon, quien tuvo la increíble responsabilidad de hacer la restauración ella sola, me subió al andamio a su lado, a pocos centímetros de la cabeza de Cristo (el centro de la pintura, hacia el cual todas las formas convergen). No puedo describir mi emoción cuando me di cuenta del privilegio de observar el trabajo de Leonardo desde un punto de vista que pocos tendrán.
La cabeza era una composición puntillista de pequeños puntos y fragmentos de color que se disolvían en una abstracción a medida que uno se acercaba. La doctora Brambilla estaba sentada detrás de un instrumento óptico que iluminaba una pulgada cuadrada de la superficie de la pintura por vez (un día de trabajo) mientras miraba a través de una lupa. Sus principales herramientas eran: un escalpelo, un hisopo, jabón y agua. Capa por capa limpiaba la suciedad, ceras, barniz y retoques de pintura de siglos. Traté de imaginar qué pasaría por su mente, teniendo en cuenta que, si se pasaba con el hisopo, el más precioso fragmento de pintura se perdería irremediablemente. Así como estaba, una vez removidos cuidadosamente los múltiples retoques, sólo quedaba la mitad del pigmento original de la cara de Cristo. Después de revelar el fragmento real de Leonardo, la doctora Brambilla le aplicaría una fina capa de acuarela neutra alrededor para unificar la imagen.
Mientras lo miraba, me di cuenta de que re-crear la imagen en la mente, a partir de los pedacitos y porciones que quedan, hace que el trabajo sea aún más evocador que lo que podría haber sido originalmente, un punto al que quiero llegar un poco más adelante. Desde entonces he vuelto a visitar varias veces esta sublime obra maestra al nivel del piso, y recomiendo hacer lo mismo porque la pintura y el espacio que la define son irreproducibles. La primera cosa que se observa es que los preconceptos comunes sobre el estilo de Leonardo son puestos en duda: no es oscura y definida por un dramático claroscuro; por el contrario se acerca más a una pintura impresionista, llena de fragmentos de azul cielo, blanco y rosa. A pesar de todo eso, nunca entendí por qué la obra era tan fundamental hasta que leí el notable libro de Leo Seinberg.
Pero, ¿qué tiene que ver ésto con marketing o comunicación? Ténganme paciencia.
La pintura es una muestra de cómo funciona el cerebro y una revelación de cómo las creencias condicionan nuestro sentido de la realidad. No es un intento de ilustrar un momento en el tiempo. Esto era, aparentemente, demasiado simple para Leonardo. Si nos acercamos a la obra con la idea de que ilustra la frase «uno de ustedes me traicionará», todas las figuras en la pintura responden a esa frase asumiendo poses que expresan claramente sorpresa y repulsión. Uno de los principios de la comunicación en el renacimiento era que la posición de las figuras revelaba carácter y emoción. Por otro lado, si cambiamos el mensaje por la institución de la Eucaristía, «Tomad y comed: este es mi cuerpo», el sentido de los gestos de los apóstoles se revela ante el observador como el primer llamado a la comunión. Dos ideas completamente diferentes en dos momentos distintos que convergen simultáneamente.
Este mural está lleno de contradicciones irreconciliables. La mesa es demasiado larga para el espacio que ocupa, y a la vez demasiado pequeña para que entren todos los apóstoles. Cristo está demasiado grande (asombrosamente esto casi nunca es observado), de modo que resulta tan alto como Mateo y Bartolomé que están parados. Como Leonardo quería decir dos cosas diferentes al mismo tiempo, la pintura se puede leer de izquierda a derecha, donde los apóstoles de la izquierda sólo oyen el anuncio de la traición y los de la derecha responden al tema de la eucaristía. Por otro lado Cristo también nos habla directamente a nosotros con su naturaleza dual expresada en sus dos manos: su derecha nerviosa refiriéndose al plato de la traición y a la copa de vino; su izquierda ofreciendo el auto-sacrificio redentor. Es importante comprender que los apóstoles no son conscientes del gesto completo. Después de todo, ellos ven a Cristo de perfil. Sólo nosotros podemos observar cómo todas las formas de la pintura convergen en la forma triangular de Jesús para representar su divinidad.
Por supuesto, para nosotros la pregunta es ¿por qué la mente más lúcida de la historia de la humanidad aplica tanta ambigüedad en una obra que pretende conmover a sus observadores? Justamente, ambigüedad es un término militar que significa atacar desde dos flancos al mismo tiempo. La respuesta puede tener que ver con la forma en que procesamos la información. El cerebro humano es un órgano de resolución de problemas, una característica que probablemente es la razón central de nuestro domino sobre las otras especies. El cerebro se mantiene inactivo hasta que se le presenta un problema. En el caso de la última cena, la profunda ambigüedad que contiene alerta y estimula al cerebro a la acción. Da Vinci creía claramente que la ambigüedad era un medio de llegar a la verdad. Como resultado, la pintura nos moviliza hacia una forma más profunda que cualquier enunciación directa.
Sugiero que todos los que estamos involucrados en la comunicación de ideas a otros, aprendamos mucho de Leonardo. Por supuesto, la verdad de «La última cena» se ha ido revelando por siglos y nuestro trabajo debe ser comprendido en segundos. Cinco siglos después otro genio, Pablo Picasso, dedicó muchos años a representar figuras desde diferentes puntos de vista al mismo tiempo, comprendiendo que todo punto de vista individual es una representación limitada.
Antes de continuar me disculpo con Leo Steinberg por reducir sus brillantes observaciones a una proposición simple.
En nuestra práctica frecuentemente aplicamos una cuota elevada del principio de ambigüedad para crear un rompecabezas que la audiencia pueda resolver en poco tiempo. Claramente, el período de tiempo entre la observación de algo y su comprensión es definitorio: cuando es demasiado corto el observador no se involucra, y cuando es demasiado largo se distrae y en ocasiones hasta puede dar lugar confusiones y resentimiento.
Dado que la ambigüedad parece ser en ocasiones una herramienta de comunicación poderosa y fundamental, la pregunta que surge es ¿cómo se relaciona todo esto con decir la verdad? Por supuesto, la verdad nunca ha sido fácil de determinar y podría decirse que actualmente la verdad se ha vuelto más evasiva que nunca. Sin embargo, debemos comenzar con el presupuesto de que decir la verdad es esencial para la supervivencia humana.
Hace unos cuantos años en un vuelo de Las Vegas a Dallas una azafata apareció en el pasillo del avión con una bandeja de toallas tan calientes que echaban vapor. Mientras se me acercaba, noté que el vapor provenía en realidad de una copa que estaba al lado de las toallas.
—¿Qué es eso?— le pregunté a la azafata (más tarde me enteré de que era maestra de jardín de infantes y abuela).
—Hielo seco y agua— respondió ella.
—¿Es para simular la situación?—, le pregunté.
—Sí—, respondió.
Por alguna razón siempre recuerdo esa breve conversación. ¿Qué significa que un vaso congelado con hielo seco sea usado para simular el vapor de las toallas en un viaje en avión? ¿Puede esa pequeña decepción beneficiar a la aerolínea o a los pasajeros? ¿Dónde habrá surgido la idea? ¿En unas sala de reuniones? ¿En la agencia de publicidad? ¿En el mismo vuelo? ¿Creerá la aerolínea que simular el vapor de las toallas calientes sugiere que cuentan con una buena política de servicio al cliente? ¿Qué pasa con el pasajero de la última fila de asientos cuando le entregan una toalla fría, mientras el resto está echando vapor sin parar? ¿Duda de su propio sistema nervioso? ¿Cree que tuvo un infarto? ¿Por qué me siento incómodo con todo esto? ¿Por qué siento que se está haciendo daño?
Una vez hice un test llamado «El camino al infierno». Acababa de terminar de ilustrar una sección de «La divina comedia» de Dante para una editorial italiana. Cuando recibí el pedido me puse triste porque me asignaron como tema «el purgatorio» y no «el infierno». Como ilustrador, el infierno siempre me había parecido más interesante. Francamente, no comprendía bien la diferencia entre el infierno y el purgatorio. Como es sabido, la diferencia es que los que van al infierno no saben por qué están allí y están condenados a permanecer por siempre. En cambio, los que van al purgatorio sí saben cuáles son sus pecados y, consecuentemente, tienen la posibilidad de salir de allí elevándose a un plano superior. Al enterarme de eso el purgatorio se volvió más interesante para mi, en parte porque es donde muchos de nosotros estamos en este momento. En cualquier caso, la conciencia de lo que realmente hacemos en la vida es motivo de reflexión.
«El camino al infierno» es una serie de preguntas que se vuelve más difícil a medida que se va profundizando:
- ¿Diseñaría Ud. un envase para que aparente ser más grande en el estante?
- ¿Un anuncio para una película lenta y aburrida que la haga ver como una comedia alegre?
- ¿Una etiqueta de vinos que sugiera que una nueva bodega ha estado en el negocio durante mucho tiempo?
- ¿Una cubierta de libro cuyo contenido sexual resulte repulsivo para usted?
- ¿Una campaña de publicidad para una empresa de la que se sepa que discrimina a las minorías?
- ¿Un envase para un cereal para niños que tenga bajo valor nutricional y alto contenido de azucar?
- ¿Una línea de camisetas para un fabricante que produce con mano de obra infantil?
- ¿Una promoción para un producto dietético que no funciona?
- ¿Un anuncio para un candidato político cuyas políticas Ud. considera dañinas para el público general?
- ¿Un folleto para un vehículo todo terreno que vuelca con más frecuencia que los otros y que causó la muerte de 150 personas?
- ¿Un aviso para un producto cuyo uso continuo puede causar la muerte?
Cuando le hice esta prueba a estudiantes de entre 21 y 28 años descubrí que, en un grupo de veinte, tres o cuatro de ellos estaban dispuestos a recorrer todo el camino. Es decir, participar en la publicidad de productos cuyo uso podría causar la muerte. Se trataba de gente joven que aparentemente hasta ahora no se había corrompido por el dinero o la vida profesional. Sin embargo, estaban dispuestos a cruzar la línea y dañar a su propia familia, amigos y vecinos.
El otro día, en el campo, se me ocurrió hacer una ensalada griega para almorzar. No es temporada de tomates pero tenía algunas buenas cebollas, pimientas, pepinos y también un trozo pequeño de queso, algunas aceitunas excelentes, aceite de oliva y orégano griego. Mientras agregaba el queso a la ensalada observé la etiqueta de información nutricional. Decía: «70 calorías por porción». «No está mal», pensé y desmenucé el queso sobre la fuente. Algo me hizo examinar la etiqueta otra vez. Debajo de la leyenda «número de porciones» decía: «7». Acababa de agregar 490 calorías a un almuerzo dietético para mi esposa y para mi… y me pregunté ¿cómo es que un dedal de queso se convierte en una porción? La respuesta es conocida.
Después del almuerzo encendí el televisor para ver un partido. Un anuncio de una pomada verde repugnante para tratar la artritis, mostraba a una joven mujer sonriente que testimoniaba sobre la eficacia de la medicación. «Apenas podía mover los dedos», decía, «y ahora puedo mecanografiar por horas sin ningún dolor». Al pie de la pantalla en tipografía apenas visible en cuerpo 6, aparecía la frase: «los resultados pueden variar en cada individuo». ¿Podría haber elegido ejemplos más comunes para referirme a las mentiras que experimentamos diariamente? Quizás no, pero la verdad es que vivimos sometidos a miles de malas interpretaciones de ese tipo. Tan penetrante es la cultura de pequeñas distorsiones que ya no podemos identificarlas como mentiras. Citando a Mc Luhan, «El pez en el agua no sabe que está en el agua», sin embargo estas embestidas han cambiado nuestra mente y nuestra percepción de la realidad y de la verdad.
Muchos de nosotros estamos en el negocio de la transmisión. Si bien no somos quienes dan origen a los contenidos que transmitimos, somos parte esencial en la comunicación de ideas al público, que es afectado por la forma en que decimos. ¿Decir la verdad es un requisito fundamental de este papel que desempeñamos? ¿Hay diferencia entre engañar a un ser querido y mentirle a gente desconocida? Una de las cosas que hace más fácil mentir, es pensar a la audiencia como consumidores más que como ciudadanos. El consumidor pertenece a otra especie, y en la vida profesional se lo suele pensar como el «otro». Citando a Elaine Pagels en su libro «The Origins of Satan» (Los orígenes de satanás), «La práctica cultural y social de definir a cierta gente como ‘otros’ en relación al propio grupo ha de ser, por supuesto, tan antigua como la humanidad misma». Mientras el marketing se obsesiona por estudiar el comportamiento de los grupos, generalmente no se concibe a esos grupos pensando en los propios padres, madres, hermanas o amigos. Eso haría el trabajo mucho más complejo. Al contrario, esos grupos son pensados como «mercados» con características generalizadas, lo que hace que manipularlos parezca éticamente aceptable. Una cosa parece constante: a mayor distancia psicológica más fácil es la tarea de persuadir a la gente para que actúe en contra de sus propios intereses.
El problema es más grave que nunca. Hoy, dada la agresiva distorsión de la verdad y la realidad que impregna nuestra vida personal y laboral, no es casualidad que Karl Rove, un hombre brillante del marketing esté al lado del Presidente de Estados Unidos, el hombre más importante de Washington y probablemente del mundo.
Lo que es verdaderamente aterrador es el nivel en el que la mentira ha llegado a considerarse aceptable en nuestra vida pública. No estoy seguro de cuándo fue que la idea de «ensalzar» reemplazó a «mentir», pero es un indicador de cómo el lenguaje se ha vuelto una forma de desviar y torcer la realidad. Pareciera que estamos inundados de mentiras en el trabajo, en el gobierno, y en casi toda institución que tradicionalmente considerábamos una fuente de confianza. Nuestro gobierno ha emprendido una investigación para determinar si las atrocidades realizadas en Abu Ghraib fueron aleatorias o sistemáticas. Sería igual de importante que hicieran estudios para determinar si la mentira ha llegado a ser sistemática en Estados Unidos y sobre la forma en que el gobierno nos habla. El ultraje público causado por las mentiras del gobierno y las empresas es muy preocupante, y puede ser un indicador de la cómo el sentido de la verdad en Estados Unidos ha sido deformado profundamente por el más persuasivo medio educativo: la publicidad.
En realidad funciona de dos maneras: la publicidad afecta nuestra relación con el gobierno y la influencia del gobierno afecta nuestra forma de entender la publicidad. Un anuncio reciente sobre homofobia de Anheuser-Busch (nada que ver con el Presidente), además de caracterizar a Miller como una cerveza «para mariquitas», sacó a la luz que Cervezas Miller pertenece a una empresa sudafricana, haciendo un paralelo con el destape del caso de la agente de la CIA Valerie Plame, disparado por su propio marido cuando dijo la verdad sobre los materiales nucleares que estaban siendo enviados desde Nigeria. Según recuerdo esa fue la primera vez que el patriotismo de un competidor ha sido cuestionado, a fin de promover las ventas de cerveza. El marketing puede ser muy desvergonzado.
Los políticos y los empresarios han re-descubierto el poder de la vieja idea de Lenin de que una mentira repetida muchas veces, se convierte en verdad. Ese oscuro supuesto lanza dudas sobre Estados Unidos y sobre todo el mundo, y pone en peligro a la misma democracia. Cuando la gente cree que su gobierno le miente sistemáticamente se vuelve cínica. El cinismo y la apatía generan un sentimiento de impotencia que hace que la gente se retire de la vida pública. No es coincidencia que vote menos de la mitad de del electorado estadounidense. Si sólo el 44% vota y las ideologías se dividen por igual, significa que el 20% del electorado controla los destinos del país. Esto se ha convertido en un serio peligro para el futuro de la democracia, que sólo puede describirse como un «escándalo sistemático». Cabe señalar que quienes están en el poder han hecho muy poco para cambiar la situación, lo que plantea una última pregunta: Desde el punto de vista del gobierno de Estados Unidos, ¿los ciudadanos hemos pasado a ser el «otro»?
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