La sesión de casting
Spot publicitario de una campaña de marca.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3908
EdiciónLuciano Cassisi Seguidores: 2031
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La escena, en un plató. Luz intensa dirigida hacia un fondo blanco. El resto, en penumbras. A la derecha, un grupo de jovencitas, de pie, espera. Todas muy parecidas. En primer plano, el director de casting. Está de espaldas y a oscuras. Hace una señal y una de las jóvenes pasa al centro de la escena y, mirando a la cámara, dice: «cacharel». El director la observa atentamente durante unos segundos y hace pasar a la siguiente. Y así, una tras otra. Está buscando «la chica Cacharel». Brillante solución creativa de la agencia de publicidad: la marca contando como se auto-construye.
La imagen monocroma obliga a centrar la atención sobre las formas. Los colores producirían una interferencia en el registro de los detalles de fisonomía y gestualidad. En un momento dado, el director le dice a una de las chicas: «Por favor, repita». La chica sonríe y, con el mismo mohín de antes, vuelve a decir «cacharel». La cámara hace una rápida aproximación a su rostro, la imagen queda fija y debajo de ella aparece el logotipo de Cacharel. Se ha hallado la chica Cacharel.
¿Qué es lo que ha sucedido allí? Alguien ha hecho una preselección de chicas que «daban el tipo», a partir de un brief que recogía el paradigma Cacharel. Por eso todas ellas se parecían tanto: misma edad, misma altura, mismo peso…O sea, «tipo». Y, además, con vestidos similares y del mismo color. Con ese elenco de potenciales chicas-Cacharel, él, director de casting, hilando fino, intentaba detectar la más-cacharel-de-todas. En los poquísimos segundos que dedicaba a cada una, su mente, a alta velocidad decodificaba los signos que ellas emitían espontáneamente: sonrisa, mirada, pose… Interpretación realizada desde los códigos socialmente vigentes de la ingenuidad, de la procacidad, de la picardía, del aplomo, de la fragilidad… Y, en simultáneo, el director contrastaba esa lectura con la personalidad de marca Cacharel, hasta detectar una equivalencia biunívoca entre ambos discursos. Por las dudas, le pidió que repitiera, para confirmar.
¿Por qué pudo hacerlo? Pues, «muy sencillo». Primero porque dominaba a la perfección aquellos códigos, o sea, sabía realizar una interpretación precisa, socialmente válida, no personal, de aquellos rasgos de las muchachas. Y, segundo, porque conocía los rasgos distintivos de Cacharel. La sola foto de la chica-Cacharel obraría como discurso: el discurso de identidad de la marca, una sinécdoque del mismo: su núcleo. El perfil de la marca seleccionaba a su clienta ideal mostrando una identificación mutua.
Cuando el casting de una película es acertado, todos los personajes resultan reales, no actuados: quienes los interpretan desaparecen de la vista, se vuelven transparentes. Cuando, en cambio, ese casting es erróneo, uno no puede concentrarse en el personaje pues lo que más resalta es el actor o la actriz. En nuestro ejemplo, la chica elegida lo fue porque «lo Cacharel» le salía del alma, es decir, toda ella decía «cacharel».
Exactamente lo mismo ocurre en la relación entre el logotipo y la marca. La escritura del nombre debe parecer que sale del alma de la empresa. No debe verse: ha de hacer pensar en la empresa. Devenir transparente a poco de darse a conocer, es decir, aparecer como la única forma posible, la más natural, de decir su nombre. Si en lugar de remitir a su dueño el logotipo remite a sí mismo, ha fracasado en su misión.
Cuando un diseñador gráfico elige una fuente tipográfica para construir el logotipo de su cliente, en su mente se produce exactamente el mismo proceso. Decodifica, en las fuentes preseleccionadas, sus connotaciones de matiz: tradición, frialdad, elegancia, coloquialidad, amenidad, severidad… y contrasta esa lectura con el perfil estratégico de su cliente, su talante autoexpresivo.
¿Qué debe saber para no equivocarse de fuente? «Muy sencillo»: dominar a la perfección aquellos códigos culturales referidos a las letras (nunca sus predilecciones personales), y conocer perfectamente la personalidad de marca de su cliente; y así hallar aquella equivalencia biunívoca. Para ello su cerebro debe almacenar la mayor cantidad de paradigmas, o sea, cadenas asociativas socialmente activas; y, así, poder registrar matices de sentido en cada rasgo gráfico y no optar «grosso modo». Y su sensibilidad los hará entrar en acción en el orden y combinación precisos. Obrará como un «director de casting tipográfico». Sin esa capacidad interpretativa, el diseño es mera práctica de invención formal a la deriva.
Para diseñar con alto nivel profesional, hay que transformarse en un intérprete culturalmente representativo de la sociedad para la que se trabaja, y ser un intérprete agudo del perfil del cliente. Un buen diseñador gráfico lo es, básicamente, por poseer un dominio altísimo de la connotación y por saber generar mensajes que connoten lo que deban connotar. Y esto es así independientemente de que el diseñador lo sepa o lo ignore.
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