Una imagen no vale más que mil palabras
Las imágenes pueden decir y comunicar mucho pero necesitan estar respaldadas por hechos que las verifiquen.
AutorFelipe Iglesias Seguidores: 2
EdiciónSergio Carlos Spinelli Seguidores: 11
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Puede que parezca un poco contradictorio que un diseñador especializado en la dirección de arte afirme semejante insensatez. Decir que una imagen no vale más que mil palabras puede verse como sostener una especie de suicidio dogmático respecto de nuestro quehacer, que con tanto ahínco defendemos ante los pedidos «artísticos» de nuestros clientes a quienes hoy —en pleno siglo XXI— aún les cuesta disociar nuestra labor de la de un artista, a pesar de sus profundas diferencias conceptuales. Pues bien, no quiero ser colgado en una plaza pública, sino simplemente remarcar una realidad que todo diseñador debería tener más que en cuenta (y de paso, también sus clientes).
Cuando desarrollamos productos de comunicación —piezas gráficas, desde un simple volante hasta una estrategia integrada de comunicación—, siempre debemos considerar que por más capacidad que tenga un profesional y más calidad tenga el producto, si aquello que yace en el fondo de la comunicación es una basura (mala atención, mal servicio, mala relación con los empleados, etc.), todo lo demás, por ende, también lo será. Es como una manzana podrida que contamina al resto. Si no existe coherencia entre lo que se dice (lo que se comunica) y lo que se hace (lo que se produce y ofrece), todo lo demás no serán más que palabras —en nuestro caso, imágenes— vistosas pero poco prácticas.
Es casi un pecado natural del diseñador el creer que todo es reemplazable sólo porque es viejo, porque podría mejorarse o simplemente porque a uno no le gusta. El último punto es el más terrible (y por demás el más frecuente). Los diseñadores somos «logófagos»: devoramos gráfica y siempre creemos que vale la pena cambiarla. De todos modos esto no es solo aplicable a nuestra profesión, diría que es algo típico de todas aquellas que poseen un componente de ego más grande que las necesidades reales de su quehacer, desde la arquitectura a la ingeniería. Incluso la medicina estética, escandalosamente con poco criterio en el último tiempo. Pero de algo podemos estar seguros: un médico no haría un trasplante de corazón sino fuera porque el paciente está muy grave; no es práctico, no es rápido, ni muy eficiente, ni mucho menos económico.
¿Dónde está el equilibrio? Hay ocasiones en que efectivamente la identidad corporativa de una institución no da para más. Otras en que la comunicación se ha hecho realmente «a palos de ciegos» y urge cambiarla de raíz sin miramientos. También hay casos en los que todo lo relacionado a la proyección del quehacer de la organización está mal y debe cambiarse. Pero atención: nuestra labor no sustituye ni puede cumplir o realizar las carencias administrativas, burocráticas, de rol, sociales, comerciales ni financieras de una organización. Eso es labor de las propias organizaciones y sus áreas administrativas, burocráticas, de rol, sociales, comerciales y financieras. Sin embargo, nos debería interesar, y mucho.
A esto me refiero cuando digo que una imagen no vale más que mil palabras: nuestro trabajo no puede resolver situaciones caóticas de las organizaciones que para sus públicos resultan evidentes. Ejemplos hay miles, pero siempre vuelvo al mismo: Movistar, el caso emblemático de lo que no se debe hacer:
- Servicios deficientes
- Alta baja de servicios (clientes que se van)
- Burocracia excesiva
- Poca o nula claridad en la política de servicios
- Alta tasa de reclamos
No obstante, Movistar sigue mostrándose como una empresa «amistosa», comprometida con el usuario y con un énfasis emotivo que resulta esquizofrénico, pues todo lo que hace en términos prácticos es absolutamente distinto a lo que comunica. Y no es que sus ejecutivos sean unos malvivientes; quizás ellos crean que de verdad deberían ser así. Pero en comunicación los «deberían» deben siempre ser cambiado por «deben». Lo que Movistar ofrece es falso. No puedes decirle a la gente «soy rubio» cuando es evidente que no lo eres. Hay que ser coherente.
Las imágenes pueden decir mucho, sí, pero necesitan estar respaldadas por hechos que tengan sentido para quienes las reciben. De lo contrario, es más fructífero hacer nada.
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