¡Existo! Luego diseño

Ego-diseño, o la bestia que debemos encadenar.

Juan Carlos Darias, autor AutorJuan Carlos Darias Seguidores: 96

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Durante toda mi vida profesional he debido, de una u otra manera, enfrentarme a distintos dilemas que han afectado mi desempeño profesional. Muchos de éstos tenían o tienen que ver con mi manera de percibir las cosas, incluso el diseño mismo, desde mi propia perspectiva —claro está—; y algunos otros han sido ocasionados por ser el receptor de la percepción que sobre mi labor han tenido, o tienen, fundamentalmente mi círculo de colegas o compañeros de trabajo —diseñadores por supuesto—.

Dichas disyuntivas han estado siempre relacionadas con ese concepto abstracto que llamamos ego; esa parte del ser, del yo, que determina muchas de nuestras acciones profesionales y que, en ocasiones, sirve de herramienta para la superación y —quizás con mayor frecuencia— de piedra de tranca para acceder al óptimo desempeño profesional.

Recuerdo que desde mi etapa de estudiante cuando se criticaba una de mis propuestas o entregas de diseño en clase inmediatamente me ponía en tensión, en un estado de alerta defensiva en la que cada opinión era escuchada con atención, mas no reflexivamente, y a la espera del premio: la critica positiva y halagadora —justa y bien merecida ante nuestro ingenio y esfuerzo—; o el castigo: la critica adversa —injusta e inmerecida situación, desde luego—.

Este panorama se repetía —con matices, por supuesto— entre casi todos mis compañeros a lo largo de toda nuestra experiencia educativa. Ni nosotros ni nuestros profesores de entonces entendíamos las consecuencias que a la larga tendría esa actitud ante la crítica en nuestro futuro profesional.

Lamentablemente, pienso que somos parte de un sistema que ha insistido constantemente en formarnos para un «personalismo» mal orientado, que nos preparó para el «qué dirán» y cómo enfrentarlo, pero muy poco para escuchar y asimilar con atención la crítica y nada o casi nada para la sana autocrítica. No solo nos preocupa la opinión de los demás sobre nosotros mismos, sino que nos empeñamos en mantener —en lo personal— la idea de que somos, en un sentido prácticamente absoluto, únicos, especiales, infalibles e irrepetibles en el entorno profesional. Para ello, por lo general, nos colocamos en una posición que está más allá del bien y del mal: en los recintos destinados solo a los dioses, en este caso no del Olimpo, sino del diseño.

En opinión de muchos colegas, nadie entiende las particularidades de la profesión con la misma «profundidad» con la que cada uno de ellos lo hace. Estamos absolutamente convencidos de que tenemos un «don especial», ¿cómo podríamos entonces equivocarnos?

En uno de esos tantos encuentros que frecuentemente sostengo con otros diseñadores, uno de ellos manifestó su parecer ante los que nos encontrábamos presentes sobre un tópico relacionado con algún fundamento del diseño que en el momento se estaba discutiendo. Ingenuamente, le manifesté que, si bien respetaba su opinión, no estaba de acuerdo con su punto de vista sobre el tema. ¡Mas hubiera valido no haber realizado tal comentario! De inmediato lanzó imprecaciones al cielo, a todos y muy especialmente a mí, alegando la infalibilidad de su parecer y añadiendo, además, que no había forma ni manera de oponerse a él pues «él estaba en la razón y punto». Esto, evidentemente, generó sorpresa y preocupación entre los presentes. Sin embargo, este tipo de conducta suele ser cada vez más frecuente; esta anécdota es solo un ejemplo de cómo hemos venido alimentando durante años a esa bestia gigantesca que denominamos ego.

Según Freud: es el «principio de realidad», es consciente y tiene la función de la comprobación de la misma, así como la regulación y control de los deseos e impulsos provenientes del Ello. Su tarea es la auto conservación y utiliza todos los mecanismos psicológicos de defensa. En lo particular, no pienso que este concepto abstracto sea intrínsecamente negativo, al igual que no creo en la falsa humildad. Pienso que el problema radica en el contexto especifico de nuestra vida profesional, en dejarnos llevar por el ego o en saber controlarlo.

Conversando hace poco, por medio del Facebook, con un amigo radicado recientemente en los Estados Unidos, le pregunté cómo estaba enfrentando la crisis económica actual y cómo esta lo afectaba, a lo que me respondió que, entre otras cosas, había tenido que aprender a encadenar fuertemente a ese animal que convivía con él y que, por supuesto, no era otro que el ego; las circunstancias lo habían llevado a ser más humilde, a adaptarse mejor, a ser mas flexible… En definitiva, estaba aprendiendo a controlar su concepto de sí mismo, lo que no implica en lo más mínimo renunciar a él.

Como profesionales constantemente debemos enfrentarnos a la critica; para ello es nuestra obligación estar preparados, entender que no trabajamos para nosotros mismos y que, mucho menos, diseñamos para nosotros mismos: muy por el contrario, lo hacemos para un comitente con problemas específicos en el área visual, que espera también soluciones especificas a sus problemas.

Creo que es fundamental aprender a testar, revisar nuestro trabajo, establecer mecanismos de comparación y verificación amplios e idóneos. No es posible, ni aconsejable, que solo impere nuestro criterio a la hora de ofrecer respuestas y soluciones. No se trata ni remotamente de atacar nuestro talento o aptitud, pero debemos entender que, por grande que este sea, no escapa a la crítica y mucho menos a la posibilidad —siempre presente— de cometer errores —condición, como sabemos bien, fundamentalmente humana—.

Un buen amigo, destacadísimo diseñador, realizó en una ocasión una serie de portadas para una revista de comunicación visual y publicidad; si bien eran geniales en casi todos sus aspectos, no dejaba de llamar la atención que, sobre las mismas, destacara su propia firma en un gran tamaño, en puntos, incluso mayor que el de los titulares de la publicación en cuestión. Este tipo de situaciones son, desde mi punto de vista, ejemplos del más puro «ego-diseño», que no deja de influir en nuestro oficio y que muchas veces se convierte en una abierta negación de los principios básicos del diseño mismo.

Recuerdo una anécdota relatada por el excelente diseñador argentino y amigo Ronald Shakespear, en una conferencia a la que tuve la oportunidad de asistir en la ciudad de Sao Paulo —en Brasil—, sobre algunos pormenores relativos a la preparación de un papel que realizó el mundialmente famoso actor Anthony Hopkins para la película titulada en español «Lo que queda del día». Hopkins debía representar a un mayordomo, por lo que acordó una cita para tomar té con un antiguo y real mayordomo inglés, con la clara intención de que este le diera claves importantes para representar fidedignamente el papel en el film. La cita se concretó y ambos personajes hablaron amenamente sobre diversos temas durante algún tiempo; al final, cuando estaban a punto de despedirse, el conocido actor le preguntó –con evidente y especial interés– al viejo mayordomo lo siguiente: «¿Dígame usted, si es posible, en qué consiste ser un buen mayordomo?», a lo que le respondió, después de unos pocos segundos de reflexión, el anciano: «En entrar a una habitación a servir y que esta esté ahora más vacía que antes». No creo haber escuchado nunca algo que definiera de manera tan apropiada la función del diseñador, pues, sin duda, lo importante, definitivamente, es el resultado final de nuestra labor y no quién la realizó; los méritos siempre vendrán solos para quién ejerza con propiedad el oficio.

El diseño debe ser primeramente evidente como eso, como lo que es, como diseño y no como el trabajo de fulano o mengano; el diseño se debe fundamentalmente a la función, a su compromiso indudablemente practico, si no los diseñadores estaremos constantemente insistiendo en contribuir con una clara y abierta deformación del oficio que, en vez de concentrarse en la búsqueda de respuestas y soluciones adecuadas a dilemas comunicacionales determinados, se centrará en la promoción de vedettes, de estrellas que brillen tanto en el firmamento como para opacar finalmente su propia labor profesional.

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