Grafiti y procomún
Para comprender el sentido político del grafiti y el stencil, cabe distinguir la diferencia entre unas señales de apariencia política pero exclusivamente cosméticas, elaboradas desde el ámbito del diseño, y las auténticas expresiones del movimiento social.
AutorAitor Méndez Seguidores: 6
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Recientemente he leído el artículo «Branding in the street», de Vik Arrieta, sobre la asimilación del grafiti por el entorno comercial. Su constatación es cotidiana y evidente. No necesita más explicación. Son en este caso los diseñadores que dándose cuenta de la relevancia que el medio tiene en el ámbito social se lanzan a su explotación.
Llama la atención que en el texto no haya ningún juicio crítico sobre este fenómeno, llegando a adoptar un tono complaciente y acabando en una exaltación del la manipulación.
El grafiti surge como el único medio posible para visibilizar la incontenible producción simbólica de ciertos sectores sociales sin recursos. Jóvenes cuyo ocio se desarrolla en las calles, que aprovechan el espacio visual de uso cotidiano para comunicar su mera presencia (léase la tradicional tendencia al tag) o, en posteriores desarrollos, para expresar reivindicaciones vetadas en otros medios de comunicación dirigidos por los poderes dominantes.
En otras palabras. La producción simbólica en este sector de la población es inevitable (sí, la producción cultural es un fenómeno universal, no exclusivo de la industria) y su única salida posible es la calle.
No olvidemos que la calle es un espacio procomún. No es un espacio libre, sin dueño, en el que cualquiera puede intervenir. Es un espacio regulado para que pueda ser utilizado por todos bajo ciertas normas. La invasión del procomún por los chavales para dar rienda suelta a sus incontinencias tribales me parece saludable pero el uso de las calles con fines comerciales me parece un quebrantamiento de la norma inaceptable.
El artículo de Arrieta acaba con esta perla de la exaltación neoliberal, en el que el potencial comercial justifica todo.
«Quizás los diseñadores estén tomando conciencia de la real importancia que cobra su oficio y su vocación por comunicar en forma bella; por lo que han decidido resignificar su rol en la cadena de la producción de consumos y dar un paso al frente, demostrando el dominio que tienen de los códigos urbanos y su capacidad de marcar».
La publicidad y el ámbito de la comunicación en el entorno comercial está poseído de uno de los más altos índices de charlatanería. Esta situación se agrava al añadir la impúdica intención que anida en los diseñadores gráficos de abusar indiscriminadamente de su control del medio. Ahora el procomún, el espacio de todos, ya no es utilizado para la transmisión cultural popular, sino para «producir consumo» y «marcar».
El texto viene a ser una justificación más de la práctica publicitaria desde la publicidad.
Respecto al artículo «El stencil en Buenos Aires» de Daniel Wolkowicz, diré que parece una serie de intuiciones más bien poco rigurosas que una explicación de una práctica polifacética, con distintas dinámicas, distintas lógicas, lógicas excluyentes, como corresponde a un fenómeno complejo.
Wolkowicz pretende dar una explicación política basándose en cuestiones formales (en el lenguaje) y en cuestiones metodológicas (clandestinidad y espontaneidad) e incurre en el clásico error de confundir causalidad con correlación. En este caso, más allá, causa y efecto. Cito:
«Desde siempre el graffiti fue y es un lenguaje, que por sus características formales y tecnológicas condicionó el mensaje. La espontaneidad del aerosol y la clandestinidad de la pintada callejera, determinaron que su significado se asociara por forma y contenido a situaciones ocultas, políticas, anárquicas, de tribu, salvajes, herméticas, satíricas o de denuncia».
Explicar la naturaleza política del stencil requiere situarlo en su contexto económico y social.
Vayamos con lo social
No es el lenguaje ni la clandestinidad lo que determina el contenido político de la acción callejera. Podría ser más bien al contrario. El mensaje político puede transmitirse mejor con cierto tipo de lenguaje. Pero lo relevante en este caso no es el lenguaje sino un medio que puede ser intervenido con independencia de los poderes dominantes. Esta independencia de las jerarquías se transforma en autonomía expresiva, porque no existe regulación institucional que condicione el mensaje. Es entonces cuando (hablando en un sentido memético) los mensajes que pueden estar vetados en otros medios encuentran un entorno propicio para proliferar. Acuérdense de McLuhan: es el medio el que condiciona las estructuras sociales. Es el medio el que permite o no la politización del mensaje.
Vayamos con lo económico
La proliferacción del grafiti, el stencil y todas sus ramificaciones se explican contextualizándolas en el terreno de la economía de la atención. Explicar ahora el fenómeno no ha lugar. Diré sólo que uno de los bienes escasos que regulan la concurrencia del mercado en una economía de bienes inmateriales (hablamos de capitalismo cognitivo) es la atención. La atención es un bien escaso porque las personas tenemos un límite. Podemos prestar atención a un número limitado de cosas, mientras que las ideas pueden distribuirse ad aeternum sin desgaste.
Siendo la atención el objeto codiciado por todos, desde empresas hasta grafiteros de base, las calles se revalorizan por su condición de escaparate, y lo que antes fue colonizado por un grupo sin más posibles que la ocupación del procomún es ahora invadido también por instituciones diversas de distintas formas.
Por ejemplo, el «street-artista» Zevs, al igual que Banksy, interviene logotipos, el espacio público de carácter comercial, en una acción transgresora de la norma y fuertemente crítica con la sociedad de consumo mientras, al mismo tiempo, traslada sus acciones al ámbito más ferozmente comercial de la galería con la sencilla técnica de pintar en un lienzo lo que ha pintado por las calles. Esta dinámica (captar atención en las calles = prestigio en la galería) es la que finalmente persiguen los diseñadores de los que habla Arrieta.
Otros como Noaz prefieren mantener una dicotomía hermética entre su trabajo en las calles, irreprochable desde la ética, y su trabajo como publicista, irreprochable desde el negocio. Sus dos mundos no se relacionan pero poseen lógicas excluyentes.
Al final, el grupo de los desposeídos, los grafiteros del tedioso y clásico tag son los que han legitimado el medio para su intervención. La permisividad social hacia este sector ha permitido confundir su necesidad de producción simbólica con la necesidad de las empresas de rentabilizar un importante espacio de visibilidad en una economía de la atención.
Esta segunda hornada de diseñadores y empresas que pretende un uso comercial del espacio público ha adoptado, desde un punto de vista formal, el lenguaje reivindicativo con fuerte connotación política que en un principio portaba el grafiti, pero desprovisto del mensaje original. Esta reificación estética desactiva por completo sus pretensionas sociales. Ya hemos visto que el carácter político es indisociable de la independencia institucional y la autonomía expresiva, así que, cuando el grafiti depende del mercado ¿dónde queda?
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