Su majestad el público objetivo
Orígenes de la priorización de las audiencias en la definición del perfil corporativo.
AutorNorberto Chaves Seguidores: 3908
EdiciónLuciano Cassisi Seguidores: 2031
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Este es el cuarto y último artículo de una serie dedicada a la relación entre perfil estratégico y audiencias, en organizaciones de todo tipo. Público y perfil estratégico, Fuentes del perfil estratégico, y Perfil innovador y mercado de oferta fueron los anteriores.
De esas reflexiones podemos extraer dos conclusiones básicas, a saber:
- La investigación de las audiencias no constituye una condición sine-qua-non para la definición del perfil estratégico de una organización, cualquiera esta sea. Y sólo en ciertos sectores y en ciertas entidades incidirá en la definición de la oferta (que no es sinónimo de «perfil»).
- En cambio, esa investigación sí suele ser indispensable para ajustar la comunicación a las condiciones de recepción por parte de las audiencias. Es lo que ocurre espontáneamente en la comunicación interpersonal: mis interlocutores no modifican mi personalidad, pero determinan férreamente mi manera de hablarles a cada uno. Que será siempre diferente.
La investigación de las audiencias no es una condición a priori sino un recurso a posteriori de la detección de faltas de información. Es la solución adecuada para despejar incógnitas que no sean superables ni por la experiencia ni por la inteligencia.
Para cerrar esta serie de notas, podemos preguntarnos –dándole la vuelta al tema– ¿de dónde provendrá esta creencia de que el público y su investigación constituyen la fuente de fundamentos de la identidad de toda organización? ¿cuál será el origen de ese desmesurado protagonismo asignado al marketing en la gestión de la identificación? Tomemos, entonces, tal prejuicio como síntoma e intentemos una interpretación. Y con ello cerremos nuestras reflexiones.
La primera causa salta a la vista: la inexperiencia. Los escasos o nulos antecedentes en dirección estratégica de la identificación corporativa e institucional inducen a la pura conjetura. Y se busca en las disciplinas técnicas más difundidas –tal la mercadotecnia– respuestas que solo están en la realidad. Y esta opción por el marketing no es casual. Veámoslo.
La sociedad de mercado no es un mero hecho económico: conlleva toda una cosmovisión. En ella, el mercado es mitificado como un auténtico logos: fuente de todas las verdades. De allí que en el pensamiento ingenuo el marketing exceda su carácter de disciplina técnica auxiliar, para ocupar el puesto de filosofía general de la gestión corporativa.
Lamentablemente, este desplazamiento falaz, que en el opinante de a pie resulta plenamente comprensible, también suele confundir a directivos improvisados que se aferran a las recetas como el náufrago al tablón. Y aquí tal desorientación no es inocua: la experiencia prueba hasta qué punto puede conducir a la toma de decisiones fatales. La falta de experiencia la corrige el tiempo, pero la mentalidad ingenua es difícilmente reeducable.
Una segunda causa de aquel preconcepto radica en que la misma hegemonía de lo mercadológico orienta el pensamiento profesional hacia un objeto particular asumido como universal: la empresa; y más restringidamente aún, la empresa comercial dirigida al consumidor final. Se extrapolan de esta última los criterios de gestión, velozmente y sin escalas, hasta llegar a los propios Estados. El opinante desinformado afirmará que «un país es un producto y hay que venderlo como tal»… y se quedará tan ancho, convencido de su sagacidad.
Una tercera fuente de la confusión, también derivada de la cosmovisión mercantilista, es la identificación de «perfil» con «oferta». La oferta pasa a concebirse como la quintaesencia de la organización, o sea, su perfil estratégico. Una identificación desbaratable de inmediato con solo recordar el papel creciente de la innovación y de la diversificación. Resulta curioso, entonces, que profesionales que reivindican la innovación como valor supremo, luego hagan descansar en las opiniones del público ya no solo la oferta sino incluso el propio perfil de la organización.
Cierto es que la sociedad de consumo extiende su modelo a actividades inicialmente ajenas a lo mercantil: la educación, la salud, la cultura pasan a ser mercancías, y ello las somete las leyes del mercado. Ya lo decía Marx en el XIX: «en el capitalismo todo deviene mercancía». Y la historia le ha dado la razón hasta extremos insospechados. Pero hay mercancías y mercancías. Y la mercancía modélica en el tardo capitalismo es un intangible: la innovación, nombre políticamente correcto de la obsolescencia programada. Y es la propia sociedad la que exige la diferenciación: no puede confundir un «Museo de la Ciencia», vendedor de curiosidades para el entretenimiento masivo, que un «Centro de Investigaciones Técnicas y Científicas»… al menos, de momento.
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