El culto al cliente
«El cliente siempre tiene la razón»: una mentira políticamente correcta de más de 100 años.
AutorJorge Luis Valverde-Bartlett Seguidores: 4
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«El cliente siempre tiene la razón» podría ser una de las frases más marketeras de la historia, y así como se convirtió en un paradigma del servicio al cliente muy probablemente también hizo quebrar a su inventor. Se suele contar lo primero, o lo «bonito», pero poco se habla de lo segundo.
Se ha construido un culto al concepto del cliente que muchas veces compromete la capacidad de progresar de las organizaciones. En algunos casos los clientes también son el problema de las empresas y, últimamente, con el advenimiento de las love marks (que no son otra cosa que marcas que han potenciado valores corporativos empáticos con la audiencia) y luego con la «la humanización de las marcas», se han hecho visibles ciertas costuras deshiladas que terminan por coartar la integridad corporativa hasta el punto ridículo de considerar que el cliente sabe más que el empresario.
Tengo que recordar que el concepto de «empresa» tiene de dos raíces, una latina y otra griega, que en resumen recuerdan mucho a emprender: «aferrarse a algo para desarrollarlo». Nada que ver con «el cliente».
Este culto se manifiesta claramente al escuchar a trabajadores decir que el éxito de la empresa se basa el valor creado para los clientes; un credo pernicioso (no en todos los casos obviamente) que suele sintetizarse en entender que el valor que el cliente percibe es directamente proporcional al desempeño del trabajador: «Si el cliente dice que está bien será que estoy haciendo bien mi trabajo». Otra afirmación absurda que se escucha con frecuencia es «Si el cliente está creciendo entonces la empresa también está creciendo». ¡Falso y falso!
Efectivamente conocer al cliente, sus necesidades y preferencias, es una fuente de información fundamental para verificar la pertinencia de la oferta de la empresa, pero de ninguna manera puede ser el único indicador, ni el más importante. Saber lo que el cliente piensa es una manera de retroalimentar el sistema, pero la forma de leer la información debe ser in extremis minuciosa.
Las empresas deben recordar que su función más básicas es obtener lucro económico, que no es otra cosa que beneficiarse de lo que sus clientes hacen o planean hacer. En otras palabras: «usar al cliente».
Dentro de los paradigmas corporativos hay cuatro grandes grupos arquetípicos (al estilo Senge) en los que se encasillan las actitudes frente a los temidos clientes:
- La empresas que buscan perfección operativa; cuya disciplina se basa en la dedicación de los empleados a ganarse la confianza de los clientes a toda costa, haciendo hasta lo imposible por ofrecer un servicio que consiga las menores críticas posibles. Seamos sinceros, de las cosas más difíciles que tiene la naturaleza humana es la predisposición a aplaudir el esfuerzo ajeno… salvo que estemos en un teatro (y ahí sucede solamente porque hemos pagado la entrada y nos han divertido).
- Las empresas que deslumbran con sus productos; que son capaces –y se han obligado a ser capaces– de «enamorar» con productos interesantes e innovadores, porque han entendido que si el cliente los consume les está diciendo, en resumen, que aprecian su valor.
- Las empresas que intiman con el cliente, diseñan procesos específicos y especializados para conseguir su aceptación en base a ofrecerles experiencias únicas, que ninguna otra compañía pueda replicar y que a la larga generen dependencia de las partes.
- Las empresas que han construido valor de marca, que no dependen de los clientes sino de sus propios preceptos y procesos; que sobrepasan el límite de la «relación» para hacerse dueños de una cuota de mercado. Es decir, son dueños de la casa en donde los trabajadores y los clientes conviven, sea cual sea el motivo. Las empresas que crean valor de marca atrapan no solo a los clientes sino también a sus trabajadores. Proponen un ecosistema en el que conviven y finalmente transaccionan sobre todo aquello que necesitan. Son empresas que logran que los clientes y los trabajadores se aferren al desarrollo y no al revés.
Cuando las empresas dependen de «lo que el cliente diga» son mucho más susceptibles a los estados de ánimo del mercado, por que si el cliente consigue lo que quiere seguramente agradecerá (difícilmente aplaudirá); pero si no lo consigue, puede hacer que hasta el proceso más estructural tambalee. Esto en cierta medida se da por la mala interpretación de algunos gerentes y directores sobre el concepto de diseñar servicios basados en el cliente. Lo que deberían interpretar es lo que la teoría, más informática que otra cosa, realmente quiso decir: diseñar en base a la necesidad o uso del cliente.
Las empresas deben trabajar sobre la responsabilidad de ofrecer una visión profesional sobre esas necesidades y de resolverlas de la forma más acertada posible. Ese pilar fundamental es el primer paso en la construcción de la confianza entre el cliente y el trabajador. Esa sincronización en la creación de valor empieza en la empresa, siempre, y más adelante se traslada a la relación con el cliente que se interesó en ella. El cliente llegó para buscar soluciones a sus problemas y no para injerir en los procesos corporativos.
Soy más creyente de las empresas que trabajan su razón de forma coherente y no tanto de aquel cliente que cree que tiene la razón. El cliente es cliente porque le hace falta lo que la empresa ofrece, de lo contrario no lo sería.
Cuando las empresas adoptan la filosofía de trabajar en base a la «razón del cliente», es porque tienen directores y jefes limitados en inteligencia organizacional, que trasladan su responsabilidad a los trabajadores en lugar de instalar una visión corporativa de empatía con la necesidad y plan de progreso del cliente.
No hay una fórmula mágica para el progreso y tampoco un antídoto para ciertas enfermedades corporativas que rondan cuando hay desconfianza en la organización, pero sí existen canales de comunicación que se pueden construir y utilizar para mejorar e innovar en todos los procesos del negocio que, al final, deben buscar resultados para las dos partes: cliente y empresa. No se trata de «defender» una posición sino de cooperar.
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