La desmaterialización de la arquitectura bancaria
La arquitectura bancaria permite observar los cambios de paradigma que tuvo la disciplina a lo largo del Siglo XX. ¿Se trata de un género en vías de extinción?
AutorEmmanuel Pan Seguidores: 2
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Históricamente los bancos auspiciaron como protectores de los valores económicos de los ciudadanos. Esta protección no era solo simbólica sino que, desde los físico, brindaba la imagen de ser lugares seguros e impenetrables; fortalezas construidas para la eternidad con los materiales más resistentes a disposición, al menos en occidente. Un buen ejemplo son los edificios del Banco de la Nación Argentina, erigidos a lo largo y ancho del país (muchos de ellos aún en pie). Este estilo arquitectónico coincide con el de las casas centrales de otros bancos privados, nacionales y extranjeros ubicadas en la «city porteña». Estos edificios retoman estilos historicistas: templos neoclásicos pero también eclécticos, fortalezas a la escala de Dios con puertas de bronce, paredes revestidas de mármol, frisos alusivos a la actividad del comercio o el país de origen del banco, que relatan historias como si de libros en piedra se tratara; columnas sosteniendo bóvedas exquisitas y salones tan enormes y abiertos que cualquier palabra pronunciada es repetida por un intenso eco en estos espacios por completo aislados de cualquier sonido exterior.
Ante semejante monumentalidad el visitante se siente pequeño y no puede mas que admirar la obra, una arquitectura coherente con la visión de que si el dinero es el Dios de nuestros días, definitivamente estos edificios podrían ser sus templos. Esta fue la arquitectura bancaria dominante en la Argentina desde principios del siglo XX, dejando obras de la talla del Banco Alemán transatlántico de Ernesto Sackmann (1924-1926), el edificio del Banco de Boston de Paul Chambers y Louis Thomas(1924) y el Nuevo Banco Italiano (actual BBVA Francés) de De Lorenzi, Otaola y Rocca (1929) entre muchos otros. Sin embargo, se acercaría un cambio que se llevaría consigo todo el simbolismo que las edificaciones bancarias pretendían eternizar.
En los años 40 y 50 mientras que en Europa ya se habían incorporado algunas de las ideas modernas provenientes de los movimientos de vanguardia, en Argentina aún se seguían construyendo bancos de estilo historicista como el Banco Nación de Alejandro Bustillo (1940-1955). Recién en las décadas del 60 y 70 fueron teniendo mayor asidero en el país los nuevos planteos del movimiento moderno. La arquitectura bancaria incorporó nuevos estilos —como el brutalismo del Banco de Londres de Clorindo Testa, 1966— que produjeron un gran impacto, ya que rompían totalmente con el aspecto que se esperaba para un edificio bancario incorporando hormigón armado, vidrio y hierro, como materiales predominantes. Aunque es cierto que estos ya se habían utilizado mucho antes en edificios destinados a otros rubros, como el teatro (el Gran Rex de Alberto Prebischen, 1937) o en mercados (el del Abasto de Victor Sulčič en 1934) entre muchos otros.
Si bien en la actualidad la mayoría de los bancos siguen conservando los edificios de sus casas centrales originales, no sucede lo mismo con la construcción de sucursales nuevas. Para estas hubo un cambio de rumbo. La arquitectura moderna nos propuso edificios basados en las premisas de liviandad y funcionalidad, donde los materiales de construcción están estandarizados y provienen de la industria; las dimensiones de estas sucursales pasaron a tener escala humana; los confiables muros de hormigón y mármol desaparecieron para dar lugar a ventanales de vidrio que unen interior y exterior; el vidrio es la transparencia (quizá aquí sí encontremos algo simbólico sobre la imagen que pretende dar un banco), donde la luz se convierte en protagonista (según el arquitecto Le Corbusier, la arquitectura es el juego sabio, correcto y magnífico de los volúmenes bajo la luz). Las líneas son puras y no hay lugar para ningún elemento ornamental ni para alegorías.
El concepto de lujo se ha reformado totalmente en favor de la austeridad en los materiales. Ya no se necesitan carpinteros, herreros, ebanistas, tapiceros ni escultores. No hay personalización en las sucursales, ya que todas tienen los mismos pisos, los mismos carteles y el mismo mobiliario industrial. Estos edificios no llevan sobre sí la firma de su arquitecto porque son hijos de la lógica fabril de la arquitectura, obras que se entregan por delivery donde hagan falta y se montan en tiempo récord (un claro ejemplo es el banco Santander Rio de la Ciudad Universitaria de Buenos Aires, construido en medio de un estacionamiento en solo un par de meses).
Esta «producción en serie» priva al visitante de cualquier sensación de admiración y sorpresa al visitar el edificio. La seguridad en este tipo de arquitectura está representada por las cámaras que todo lo ven y lo graban, todo un canto al panóptico (la prisión ideada por el filósofo inglés Jeremy Bentham). De esta manera, la arquitectura es digerida por el consumismo y deja de ser un patrimonio cultural para convertirse en un objeto industrial descartable.
Continuando en este proceso, hoy se nos ofrece un nuevo paradigma: prescindir también de la arquitectura. En esta carrera hacia el despojo, el edificio pasó del mármol al vidrio y del vidrio a lo virtual, o sea, a la nada física. El banco hoy nos ofrece su versión virtual, donde el dinero físico es una molestia, donde lo funcional es usar una clave bancaria desde un servicio de home banking (una oficina virtual), en la comodidad del hogar. Las sucursales virtuales crecen a pasos agigantados en tanto desaparecen las físicas; la banca móvil se traslada al teléfono celular y, al mismo tiempo, nos ofrece un nuevo concepto en seguridad, donde lo que protege nuestros valores monetarios ya no es una bóveda de hierro, ni guardias de seguridad, ni puertas de bronce, sino un código numérico de 4 dígitos.
El cliente abraza esta comodidad y todo esto nos lleva a una conclusión: hay menos edificaciones, desaparece la arquitectura bancaria como arte y desaparece también su disfrute. El banco ahorra fortunas y optimiza recursos, es cierto, pero también se pierde diversidad arquitectónica para hoy y para la posteridad. Aquí es donde el diseño deja de ser un valor agregado para convertirse en una pérdida del patrimonio de un pueblo de provincia o una gran ciudad como Buenos Aires, una ciudad en la que caminar por la calle Reconquista o por Avenida de Mayo es una experiencia placentera, tanto para el turista como para los locales. Una ciudad en la que uno puede pasarse horas mirando hacia arriba admirando arquitectura. Cabe preguntarse si al mirar hacia arriba las próximas generaciones verán algo más que vidrio espejado.
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