El caso del cliente aparente

Un equívoco frecuente en la demanda de servicios de diseño de marca.

Norberto Chaves, autor AutorNorberto Chaves Seguidores: 3908

Luciano Cassisi, editor EdiciónLuciano Cassisi Seguidores: 2031

El caso del cliente aparente
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Mi endocrinólogo (el que me controla el peso) me cuenta la siguiente anécdota. Una señora de unos cincuenta años lo visita para solicitarle una liposucción. Él la observa detenidamente, la pesa, le pregunta por sus hábitos alimentarios, y le hace la siguiente observación: «Señora, usted solo tiene unos kilos de más y podrá perderlos con una simple dieta que yo le programaría». Pero ella insiste: «No, no, no. Mi cuñada se la ha hecho y en un periquete quedó divina, como una sílfide». Mi médico trata de disuadirla: «la liposucción es una intervención invasiva, cruenta, solo recomendable en casos extremos; que no es el suyo». Y ella lo rebate con un argumento inapelable: «el verano ya está aquí y yo quiero ponerme el bikini ya mismo». ¿Cuál fue la solución?: liposucción… y que pase la gorda que sigue.

La anécdota es ilustrativa: describe los casos de clientes que acuden al profesional con diagnóstico y terapia decididos. Solo necesitan a alguien que les haga lo que le piden; pues ellos no disponen de los medios técnicos. Que si los tuvieran…

En los servicios de diseño de marca, este tipo de cliente abunda. Parece un cliente pero no lo es. En realidad, es un cliente de dibujantes de sus ideas; pues él las tiene súper-claras. Y, en este caso, podemos narrar anécdotas del todo idénticas a la de mi médico. Por ejemplo (calco sobre un hecho real, disimulado para no herir susceptibilidades):

A un cliente potencial, su cuñado, con la mejor intención del mundo, le recomienda a un diseñador que «es muy bueno diseñando logos». Y él lo contrata. Para empezar, le cuenta de qué va su negocio: una empresa llena de virtudes competitivas. Y, como él está orgulloso de su criatura, «le vende la moto». Y el diseñador, ilusionado, se la compra y, entusiasmado, se pone las pilas y comienza a trabajar en la identificación de la empresa de este señor.

En atención a lo que le ha contado, la concibe como algo premium. Algo que a la competencia (que se la ha mirado con lupa) la dejará por el suelo. Contento y seguro de haber dado en el clavo, hace la presentación: tres marcas, a cual mejor, con sus aplicaciones básicas. El cliente las mira, casi con asco, y le dice: «¿Y eso es todo? Yo esperaba algo más creativo, más original. ¿Cómo no le has puesto un símbolo? A mí me hubiera gustado, por ejemplo, una sirena; tratándose de conservas de pescado premium va como anillo al dedo». El diseñador le explica que esa idea es válida, pero para empresas del montón; que por ahí no va la cosa, porque precisamente su marca es premium. Y, para convencerlo, le muestra ejemplos de marcas líderes internacionales. Pero el sujeto insiste, pues sabe muy bien lo que necesita y «tu no me entiendes porque no sabes nada de mi negocio». Callejón sin salida.

Perdido por perdido, y dispuesto a no perder el cliente, el diseñador vuelve a su estudio y empieza a dibujar sirenas: una con gráfica de grabado antiguo; otra pictográfica, muy sintetizada y más moderna; otra realista, casi fotográfica. Y vuelve a mostrar su obediencia al buen gusto del pescador. El cliente respira hondo, satisfecho; y en un rapto de democracia participativa llama a la telefonista y a la responsable del almacén y les pregunta: «¿Cuál os gusta?». Las empleadas, divertidas con el jueguito, dicen todo lo que les sale de allí y, finalmente, habemus marca. El diseñador contiene la indignación, pues acaba de ser degradado a vendedor ambulante. Y se marcha con la factura aprobada y la cabeza gacha.

Diagnóstico: el cliente le vendió una empresa premium inexistente. Pues una empresa premium tiene un presidente premium; y él no lo es. La mentalidad de los directivos forma parte del perfil de la empresa, tanto o más que su producto. Y hay que tenerla en cuenta al redactar el brief. En el fondo, este supuesto cliente quiere una marca que le guste a él, que se sienta cómodo con ella. Compra marca como quien se compra un par de zapatos. No busca calidad comunicacional sino auto-gratificación personal.

Terapia para aquel fabricante de conservas de pescado: sirena lo más digna posible; factura lo más alta posible; y huída del lugar del hecho lo más rápido posible. También se le puede decir que la sirena se la dibuje su madre; pero solo en el de caso de que haya otros clientes a la vista.

Otra anécdota real, narrada por un colega. Un directivo de una marca de cervezas encarga a una agencia una campaña publicitaria para su producto. El creativo le presenta la campaña, con el correspondiente plan de medios. El directivo le objeta una inserción en radio, argumentando que él a esa hora no puede escuchar la radio. ¡Escalofriante! Hay empresarios que encargan servicios de diseño o de publicidad, no para comunicarse eficazmente sino para darse el gusto de oírse a sí mismos.

Los profesionales no hemos venido al mundo a salvarlo, sino a prestar servicios reales a clientes reales. Y no todos los compradores de logotipos son clientes de diseño de identidad corporativa. Su demanda corresponde a otra oferta profesional, por ejemplo, a la de esas imprentas que te facturan la papelería y te regalan el dibujo del logo que le pidas.

Este tipo de directivo prolifera en empresas con mandos no profesionalizados en gestión de intangibles. Y no necesariamente pequeñas. El éxito en los negocios los ha convencido de que saben bien lo que les conviene en cualquier campo y no necesitan que los asesoren sino que les hagan lo que ellos pidan.

Si nos cae uno de estos pseudo-clientes, es nuestra responsabilidad indicarle el camino correcto (se supone que lo sabemos); pero si no lo ve es porque no puede verlo. Este perfil directivo es difícilmente asesorable; y sobran los ejemplos de esfuerzos infructuosos del profesional, que solo lo conducen a la pérdida del tiempo y de la ilusión en el trabajo. Conviene detectarlos rápidamente y direccionarlos hacia servicios a su medida.

La famosa «misión de educar al cliente», es pura arrogancia, y sólo se cumple en el caso de que el cliente acuda con la actitud de aprender. Y ello implica, por parte del profesional un compromiso altísimo: tener un sólido dominio técnico de cada necesidad, saberlo fundamentar racionalmente y con claridad, y no cebarse en el ego de la profesión. Que no todo aquel que dice tenerla la tiene. Pues también hay profesionales aparentes. Una de cal y otra de arena.

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