Respeto, ese desconocido
¿Qué hace falta para dignificar una profesión?
AutorDavid Espinosa Seguidores: 53
EdiciónFernando Rodríguez Álvarez Seguidores: 216
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Respeto. Algo que tienen las profesiones «tradicionales» en esta parte del mundo. Por tradicional hablo de Medicina, Derecho, Ingeniería en todas sus manifestaciones, Contaduría, Administración de Empresas (ésta es un poco más liberal)... incluso la Arquitectura y el Arte gozan de este beneficio inmaterial. ¿Qué es lo que sucede con nuestro campo? ¿Acaso el Diseño es un arma enemiga para distanciar a las naciones?
Tal y como lo plasmé en un artículo anterior, las profesiones del diseño (gráfico, industrial, publicitario, de modas) son consideradas como un desperdicio de tiempo y de dinero, tanto por parte de los clientes como de los mismos estudiantes/profesionales. Por ahora hablaré principalmente del diseño gráfico.
Existen varios nombres para designar esta actividad alrededor del mundo, según el idioma. Diseñador gráfico, Graphic Designer y Graphiste. Lo mismo sucede con otras profesiones, con la diferencia de que existen sinónimos en el mismo idioma: médico, galeno, doctor, facultativo... Desde el punto de vista meramente lingüístico ya tenemos algunos problemas. Esto puede deberse a que nuestra profesión es relativamente nueva (gracias a Gutenberg, William Morris, Toulouse-Lautrec, entre otros) o que sencillamente no seamos tomados en cuenta para una mutación diacrónica de las lenguas.
Esta falta de respeto puede deberse a dos factores —que son los mismos que intervienen en un proyecto de diseño—: el cliente y el diseñador. Hablemos un poco de las razones de cada uno de ellos para entender esta situación.
Un cliente es aquella persona que solicita un servicio ofrecido por alguien más. Por lo general, tiene una necesidad, una idea, que no puede resolver por sí mismo y que no cuenta con las herramientas, capacidades o formación necesaria para ello.
Todos somos clientes. Del farmacéutico, del médico, de abogado... Sólo es cuestión de salir a caminar un rato por cualquier calle del mundo para que nos transformemos en clientes/usuarios de un sinfín de servicos y profesiones: urbanismo, arquitectura, ingeniería automotriz, física mecánica y muchas otras. Es necesario tomar conciencia de esto para descubrir que, en efecto, somos clientes hasta de nuestro propio gremio: al comprar una revista, leer un periódico, utilizar alguna aplicación móvil, acudir a un concierto anunciado por medio de un cartel, un anuncio radial o spot televisivo; o elegir un alimento determinado por su empaque. La relación cliente-diseñador es, en este caso, sumamente cercana y mutable.
Es precisamente por esta situación de cambio que el cliente no toma en cuenta la enorme cantidad de profesionales del diseño que están presentes a su alrededor. Puede ser que conviva en un entorno saturado de información gráfica y publicitaria, que se ha vuelto inmune a ésta; de tal forma que al someterse a gran cantidad de datos —que compiten por ganar su atención— ha mecanizado este proceso y filtra todos los estímulos visuales. De ahí que no entienda las necesidades que pueden resolverse por medio de la gráfica o considere que los diseñadores son un grupo numeroso de pseudo-profesionales que «hacen dibujitos», pero que cobran «como si fueran abogados».
Pasemos ahora al diseñador. Como cualquier otro profesional, el diseñador ve el mundo de una manera diferente. Para estas personas los detalles son altamente apreciados, pues saben que «ahí está el secreto». Los diseñadores conocen tanto o más de color, tipografía, diagramación con intención comunicativa. Puede pasar su día leyendo y releyendo un libro infantil por sus ilustraciones. Para resumir, el diseñador tiene una sensibilidad artística aplicada.
No todos los diseñadores tienen don de gentes. Esta es una realidad evidente. Muchas veces se apela a esa sensibilidad artística aplicada para intentar convencer a un cliente de que su proyecto de una pauta impresa con un unicornio, un arcoiris, un paisaje extraterrestre, un texto compuesto en Comic Sans y la fotografía de su familia —todo junto— no es una buena idea.
Aceptemos eso. Existen clientes así. Y lamentablemente el grueso de los clientes solicitan estos pedidos extravagantes. Y en el caso que el diseñador intente guiarlos hacia otra solución estética más adecuada para ese negocio, lo más probable es que el cliente diga que los diseñadores son quienes no saben nada y que la imagen que él seleccionó será la visual key.
Es entonces cuando el diseñador cae en la trampa: recuerda aquella teoría clásica del diseño y empieza por hacer lo que el cliente le pide, pensando que su función no es imponer sino guiar. Y si el cliente está absolutamente convencido de que su propia idea merece un espacio en el Museo del Louvre, no hay poder de convencimiento que valga.
Esto ocurre también en otras profesiones. Por citar un ejemplo, en la Arquitectura. Si el cliente quiere, digamos, para su proyecto de vivienda personal un cuarto adicional que rompa con la estética real de los planos y maqueta aprobados (esos hermosos cambios de última hora), el arquitecto se las verá negras para satisfacer al cliente sin afectar la estructura original. Pero si hablamos de otras profesiones más, las llamadas tradicionales, no creo que exista mucha gente que sea capaz de desviar análisis propios de estos gremios. Para ejemplificar, nadie va a un restaurante y le dice al chef: «quiero estos tres platos del menú, pero si no me gustan no los pienso pagar»; ni tampoco se oyen cosas como: «le dije al abogado que no le daría mi caso porque un conocido leyó el Código Civil y me cobra menos por todo»; ni mucho menos: «señor médico, ¿cáncer? Cambie el diagnóstico por una gripe… Y la receta tampoco me gusta. Mejor prescriba algo para curar la gripe». Claro, son profesiones mucho más antiguas que la nuestra. No trabajan con abstractos como nosotros. Sin embargo, el grueso de la gente reconoce su profesionalismo, y aunque el resultado final del proceso no sea lo que el cliente esperaba, siempre dirá «—Carlitos, ¿que pasó con la habitación extra que querías? —Ah, pues la verdad no se puso. El profesional es el que sabe».
En cuanto a resolver ¿qué hace falta para dignificar una profesión?, es difícil pensar en alguna solución que no sea poco menos que radical. Es muy necesaria una asociación mundial de diseño. Pero más allá de eso, lo que urge demostrar es que la profesión de diseñador es igualmente válida que cualquier otra. Y esto es posible, siempre y cuando dejemos de ser —como dirían muchas personas en Colombia—, unos ofrecidos.
No podemos seguir prostituyendo nuestro oficio y cobrar poco por un trabajo que se sabe requiere de esfuerzo, pasión y entrega. Si bien es cierto que cada día hay más diseñadores graduados —y todavía más en las aulas—, también lo es que cada día hay más y más profesionales de otras áreas. Es por esto que es necesaria la especialización en las áreas del diseño.
Por último, considero pertinente argumentar conceptos y elementos cardinales para un proyecto determinado, en vez de esperar a «lo que el cliente diga». En pocas palabras, apoyar la innovación en las relaciones profesionales actuales. Así, será posible que en un futuro no muy lejano dejemos de ser «los diseñadores que hacen dibujitos» y pasemos a ser diseñadores respetados.
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