Un oficio poco reconocido
Reflexiones acerca del novel diseñador gráfico y su lamento por la sub-valoración de su oficio, la cual percibe como generalizada en la sociedad.
AutorDaniel Silverman Seguidores: 52
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Un tópico común en las charlas de los jóvenes diseñadores gráficos es el desconocimiento de su oficio por la mayoría de la sociedad y, por lo tanto, de cierta sub-valoración de su trabajo. La queja es recurrente, se repite con cada nueva camada de egresados: muchos renegarán de estudiar años sólo para ser considerados operadores de software o maquilladores gráficos. Así planteado, este conflicto puede resolverse comprendiendo primero sus orígenes para luego emprender acciones correctivas.
Las causas de la falta de reconocimiento
Un posible motivo es un aspecto inherente a la disciplina. El diseño gráfico suele parecerse a un árbitro de fútbol: si hace bien su tarea, pasa desapercibido. Por ejemplo, cuando el común de la gente lee un libro no tiene en cuenta las decisiones tomadas sobre el kerning o el espaciado. Los usuarios de un producto diseñado no se detienen a pensar en cómo fue diseñado, y está bien que así sea. Cuando el diseño es protagonista, probablemente ha mutado a decoración o no está cumpliendo correctamente con su objetivo comunicacional.
Sin embargo, para muchos la principal causa del problema es la masividad del software de diseño. Quien tenga una computadora está en condiciones de elaborar un producto gráfico y esto, en principio, atentaría contra la profesión. Vulgarmente expresado, el argumento es que «cualquiera con una PC se dice diseñador». Si esto fuera así, sería un problema exclusivo del campo gráfico ya que nadie por saber manejar Word se autodenomina periodista, ni quien sabe de Autocad se dice arquitecto, por citar un par de ejemplos.
Por esto propongo que, en vez de cuestionar a nuestro amado oficio o criticar la accesibilidad de las herramientas digitales, dirijamos una mirada crítica hacia nosotros mismos. Si poca gente entiende nuestras verdaderas capacidades, si el oficio es percibido solamente como un conjunto de habilidades digitales, quizás las causas del desprestigio resultante estén en los propios diseñadores.
¿Qué podemos hacer?
Si mi hipótesis es correcta y somos el origen del problema, la solución también estaría en nosotros. En este sentido, presento para consideración de los colegas las siguientes reflexiones:
- Diseñemos para la comunidad: Señalemos los problemas cotidianos del común de la gente y hagamos un aporte. Si la línea de transporte colectivo azul no se distingue de la celeste o si no se nota su número, estamos frente a un problema que podemos solucionar. Y más aún, ¿no se podría poner el número de la línea también en la parte de atrás del ómnibus a fin de evitar corridas innecesarias? La calle está llena de problemas de diseño que merecen nuestra atención.
- No hay clientes pequeños: Hablo de clientes, no de cuentas (eso es otro cantar, propio de los contadores), en el sentido de que cualquier oportunidad es buena para diseñar. Los grandes diseñadores hablan con pasión tanto de sus megaproyectos como de las tarjetas de cumpleaños que diseñaron para sus sobrinas. Si el universo de nuestros clientes se diversifica, el oficio será más conocido y entendido.
- Seamos expertos: Somos herederos de más de 500 años de tradición tipográfica y tenemos la responsabilidad de dominar las reglas de ortotipografía y composición tipográfica. Lo mismo vale para las teorías del color y de la composición. Al compartir este saber con los clientes, les estaremos brindando elementos para distinguir un buen diseño de otro mediocre.
- Diseñemos en vez de decorar: La decoración puede gustarnos o no, pero, a diferencia del diseño, siempre se nota. Y de manera opuesta a éste, la decoración ocurre al final de un proceso. Estemos atentos para no ser relegados a la última etapa de un proyecto. Tratemos de sumarnos al principio (aún cuando no seamos convocados) con propuestas conceptuales, de planificación y de estructura.
- Empleemos un léxico técnico: Usar el argot propio de la profesión la jerarquiza y separa al idóneo del aficionado. No se trata de marear a los clientes ni encriptar lo que deberían entender, sino de educarlos en aras de la claridad y la precisión.
Lo interesante de estas propuestas es que para implementarlas no dependemos de nuestra habilidad con los programas o de la potencia de un procesador, sino de nuestra cultura, empatía e intelecto. Basta con sensibilizarnos con los problemas de diseño de nuestra sociedad para explicarles a nuestros vecinos, afectos y compañeros de gimnasio cuál es nuestra propuesta de solución; aún cuando no tengamos los medios ni canales para implementarla.
Si los muertos en calles y rutas no dejan de aumentar, podemos aportar a la seguridad explicando las falencias de las señales viales y proponiendo alternativas superadoras. ¿Quién mejor que un diseñador gráfico para diagnosticar y solucionar los problemas de legibilidad, dimensión, morfología y ubicación de esas señales? Divulguemos que además de avisos también estamos en condiciones de diseñar manuales de instrucciones fáciles de comprender, libros más legibles, periódicos barriales mejor organizados, material educativo más claro.
En definitiva, propongo que no dejemos de ser diseñadores al salir de la oficina, que pongamos nuestras capacidades al servicio de nuestras comunidades (no sólo de sus industriales, empresarios o comerciantes) y que no demonicemos a los «maestros del Corel», que como bien lo decía el querido Miguel de Lorenzi: «la mejor computadora es la que tenemos entre las orejas cuando le aplicamos el filtro corazón».
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