¿“Investigar” o, simplemente, “estudiar”?

Equívocos y paradojas del uso coloquial de la palabra «investigación».

Norberto Chaves, autor AutorNorberto Chaves Seguidores: 3910

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La palabra “investigar” tiene una infinidad de usos: se investiga a un político, se investiga dónde se consigue el tóner más barato, se investigan las andanzas de un marido infiel, se investigan los nombres de las mujeres de Enrique VIII…Todo es susceptible de investigación. Sin ir más lejos, los usuarios intensivos de Google son todos “investigadores”. En cada contexto, la bendita palabra adquiere distintas significaciones, todas válidas, aunque seguramente cuentan, en cada caso, con un sinónimo más modesto: buscar, indagar, revisar, consultar, explorar, relevar…

En el ámbito académico, en cambio, la investigación pierde esa polisemia y adopta un significado preciso: es un trabajo técnico cuyo objetivo es producir nuevos conocimientos, previamente inexistentes. Una tarea a cargo de investigadores que han estudiado específicamente para ser tales; y han adquirido una formación epistemológica y metodológica en algún campo particular. Un investigador en Historia no está habilitado para investigar en Medicina ni en Tecnología. Los investigadores en Virología, por ejemplo, trabajan para detectar la vacuna contra el Covid-19; en cambio, para conocer las aplicaciones de la penicilina no se investiga, se estudia: se consulta el vademécum y la correspondiente bibliografía clínica.

La discusión en torno a la “investigación en diseño” no tiene salida si no se supera aquel uso meramente coloquial, abierto, metafórico, del término, accediendo a una acepción académicamente rigurosa.

Todos estamos de acuerdo (o deberíamos estarlo) en que todo diseñador debería dominar la bibliografía existente sobre el diseño, y empaparse de la obra histórica y actual de la disciplina a través de revistas, libros, catálogos y exposiciones; tarea que debería ser permanente a lo largo de toda su actividad profesional. Ahora bien, recopilar información y hacer  relevamientos o estudios de campo no es investigar; a menos que llamemos “investigación” a cualquier trabajo documental o formulación de hipótesis interpretativas.

Yendo más allá (y aunque hoy día sonará a delirio), el diseñador también debería adquirir nociones de sociología, psicología, semiología, teoría de la comunicación, economía e historia social. Al menos dominar sus categorías básicas. Y, además, desarrollar una formación, ya no tan básica, en historia del diseño, la arquitectura y el arte. Y para ello no tendrá que investigar sino, sencillamente “estudiar” parte de la enorme bibliografía disponible en esos campos. ¡Ojalá lo hiciera!

De todos modos, aunque lo hiciera, ello no bastaría para estar habilitado para realizar auténticas investigaciones en sociología, historia o, incluso en diseño. Lo que sí podrá hacer es algún estudio de campo para extraer algunas conclusiones teóricas.

Ahora pongamos los pies en la tierra. Resulta como mínimo paradójico que, con una formación teórica tan débil como la brindada por las carreras normales de diseño, los alumnos se salten todos aquellos estudios y pretendan “investigar”. ¿Con qué instrumentos lo harán? Antes de investigar hay que conocer lo que ya se sabe. Y, además, realizar estudios específicos de investigación; estudios que no caben en los planes de estudios de diseño, ni hacen falta para ser un excelente diseñador.

Por si ello fuera poco, los déficits en la curricula teórica de las carreras de diseño, predominantemente pragmáticas, se ven agravados por el hecho indiscutible de que un sector importante del estudiantado padece de una auténtica fobia a la lectura. Conseguir que esos estudiantes se formen teóricamente mediante el estudio concienzudo de la bibliografía es ya un milagro. Y pretender, además, que investiguen, una auténtica utopía.

Por otra parte, dejando de lado a los desinteresados por la lectura, ya el propio perfil psico-técnico del diseñador tipo excluye, como rasgo distintivo, la vocación de investigador en sentido estricto. Por lo cual, resulta ocioso y disfuncional agobiar a los estudiantes imponiéndoles una práctica para la cual no están capacitados, superflua y que, legítimamente, no se inscribe en el campo de sus intereses. Una práctica que, además, realizará defectuosamente, como mero simulacro o parodia de investigación, con el mero objetivo de sacarse de encima esa asignatura.

Ello no quita que se den casos, minoritarios, de estudiantes que durante el cursado de la carrera descubran su vocación por la investigación, lo que implica una estructura mental predominantemente analítica, radicalmente distinta a la del proyectista. A esos alumnos habría que apoyarlos, orientándolos hacia carreras, quizá de posgrado, especializadas en investigación, de existir dentro de las escuelas de diseño. O, preferiblemente, fuera de ellas; pues ¿cuántos profesores de sus cuerpos docentes podrían asumir, real y no aprentemente, esa responsabilidad?

Para ser aún más claro y concreto lo ilustraré con mi caso. Yo tengo una razonable formación teórica (no tan completa como desearía) y ella me ha permitido no sólo ejercer mi profesión de un modo serio y racionalmente respaldado sino también producir bibliografía sobre el diseño, la comunicación y la cultura. Ensayos, que no investigaciones; pues yo no he investigado nunca en mi vida. Carezco de esa vocación; mi componente ansioso me lo impide. Pero con el corpus teórico disponible, producto de verdaderos investigadores (afortunadamente, obsesivos) he tenido más que suficiente. Y sigo apoyándome en ellos para desarrollar mis propias hipótesis.

Yo estudié arquitectura en la Universidad de Buenos Aires; una carrera con un plan de estudios muy superior en contenidos a las carreras de diseño. Aún así, en ninguna de las asignaturas se me proponía que investigara. Para las investigaciones, la facultad contaba con un instituto de investigación, en el cual los docentes y alumnos con vocación para ello desarrollaban investigaciones serias sobre distintos campos relacionados con la arquitectura y el urbanismo, por lo general reforzados por economistas, sociólogos o tecnólogos. Y sus productos podían, en algunos casos, vertirse a través de las materias de la carrera como material de estudio, de grado o de posgrado.

El uso elástico, no riguroso, del concepto de investigación da prueba de que, paradójicamente, quienes lo aplican no han estudiado lo suficiente para dominar el tema. Muy probablemente sólo han estudiado diseño.

Para finalizar, las reflexiones anteriores abren un interrogante: ¿cuál será el origen de esta auténtica compulsión al uso de esta palabreja para referirse a cualquier estudio, en una carrera cuya capacitación es tan distante a la real práctica de la investigación, que es, en sentido estricto, propiedad de las ciencias?

Dar con la respuesta no es difícil: se trata de esa desviación ideológica denominada “academicismo”, verdadera “enfermedad laboral” de ciertos docentes. Sus ingredientes: la desvinculación con la práctica real de la profesión, la falta de modestia intelectual, el gusto por el “upgrading” del léxico, la veleidad de hablar “académicamente” y cierta aspiración a homologarse a las disciplinas científicas, con sus “tesis” y sus “doctorados”. Detrás de esa compulsión, apenas se oculta una imagen desvalorizada de la profesión tal como ésta es.

 

No más poner el punto final de este artículo, me llega un comentario de Mauricio Canales. ¡Por fin alguien llama a las cosas por su nombre y lo pone todo claro sin dejar un aspecto fuera! Tal como la crítica a la inscripción de las enseñanzas del diseño en las universidades (error típicamente latinoamericano), para que se contagien de un vicio ya perjudicial en éstas. Mauricio llama a la realidad y desecha toda vanidad “docta”. Reivindica lo específico de esta humilde y fascinante tarea de decidir la forma de las cosas humanas.

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