Ser posmoderno
Un alegato a favor de la lucidez crítica de los diseñadores.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3908
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El desconocimiento de las implicaciones éticas, culturales y económicas de las nuevas tendencias sociales y de sus respectivos orígenes, hace que éstas sean dadas por inocuas. Esto se observa tanto en los usos y costumbres de la cotidianidad como en la política, la ideología y los géneros del pensamiento y el arte.
Nuestra época nos enfrenta a un cúmulo de acontecimientos inesperados, sorprendentes, que superan nuestras capacidades de interpretación; hechos que se nos imponen como verdades históricas inapelables e inmodificables. Y esto hace que tendamos a aceptarlos y sumarnos a la tendencia, aunque más no sea para no ir contra la corriente y ser vistos como atrasados. Es el fenómeno que los teóricos denominan «mímesis»: contagio pasivo, irreflexivo.
Ahora bien, el hecho de que no logremos descubrir sus implicaciones ni sus orígenes, permite que adscribamos tanto a las tendencias positivas como a las negativas. No es poco problema: ignoramos el signo de nuestras propias adhesiones.
El actual escenario social está signado por el modelo de la posmodernidad, que no es un mero estilo o moda, sino, al decir de Fredric Jameson, la «lógica cultural del capitalismo avanzado». Ese modelo condiciona todos los comportamientos sistémicos, no marginales ni anecdóticos. Y entre ellos, tiene un protagonismo absoluto la comunicación; no sólo la comunicación social sino incluso la interpersonal.
El diseño, por consiguiente, recibe ese impacto, y en sus campos predominantes ya no responde a los patrones de la modernidad. Ese cambio, que podría, y suele, interpretarse erróneamente como mera moda o evolución del gusto, es un hecho revolucionario, pues implica una alteración radical de los modelos de producción, distribución y consumo de los bienes sociales, en el sentido más amplio de la expresión.
El escaso desarrollo de los recursos teórico-ideológicos en la profesión del diseño es el flanco débil por el cual se cuelan aquellas tendencias. Los diseñadores (salvo en los casos excepcionales de una formación humanística autodidacta), carecen de anticuerpos para garantizarse una mínima autonomía frente a aquellos condicionamientos. Y caen ya no sólo en la producción dentro de la tendencia (conducta prácticamente inevitable) sino en su alegre festejo y legitimación (actitud colaboracionista claramente evitable).
La obsecuencia ante la oferta tecnológica; la apología acrítica de la innovación; el regodeo en los caprichos de la creatividad banal, son todos producto del mercado del simulacro que plantea reclamos que no se pueden desatender sin perder el trabajo. Pero conviene cobrar consciencia de sus efectos degradantes, aunque más no sea por una cuestión de dignidad.
En uno de mis últimos libros, Ser posmoderno. Dilemas culturales del capitalismo financiero, analizo los pros y los contras de ese cambio. Sintéticamente, allí señalo por un lado la inviabilidad de toda intención de revertir el proceso y, por el otro, el carácter suicida de una adhesión acrítica a él. He ahí el conflicto. Este conflicto es el que alienta la huida hacia la utopía o el reformismo ingenuo, presentes detrás de las propuestas de «diseño alternativo». Independientemente de su viabilidad, tales propuestas no resuelven el problema de fondo. Pero mitigan la culpa. Brindan salidas de emergencia a una consciencia desarmada, incapaz de detectar la dimensión de la crisis y sus causas.
Como miembro que soy de una generación combativa en la cual la crítica desalienante era una conducta generalizada, desde mis inicios en la tarea pedagógica, allá por los años 60, he venido trabajando prioritariamente sobre estos temas. Opción que he tomado en un intento, no demasiado exitoso, de aportar a la lucidez de los diseñadores. Ser posmoderno ha sido un último intento.
Obra contra ese combate (que cada día veo como más quijotesco) la paideia negativa ejercida por la atmósfera ideológica dominante. A ello se suma el pragmatismo tecnocrático y la ideología neoliberal predominantes en las escuelas de diseño. Sólo excepcionalmente las academias alertan a sus estudiantes sobre las amenazas éticas implícitas en sus mercados. Para captar clientela incauta, la oferta pedagógica tranquiliza la consciencia de los jóvenes vendiéndoles hipócritas utopías («Design can change the world», Istituto Europeo di Design). Y les privan de un conocimiento de la sociedad, objetivo y radical, o sea, de sus raíces. Y las terapias paliativas sin diagnóstico agravan el cuadro.
Trabajar es colaborar, directa o indirectamente, con un mercado real que impone sus condiciones, normalmente injustas o conflictivas. No es grave: lo grave es ignorarlo y festejar la propia alienación.
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