Diseñador vs. cliente

El cliente perfecto parece ser aquel dispuesto a realizar un «acto de fe» hacia nuestras propuestas, pero ¿cómo pedirle tal cosa sin parecer arrogantes?

José Joaquín Domínguez, autor AutorJosé Joaquín Domínguez Seguidores: 21

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«No me siento ofendido, podéis estar tranquilos».

Eso es lo que tuve que decirle a un cliente que creyó que mi negativa a seguir trabajando con ellos obedecía a algún tipo de ofensa personal. Nada más lejos de lo que debe ser una relación comercial-profesional sana. Las discrepancias con el cliente son algo habitual y previsible, dado que, lo que los profesionales de la comunicación esperamos del «cliente perfecto» es prácticamente un acto de fe.

Comprendo que es muy duro asumir por parte del cliente el hecho de que los argumentos a su alcance —del tipo «me gusta-no me gusta», «bonito-feo» o «lo entiendo-no lo entiendo»—, son en la mayoría de los casos irrelevantes a efectos de eficacia y éxito de la pieza de comunicación gráfica. Sé que puede sonar muy soberbio, pero así es. Tal es el origen de la eterna dialéctica entre cliente y profesional del diseño.

¿Imagináis a un paciente haciéndole sugerencias al cirujano que tiene que operarle? Sin embargo, todos nos creemos capacitados para juzgar una pieza visual, por el simple hecho de que podemos verla. Verla, no es más que una función fisiológica, como defecar; no significa comprenderla. Y no me refiero sólo a la comunicación visual. En el fondo, reconozcámoslo, todos nos hemos sentido tentados en alguna ocasión a pensar que «podríamos haber escrito una letra mejor para esa canción», «yo hubiera escrito un guión más ingenioso para tal capítulo», «ese edificio tiene demasiadas plantas y pocas ventanas».

Afortunadamente, una buena marca gráfica será un comunicador eficaz independientemente del grado de conformidad del cliente, de la misma manera que una cebolla te alimentará, a ti y a cualquier otro «usuario», aunque tú detestes la cebolla; ésta hace su función y no importa si es bonita, fea, sabrosa o desagradable, porque forma parte de un fin último superior: alimentar el cuerpo. Un signo marcario no es un fin en sí mismo ni tampoco la guinda (como afirma Enric Satué1) que corona el pastel; es tan solo parte de un plan (ni siquiera la parte más importante), de un sistema, de un objetivo superior que, en el caso particular que me afectaba, era vender un producto.

Por más pedagógicos y transparentes que los diseñadores seamos durante el proceso creativo, no podremos superar la barrera de aquellos clientes que confían en su propio, respetable e insuficiente criterio. Ese cliente obtiene la marca gráfica que quería —y está muy satisfecho, especialmente por que ha participado en su creación— pero no es óptima. Como mencionaba al principio, el «cliente perfecto», capaz de realizar el acto de fe, es aquel que forma parte de una consolidada cultura del diseño. Ese cliente es raro de encontrar.

«Las antiguas leyendas hablan de ellos, seres sobrenaturales que suelen reunirse en noches de luna llena, en magníficos templos diseñados por Norman Foster, templos cuyo presupuesto de edificación fue respetado hasta el último céntimo. Realizan ritos secretos de culto a al eficiencia, celebran orgías con vino español, sacrifican algún que otro unicornio pero no hay noticia de que jamas hayan sacrificado a un diseñador experimentado».

Esto último es ficción, claro, me he dejado llevar por la imaginación. Admito que en determinados momentos, la minuciosidad y exigencia del cliente pueden ser claves para avanzar en el proyecto. El peligro reside en pasarse de frenada, en no saber parar a tiempo.

Por lo tanto, y para sosegar a aquel cliente, estas fueron mis palabras: «Tranquilos, nuestra dinámica de trabajo ha sido la habitual, vuestra marca gráfica será efectiva (aunque yo no esté muy satisfecho del resultado final) y vuestra obligación ahora será, como en los matrimonios, honrarla, amarla y respetarla».

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  1. «El diseño no es una guinda», Manuel Estrada. Ed. Aldeasa, 2003.
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