La letra en el aula
¿Cómo hacer que el estudiante diseñe al servicio del texto y, a la vez, desarrolle un pensamiento crítico propio?
AutorVirginia Ramirez Moreno Seguidores: 4
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En un libro bien hecho, donde el diseñador, el cajista y el impresor hicieron su trabajo, no importa cuántos miles de líneas y páginas tengan que ocupar, las letras están vivas. Bailan en sus asientos. A veces, hasta se levantan y bailan en los márgenes y entre las columnas.
Una serie de hojas prendidas en el pizarrón de corcho presentaban el primer avance de los proyectos que los alumnos tendrían que terminar dos semanas después como trabajo final, que consistía en el diseño de los interiores de un libro. En esta sesión, el avance mostrado correspondía a la elección de la familia tipográfica y de la composición o diseño de la página.
A un mes de que el curso concluyera, ésta era apenas la segunda clase que le daba al grupo como profesora suplente, así que yo no sabía qué esperar del grupo y, claro, el grupo no sabía qué esperar de mí.
Miré sin mucho detenimiento cada una de las hojas expuestas, me dirigí a una alumna y, señalándole un trabajo al azar, le pregunté:
—¿Tú cómo ves esta propuesta?
La chica se encogió de hombros y respondió: —Yo la veo bien.
—¿Bien? —acoté.
—Bueno, la tipografía tal vez es pequeña…
—Pequeña…, ¿de quién es el trabajo? —dije, dirigiéndome al grupo. Una mano se alzó en una esquina, era de una alumna, que al momento comenzó a explicar su propuesta de trabajo, según ella la tipografía no era pequeña pues el libro estaba pensado para «altos lectores»; aunque ya viendo todo el conjunto consideraba que los márgenes estaban muy reducidos, que la mancha de texto se veía pesada y entonces calcularía el promedio de caracteres por línea óptimo para el grupo de altos lectores. Haría los ajustes según los resultados del cálculo.
Los alumnos, después de la explicación de su propuesta, era evidente que esperaban mi aprobación para seguir adelante o cualquier señalamiento claro de lo que debían hacer según mi criterio, es decir, estaban dispuestos a hacer lo que yo indicara, lo cuál me causó preocupación. La dinámica era así y los alumnos no se cuestionaban acerca de sus decisiones ni exploraban más de lo indispensable.
En mi experiencia, la actividad del diseño se aprende a través de tres formas: la teoría, la observación y el análisis, y, por supuesto, la ejecución. Pero ¿cómo enseñarles a los alumnos qué observar o, más aún, lo que pueden hacer? Además, está la parte que corresponde al oficio, hay que entender las reglas que rigen el juego, lo cual se logra con la experiencia. El diseñador editorial tiene que estar al servicio del texto y conocer los cánones propios de ese quehacer, pues no basta con conceptualizar, hay que saber hacer un uso correcto de las herramientas que se tienen al alcance y con esto lograr un buen diseño de página, que parezca tan natural que el lector no se percate de ello. Éstas son las palabras de Jorge de Buen (2000) al respecto:
«Equilibrar y armonizar el texto significa un reto emocionante; lograrlo, pasando inadvertido, es un arte sublime».
Por mi corta experiencia como docente, tenía temor de «vacunar» a los alumnos contra el diseño editorial, así que me preguntaba cómo podría invitarlos a que ellos mismos fueran los que se cuestionaran acerca del acierto o desacierto de sus decisiones. ¿Cómo inducirlos a que, aparte de jueces se forzaran a ver más allá y le sacaran «punta al ojo»? ¿Cómo explicarles un método para abordar un problema, y a la vez precisarles que no existen recetas que garanticen un resultado?
¿Cómo empezar? Bien, pues mezclando las tres formas de aprendizaje. Por ejemplo, exponer la parte teórica del tema, observar y analizar lo que otros han hecho o dicho sobre él, para después aplicar eso mismo y aun hacer propuestas innovadoras pero fundamentadas, para luego volver a observar y analizar. El paso siguiente sería confrontar los resultados. De manera que sabía que debía enseñar a mis alumnos cómo empezar a sustentar sus descubrimientos, y no con simples intuiciones, sus aciertos y sus áreas de oportunidad. De esta forma, con el continuo ejercicio, les ayudaría a sentar las bases para que en un futuro pudieran no sólo hacer, sino también proyectar, refiriéndoles que, como dice Otl Aicher (1994) «un pensador es algo mejor que un hacedor, quien organiza es más que quien produce».
Así pues, volví a ver las hojas apuntaladas con tachuelas, aprovechando que tenía la atención del auditorio, y con mi libreta de apuntes en la mano cité a Le Comte (2004):
«Una página de texto bien compuesta o diseñada depende más del conocimiento del uso tipográfico que de la inspiración o del talento».
Hay entonces mucho en qué trabajar, sin duda. La atención bien puesta de mi auditorio no logró otra cosa sino emocionarme, pensando en cómo crecerían las propuestas que estaban ahí expuestas y en lo que podrían convertirse.
Proyectar, pensar, organizar, comunicar, hacer, usar, comprobar son, a final de cuentas, las palabras que se quedan en mi mente, se combinan entre sí divertidas y arriesgadas.
El reto es entonces, hasta donde logro vislumbrar, hacerlas nuestras y aplicarlas en nuestros proyectos actuales y futuros de trabajo, y creo que también de vida.
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