Tradición oral y cultura digital
La cultura impresa podría ser un bello paréntesis entre la oralidad y nuestro futuro próximo.
AutorJuan Miguel Lorite Fonta Seguidores: 17
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La tradición oral se encuentra muy cerca de las premisas tecnológicas que animan el futuro del texto y lectura digitales, cambios que podrían hacer ver a la cultura impresa como un eficaz y bello paréntesis y no como el dogma por el que el texto o incluso la obra literaria deben expresarse para ser definidos como tales.
¿Por qué? Porque vivimos justo en los tiempos prometéicos en los que texto y cultura digital andan configurándose, fundiéndose y reorganizándose… este artículo es un motivo más para la reflexión de nuestro más cercano e incierto futuro.
A raíz de distintas consideraciones (considerar, es decir, observar las estrellas) sobre si el libro, ese artefacto constituido por decenas de páginas cosidas o pegadas a un lomo y protegidas por una cubierta, desaparecería o no en un futuro cercano desplazado por las tecnologías emergentes, mi amiga Marian especulaba sobre lo que la obra literaria podría llegar a significar en la cultura digital, desvirtuada en un texto blando, plegado e interactivo:
«cómo desencuadernar y garabatear la totémica plenitud de una obra como El Quijote... la misma esencia de la obra literaria escrita se opondría así a la volatilidad interactiva de la futura obra digital, de autoría múltiple, actualizable, modificable y glosable».
Para ser conscientes de lo que cada uno de los soportes de confinamiento y transmisión de nuestra memoria aporta y limita, debemos tener en cuenta al que antecedió al libro: nuestra propia memoria física, trasmitida y almacenada en la práctica de la tradición oral, que acabaría depositada más tarde con el desarrollo de la escritura en tablillas, pizarras y rollos de papiro.
La aparición de un nuevo invento: el libro
El libro desplazó al rollo y contribuyó a la paulatina marginación de la tradición oral. Frente a ella, el códice ofrecía una mayor densidad de información además de poseer la propiedad de mantener inalterable el contenido de lo escrito; esta última característica más la unión del concepto de obra a su propio soporte (un libro es el artefacto escrito para ser leído y es la propia obra en él contenida) es lo que Marian sospecha se rompería en el texto digital.
Pero la información contenida en el códice tuvo que pagar un precio por esas innegables mejoras: por un lado, perdía la capacidad de abstracción que practicaba la tradición oral; con los recursos que nuestra psique le aportaba, no era necesario recordar cada uno de los detalles de la narración para que esta pudiera ser de nuevo reproducida; bastaba con haber entendido el hilo argumental y el concepto del asunto para volver a describir, por ejemplo, la narración mitológica, o un chiste...
Nombres, lugares, incluso el idioma o las anécdotas podían cambiar con el paso del tiempo o con el discurrir geográfico si así lo requería el mensaje en pos de su mejor entendimiento. Y esto precisamente se perdía también con el libro, la maleabilidad de una información que adaptaba su mensaje a la situación del que escuchaba o dialogaba, de sus expectativas, formación, idioma y experiencias.
La última moneda que pagó la información, al ser fijada sobre el pergamino o el papel, fue la de su capacidad infinita de pliegue. El narrador, al transmitir oralmente su información, podía decidir insertar según qué explicaciones, omitir otras, hacer más extenso un suceso con todo tipo de detalles y nuevas noticias o reservarse aquellos datos que estima no son necesarios en ese momento. Es cierto, con la escritura depositada en el libro nace un concepto de obra plena, redonda, fijada en el tiempo y las formas (por más que revisiones, traducciones o adaptaciones vayan poco a poco transformándola). Pero esto no significa que no pueda existir esa otra obra maleable, que deja parte de su valor en manos del «lector», convertido también en «autor» de la misma.
El escenario digital
Estos peajes que la obra pagó para fijarse al papel: abstracción, maleabilidad y pliegue, los vuelve a recuperar el texto en el escenario digital, añadiendo otros recursos y alguna problemática.
Como nuestra memoria, la información contenida en el medio digital no se encuentra confinada en un único almacén ni en un único lugar; el texto que podremos explorar nacerá de la unión sin solución de continuidad de fragmentos recogidos de distintas fuentes y proveedores a través de cualquiera de los nodos que tejen la red global. Y al igual que la narración en la tradición oral, la información podrá verse modificada según el contexto de lectura o consulta, según el filtro que la haya hecho aparecer... y será plegable: un mismo texto podrá irse desdoblando dejando ver u ocultando información complementaria, videos, gráficas, locuciones y música, definiciones, indexaciones, resúmenes y comentarios.
A estas características de la tradición oral, la cultura digital añade la de una densidad de información casi infinita y en constante crecimiento por el progreso tecnológico, progreso que obliga sin embargo a que esta información sea traspasada cada vez que las aplicaciones con las que fueron realizadas quedan obsoletas y que plantea uno de los mayores problemas en cuanto a su conservación (¿tienen algún archivo de Word Perfect, Qbasic o Page Maker que puedan aún abrir sin problemas?).
El último regalo de la cultura digital frente a la escrita es su capacidad de comunicación multilateral: el autor, los coautores, los lectores, todos los implicados en fin en ese texto digital se comunican, enriquecen, comentan y añaden, complementan y mejoran la información... también hay más ruido, pero no todo es perfecto.
Conclusión
Sí, no tengo dudas de que llegaremos a ver al libro de «El Quijote» como uno de los mejores exponentes de lo que significó el concepto de obra en la cultura impresa, ese paréntesis que alcanzó su madurez superponiéndose a la tradición oral y que cayó en desuso cuando el texto informativo y literario no pudieron ser ya sustentados por el espacio tan bello como limitado del papel.
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