Toy Story (servicio, no cuentos)

Un incidente trivial con juguetes dañados demuestra un auténtico compromiso con la satisfacción del cliente, que trasciende las ilusorias promesas del marketing.

Victor Garcia, autor AutorVictor Garcia Seguidores: 188

Toy Story (servicio, no cuentos)
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Había una vez… un niño feliz que poseía dos hermosos juguetes «interplanetarios»: una nave y una estación espacial. Ambos estaban provistos de sendas dotaciones de «astronautas», junto con la correspondiente parafernalia de accesorios y dispositivos asociados a las fascinantes aventuras interestelares acometidas desde un cuarto de juegos. Ambos eran deslumbrantes artefactos en que predominaba el blanco, resaltado por accesorios de cromática intensa, con compartimentos interiores y puertas rebatibles que permitían su apertura y cierre, entre una gran cantidad de partes movibles, diseñadas para facilitar el fluir de la imaginación de los juegos infantiles.

Estaban fabricadas por «playmobil» la internacionalmente reconocida marca alemana; cualquiera de nosotros que hayamos tenido la experiencia de manipular un «playmobil» —sea para uso propio cuando fuimos niños o como obsequios para nuestros hijos, sobrinos o ahijados— sabemos que son juguetes muy atractivos, de impecable diseño, y que vienen embalados en cajas de diversos formatos, de acuerdo al tamaño del artículo y al despliegue de accesorios del set que contienen, y que, por lo general, es preciso armar y ensamblar las piezas para obtener el resultado exhibido en las fotografías del packaging. Esa característica es parte de la idea: ya desde el primer contacto son juguetes pensados para interactuar con ellos.

Al diseñar los «klicky» —los característicos muñequitos articulados, iconos de la marca— Hans Beck parece haberse inspirado en la rica tradición artesanal germana destinada a los niños, manifestada en multitud de artículos navideños y juguetes artesanales, basados en la simplicidad morfológica y la riqueza cromática. Beck logra encanto y expresividad con mínimos recursos formales de matriz geométrica: cuerpos estilizados con brazos y piernas movibles; caritas redondas desprovistas de nariz, con grandes ojos y afables sonrisas de medialuna; manos aptas para asir accesorios diversos que identifican la enorme variedad de actividades humanas representadas en los sets.

Angelitos músicos. Artesanía navideña en madera policromada, Alemania, circa 1950.
«Klicky» de «playmobil». Diseño de Hans Beck, Alemania, circa 1972.

Los diseñadores podemos apreciar la excelencia de forma y función de estos juguetes por su extraordinaria versatilidad en su aparente simplicidad. Desde una perspectiva comercial, por la resistencia al uso intensivo al que son sometidos los productos por parte de los implacables usuarios infantiles, representan casi una paradoja del marketing contemporáneo: nada de «obsolescencia programada». Son juguetes «programados» para durar.

El cántaro y la fuente… o los juguetes y el uso

A pesar de todas las previsiones de los diseñadores y los fabricantes, unos juguetes modulares con multiplicidad de partes móviles, que pueden armarse y desarmarse asiduamente y plegarse y desplegarse indefinidamente al compás de las necesidades, exigencias y apetencias lúdicas de los niños, en algún momento pueden sufrir algún desperfecto irreparable. Y ese momento, para aquellas maravillas del espacio sideral/cuarto de juegos, finalmente llegó: sus preciosas puertas/escalera de quita y pon rebatibles sufrieron la rotura de algunas bisagras de anclaje a las naves, después del plegado/desplegado número mil uno, por lo cuál tratándose de monopiezas moldeadas en plástico, eso implicaba que ya no se podían usar según las previsiones del diseño y los deseos del frustrado niño.

Aún cuando no revestían un carácter definitivo, pues no anulaban la operatividad completa de las naves ni mucho menos, indudablemente, los desperfectos habían contrariado y afligido al pequeño poseedor. El hechizo en cierto modo también se había roto junto con esas piezas, pues los juguetes repentinamente limitados en sus funciones ya no eran lo mismo. De modo que había que intentar devolver al niño la sonrisa perdida. Pero las cosas no pintaban tan sencillas: en el mercado local no se podían conseguir piezas de repuesto, como se pudo verificar al consultar al importador.

Nunca digas nunca

Llegado este punto, había dos posibilidades: a) resignarse y aceptar los designios del Destino, asumiendo la inexorable finitud de los juguetes en su cotidiana confrontación con los factores imponderables del uso; ó b) intentar revertir la situación apelando a instancias superiores. Esto es, intentar establecer contacto con el fabricante en sus lejanas tierras teutónicas, para exponerle tan particularísimo caso y la imposibilidad fáctica de conseguir los repuestos, aspirando a su comprensión. Con la fantasía y la esperanza de restituir a los averiados juguetes el esplendor perdido y a su poseedor, la sonrisa ídem.

Había algunas complicaciones: ¡No había e-mail, ni Web! Estamos hablando de un —hoy inconcebible— planeta pre-Internet. Lo que suponía redactar una carta, mecanografiarla en papel, introducirla en un sobre, pegarle un sello postal del valor adecuado y despacharla por correo aéreo; una tediosa secuencia de procedimientos analógicos, por una causa con escasos argumentos de defensa, pues las averías fueron el resultado del uso, no de alguna defección claramente atribuible a los productos que pudiera ser demostrada más allá de cualquier duda razonable… Una «causa perdida» clásica. Precisamente ese aspecto de aventura con final abierto fue determinante para decidirlo.

¡Piedra libre al enmascarado!

A esta altura de los acontecimientos, es oportuno develar el enigma de los protagonistas: se trata de un suceso autobiográfico que me tocó experimentar en mi rol paterno. Agotadas las posibilidades a mi alcance, asumida desde el principio la condición «2Q» (quijotesco-quimérica) de la acción que iba a intentar, escribí mi carta directamente en castellano, sin siquiera detenerme a considerar la pertinencia de hacerlo en inglés —y ni hablemos de alemán, que hubiera sido naturalmente más adecuado y hubiera evitado confusiones, como se verá más adelante—; en ese escrito, sintetizaba los hechos y apelaba a la amable predisposición de una empresa en la que no conocía a nadie, enviándola a una dirección conseguida ya ni recuerdo cómo ni dónde. Y esperé. Es lo que tienen en común ilusos y desquiciados: obsesiones, obstinación y paciencia.

Contra toda lógica, la espera rindió sus frutos: en tiempo relativamente breve, arribó un pequeño paquete postal enviado por vía aérea, conteniendo una amable respuesta en alemán firmada por Sabine Hirschmann, acompañando unos repuestos cuidadosamente embalados y protegidos con envoltorio plástico de globitos de aire. Pueden imaginar mi satisfacción y la alegría de mi hijo. Una empresa a miles de quilómetros de distancia, sin que mediara razón suficiente, accede al requerimiento de un particular —que dijo haber adquirido algunos de sus productos en Buenos Aires— y remite unos repuestos que no se comercializan por separado. Una asombrosa actitud comercial, que excede cualquier análisis desde la perspectiva del servicio post-venta.

Carta en castellano con el croquis de las piezas solicitadas y esquela de respuesta en alemán.

Pero hubo algo más: como consecuencia de mi carta escrita en castellano, posiblemente no se llegó a comprender bien cuáles habían sido todas las piezas dañadas de esos juguetes, y en esa confusión, de las dos o tres piezas solicitadas, enviaron una equivocada. Escribí nuevamente a la empresa, narrando el incidente de la pieza equivocada, teniendo la precaución en esta oportunidad, de hacer un pequeño bosquejo de la pieza en cuestión. A vuelta de correo, un nuevo envío aéreo rectificó el error involuntario de la vez anterior. Resultado: dos meses después de mi primera carta, los juguetes volvían a estar completos.

Buena marca es mucho más que buen marketing

No hubo nada de sobreactuación de parte de la empresa, ninguna desconfianza ante lo que podía haberse interpretado como un pedido descomedido o incluso abusivo por parte del cliente. En una sociedad bastante tolerante con la impostura, en que toda empresa grande o pequeña se vanagloria constantemente de sus presuntas bondades mediante acciones de marketing dirigidas a convencernos de esas pretendidas virtudes, apelando a slogans comerciales de incomprobable verosimilitud, ofrezco mi testimonio de reconocimiento a la empresa que me permitió creer en que otras prácticas comerciales eran posibles; sin alharaca ni demagogia ni falsas promesas. Resolviendo simple y eficazmente la situación planteada, para brindar un gratificante servicio extra-contractual al cliente.

El centro espacial y la nave intergaláctica en su renovado esplendor.

Este incidente revela la presencia subyacente de una ética comercial proactiva que no buscó excusas ni justificaciones en los reticentes, convencionales y restringidos alcances de cualquier vínculo mercantil/contractual standard, para eludir responsabilidades; incluso aunque éstas fueran difusas, como en este caso.

Este episodio sucedió hace bastante tiempo, mi hijo es ya un diseñador hecho y derecho, que hace ya mucho ha dejado de jugar con los «playmobil». Conservamos igualmente ambos un recuerdo indeleble por la asistencia recibida, que se extendió más allá de lo razonablemente esperable de un servicio post-venta en cualquier lugar del planeta. Aunque debo confesar que no he vuelto a experimentar algo parecido desde ese entonces, no pierdo las esperanzas.

A partir de esta experiencia tan singular, podríamos imaginar un mundo de fantasía en el que las prácticas comerciales comprometidas con una genuina vocación por la satisfacción del cliente fueran usuales; en lugar de proclamarlo sistemáticamente, aunque no siempre con suficiente convicción, como suele ser de estilo en piezas de comunicación de todo tipo. Imagino también que esta pueda parecer una pretensión excesivamente ingenua y acaso ilusoria. Pero de ilusiones también se vive…

Y colorín, colorado…

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