Las criaturas de la noche
Los diseñadores hemos llegado a abrazar las jornadas inhumanas de trabajo como parte esencial de nuestra profesión. Intentemos dilucidar algunos porqués.
AutorJesus Salazar Seguidores: 48
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Deambulo de noche, la gente no me entiende, me miran raro y piensan que debo ser de otro planeta. Mis ojeras son profundas y marcadas, hablo un lenguaje extraño que parezco compartir sólo con los de mi especie. Divago en pensamientos etéreos y en filosofías pandimensionales. Veo cosas que el resto de los mortales no alcanza siquiera a percibir. A veces creo que el mundo no me cuadra... Y no, no soy Nosferatu.
Los diseñadores en general, y los diseñadores gráficos en particular, somos portadores de varios estigmas sociales, acuñados y perpetuados por generaciones y generaciones de estudiantes y profesionistas. Pareciéramos empeñados en abrazar un estilo de vida alternativo y por demás sui generis, que suele incluir una escueta dosis de horas dedicadas al sueño.
Es común entre nosotros, que con cierta frecuencia nos encontremos trabajando hasta altas horas de la noche (como quien escribe estas líneas, más cerca de la medianoche de lo que quisiera), e incluso hay quienes aseguran que de otro modo no se podría uno jactar de pertenecer al gremio. A estas actividades nocturnas, generalmente destinadas a satisfacer una emergencia con un cliente, proveedor o patrón, les hemos puesto en México el amoroso sobrenombre de «bomberazos».
La pregunta es, ¿por qué existen estos excesos laborales, estas masacres cronológicas y crónicas con las que tenemos que lidiar con tal frecuencia que parecieran un estatuto no escrito del código ético del diseñador? ¿Por qué existe el bomberazo en el diseño? Sin pretensiones mesiánicas, aristotélicas ni vanagloria alguna, me atrevo a proponer tres explicaciones que propician la aparición, la reproducción y la expansión de este mal común del gremio:
1
Los diseñadores rara vez trabajamos con un método. Muchos diseñadores siguen albergando la creencia de que el diseño se trata de inspiración pura y dura, que las ideas descienden del cielo con la sutil escolta de las musas, y que el diseñador, vestal de la creatividad, es el receptáculo impoluto de las voces divinas que conllevan a la creación.
Nada más falso que esto. El diseño contemporáneo exige agilidad, certeza y resolución eficiente de los problemas de comunicación que se nos plantean. Si no trabajamos apegados a una metodología que nos ayude en el planteamiento y ejecución de los pasos a seguir para lograr una solución inteligente y pensada para los retos de nuestro trabajo, divagaremos sin rumbo por el éter en la búsqueda —mayormente inútil— de la fuente de inspiración, de la ocurrencia que llamaremos «creativa» y que a capa y espada justificaremos ante nuestro cliente con el argumento de que «los que sabemos somos nosotros». Si ese es nuestro mejor artilugio, luego no nos quejemos de que los clientes digan, desde los rincones del subconsciente: «Si el diseño se trata de ocurrencias, yo también tengo algunas».
2
Los diseñadores somos generalmente los últimos en la cadena de los procesos previos a la reproducción masiva de los objetos. Cuando trabajamos con equipos multidisciplinarios en proyectos de cierta escala, dependemos de que los mercadólogos, los ejecutivos de cuenta, los vendedores y hasta los impresores, hayan hecho su trabajo, desde los planteamientos y estudios de mercado, hasta los briefs de marca, presupuestos, etc. Dependemos de que los números estén aprobados, los proveedores autorizados, el cliente satisfecho con los costos, que la información esté revisada a profundidad, que los datos duros sobre mercadeo, competencia y distribución socioeconómica sean fiables, etc. Una vez que todo lo anterior se encuentra alineado, estructurado, aprobado y demás, es hora de que el proyecto entre al departamento de diseño, con un pequeño e ínfimo detalle: cada uno de los procesos anteriores consumió más tiempo del esperado. Las rondas de autorización se estancaron por diversos factores: los días feriados, las vacaciones del jefe, el nacimiento del hijo del ejecutivo, y un interminable etcétera. Las repercusiones de toda esta secuencia de eventos (desafortunados), recaen directamente en el tiempo que finalmente se destina al proceso de diseño. El puente de tiempo entre marketing y reproducción ha sido consumido velozmente, y el proceso final, el diseño, habrá de resarcir el daño con trabajo exprés y en mucho menos tiempo del calculado.
3
Los diseñadores tenemos una percepción einsteiniana del tiempo. Esta es quizás la más subjetiva de las razones del bomberazo. Desde mi humilde perspectiva, los diseñadores desconocemos o sobrevaloramos nuestra capacidad laboral. Llegamos a pensar que una maquetación de revista (64 páginas, 6 secciones, 35% publicidad, fotografía propia + banco de imágenes), puede hacerse en el inhumano lapso de dos horas, o que un cartel puede ser entregado de un día para otro, al fin que «la noche es joven y el café barato». Esta percepción de que el continuo espacio-tiempo puede distorsionarse a voluntad, suele tener por consecuencia la ejecución de bomberazos de 24, 48, 72 o cualquier múltiplo de 24, en horas de insomnio y de trabajo a marchas forzadas.
En resumen, el bomberazo no es, o al menos no debería de ser, un distintivo del quehacer del diseñador. La planeación, el orden en los procesos y el correcto cálculo de nuestras capacidades ejecucionales, deberían ser suficientes para acabar con este vicio que abrazamos muchos de los que ejercemos el noble oficio del diseño.
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