El rol del cliente en el diseño

¿Cuál es la participación del cliente en un proceso de diseño profesional y qué «intrusismo» puede producir un perjuicio al resultado de un proyecto?

Felipe Ibáñez Frocham, autor AutorFelipe Ibáñez Frocham Seguidores: 64

Mariano Sarmiento, editor EdiciónMariano Sarmiento Seguidores: 41

El rol del cliente en el diseño
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Ya hablamos sobre las competencias del diseñador y nos interesa mucho cuando definimos los alcances de nuestra profesión. Pero nuestro potencial se limita muchas veces en el encuentro con el cliente, que debería ser una comunión multiplicadora. La objetividad del tema se comprende al observar la pobre calidad en la comunicación visual que relevamos en los entornos urbanos. Frecuentemente el trabajo que se expone en las aulas es cualitativamente muy superior al que nos asalta en las calles.

Una de las claves para comprender esta deficiencia en la actividad profesional comercial (la que produce altos niveles de polución visual, problema no menor en nuestros núcleos urbanos) se halla más en la pobre calidad de los clientes que en la falta de buenos diseñadores. Aunque estos últimos son los responsables de corregir un rumbo posiblemente decadente.

El mejor producto de diseño se obtiene en la asociación de un buen diseñador con un buen cliente. Cuando el diseñador y el cliente mantienen un elevado diálogo cultural e intelectual, cuando el cliente más culto enseña y eleva el nivel del diseñador en la materia o cuando el cliente confía ciegamente en un diseñador que demuestra mayores conocimientos. Por supuesto, excepcionalmente hay buenos productos de malos clientes y viceversa.

Recordamos las reflexiones de Donis Dondis (La Sintaxis de la Imagen) sobre la «alfabetidad visual», que sirven de premisa para dejar claro que, a diferencia del lenguaje verbal (en el que casi cualquiera que sepa leer sabe escribir) en el lenguaje visual casi cualquiera puede leer una imagen (aún siendo analfabeto verbal). Pero se requiere de un aprendizaje mucho más complejo para saber «escribir» la comunicación visual. Por eso no es ético ni profesional dejar en manos del cliente la «escritura» de la imagen para la que nos ha contratado.

El cliente, en cambio, tiene un rol determinante en la calidad de su comunicación. A partir de su sensatez al elegir a un profesional para resolver una necesidad que previamente ha debido detectar, merece nuestro respeto. Entonces es en el diálogo entre las partes donde se produce la primera fase del proceso proyectual: la definición del problema.

Aún cuando el cliente nos aborda solicitando una solución predefinida (por ejemplo: «necesito un catálogo, un sitio web, un folleto»), debemos convencerlo de «retrasar» las conclusiones y, en cambio, emprender un trabajo de diagnóstico, en el cual será el cliente quien dará la mayor parte de las respuestas a las preguntas adecuadas (que sabe formular un buen diseñador experto).

Una vez que ofrecemos al cliente un diagnóstico de su situación comunicacional, sus problemas, necesidades, debilidades y fortalezas, volvemos a requerir de su participación activa para con él establecer el código, el canal y el medio idóneos. Es en este punto cuando el diseñador realiza la primer propuesta. Pero la propuesta no consiste en una opción para que el cliente elija la que más le gusta, sino en el partido (particular) que propone adoptar este diseñador particular, para resolver esta necesidad particular, en este contexto y con los recursos dados (lo que obviamente también es revelado por el cliente). Desde que el cliente acepta la propuesta conceptual y su partido, el resto del trabajo pertenece a la competencia del diseñador.

Es el diseñador quien deberá «escribir» esta comunicación visual y, en caso de que tenga dudas, será otro profesional de la comunicación el único interlocutor válido para constatar el potencial de la propuesta de diseño. Nunca el cliente (salvo que esté capacitado profesionalmente en este campo) deberá entorpecer con subjetividades, caprichos o preferencias personales esta etapa del proceso. En esta instancia el cliente estará en manos del diseñador y su confianza determinará la calidad final del proyecto. El diseñador que atiende a sentencias como «me gusta», «no me gusta», «no me cierra» o «no me vibra», usualmente pierde la propia confianza y se entrega a una práctica que difícilmente ofrecerá un buen resultado.

La escucha del diseñador debe ser lo que en Psicología de la Comunicación se denomina «Escucha Activa». Esta técnica y estrategia se enfoca en lograr que el cliente exteriorice su mayor potencial comunicacional, poniendo atención más en lo que quiere decir que en lo que está diciendo. Sí, los diseñadores también estudiamos psicología, pero no (como a veces parece) para atender los problemas domésticos o psicológicos del cliente conversador, sino para extraer de él toda la información que sirva de input para el éxito en un buen proceso proyectual.

Sobre los riesgos de obedecer caprichos, siempre utilizo la siguiente alegoría.

Un cliente se encuentra con la pieza de diseño que le presenta el diseñador. Se trata de una señal que advierte un accidente del terreno con riesgo de derrumbe. El diseñador, respetando el código (indispensable) ha dibujado un pictograma y el signo es rojo. El cliente se muestra «encantado» con este dibujo (lo que adula al diseñador), pero como cree que debe agregar alguna crítica para sentirse parte de esta solución, cuestiona el color rojo. El diseñador (temeroso de perder la «medalla» que acaba de obtener) puede dudar y hasta aceptar aplicarle un tono de verde (aún cuando no producirá contraste con el entorno natural y contradirá el código). O por el contrario puede adoptar una conducta más seria y explicar al cliente que el motivo de su rechazo al color rojo, posiblemente se relacione con aquel camioncito de bomberos que su padre nunca le regaló a pesar de habérselo prometido, lo que produjo en él un trauma.

Pero la comunicación (a diferencia de la decoración) no está destinada al placer visual del cliente, sino al uso de sus destinatarios. El problema ético de obedecer los caprichos del cliente reside (más aún que en el daño infligido contra nuestra profesión) en el fraude que significa cobrar por un servicio efectivo y funcional que no se está brindando.

Una manera de resolverlo de antemano es trabajar con contratos y presupuestos condicionados por medio de cláusulas que estipulen la modalidad de trabajo profesional. Estos contratos sirven aún más que para proteger la relación comercial, para que no existan dudas sobre los límites y responsabilidades de cada parte. En el artículo Los clientes no compran diseño, Luciano Cassisi aconseja atinadamente no esforzarnos en educar al cliente cuando este solo busca que le resuelvan su problema. A veces tenemos clientes que desean aprender sobre lo que estamos haciendo y estos son quienes mejor podrán valorar el proceso y los resultados, pero frecuentemente un exceso de explicaciones (que siempre serán confusas o complejas para un neófito o ignorante en la materia) puede resultar tedioso o incluso insultante para el cliente.

El juego consiste en hacer ganar al cliente su carrera profesional, comercial, institucional, etc. No hay adversarios y, de existir, serán únicamente los competidores (desleales) de nuestro cliente. Pero jamás el cliente debe ser considerado un oponente en ninguna dimensión profesional. Nunca debemos percibir al comitente como un «jefe» y menos aún en función de la relación «amo-esclavo» que dispone el sistema capitalista: en cuya dinámica el empleado usualmente «ama» (odia) a su empleador, asfixiándose en la relación de dependencia. Debemos aprender (tanto diseñadores como clientes) el formato de relación profesional que han establecido los abogados, psicólogos o médicos. Claro que para ello es condición sine qua non que el cliente valore justamente el servicio, que comprenda que la capacidad del profesional excede la suya en la materia y que lo está contratando porque no sabe resolver dicha necesidad por su cuenta.

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