Sobre honorarios y derechos de autor

Es necesario un instrumento contractual que permita al arquitecto o al diseñador obtener remuneración por el trabajo intelectual que involucra el desarrollo del proyecto, sea este implementado o no.

Eduardo Parra Chavarro, autor AutorEduardo Parra Chavarro Seguidores: 4

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Hace aproximadamente seis años, de regreso en Bogotá y colmado de un espíritu emprendedor recién consolidado, investigué acerca del procedimiento requerido para el registro de una «marca» encaminada a denominar y distinguir un proyecto personal de empresa que deseaba promover. Su nombre fue finalmente registrado ante la Superintendencia de Industria y Comercio —encargada de la Propiedad Industrial— el 6 de julio de 2006. Reconociendo la importancia de una «marca» como patrimonio fundamental de cualquier empresa que procure constituirse en referente, surgió también el interés por indagar acerca de la protección de obras en el campo de la arquitectura. Así se inició mi interés por la Propiedad Intelectual y especialmente por los Derechos de Autor.

Al acercarme a las dependencias de la Dirección Nacional de Derechos de Autor —encargada de los derechos de autor— suponiendo que podía encontrar información adicional, reflexioné sobre la eventual existencia de un documento que, actuando como contrato, lograra registrar la autoría «intelectual» de una obra arquitectónica. Sin embargo, la respuesta más aproximada a la inquietud planteada fue un modelo de contrato destinado a establecer los derechos de edición de una obra literaria. Deduje por tanto que no existía documento alguno de naturaleza jurídica que pudiese reglamentar el estadio preliminar de diseño entre un arquitecto y un cliente potencial de manera explícita; estadio de proyectación inaugural que sintetiza la razón de ser de nuestra disciplina.

Desafortunadamente, para el mercado que ha impuesto por mucho tiempo las reglas de juego e incluso para algunos arquitectos, las ideas que son plasmadas sobre un papel no poseen relevancia alguna. Todos hemos escuchado en alguna oportunidad la «anécdota de cajón» acerca de obras de arquitectura que fueron concebidas y esbozadas sobre la textura rugosa de una servilleta mientras el arquitecto en cuestión consumía ingentes cantidades de cafeína. Este es el estadio de creación que hasta ahora ha sido relegado y olvidado, obviando su trascendencia como parte fundamental de aquello que conocemos como ejercicio profesional. Para fundar los cimientos de mis primeras aproximaciones al tema debo aclarar conceptos y relaciones entre ellos citando fuentes veraces.

La «propiedad intelectual» es un marco integral que incorpora en dos categorías generales, varias categorías específicas de protección según la naturaleza de la creación. La «propiedad industrial» comprende la categoría «marcas», destinada a la protección de la denominación de productos en el sector comercial o de empresas en el sector servicios; «patentes», destinada a la protección de invenciones técnicas; y «dibujos industriales», destinada a la protección de modelos industriales. Los «derechos de autor» son una categoría independiente destinada a la protección de obras literarias, científicas y artísticas que comprenden la categoría «derechos conexos», destinada a la protección de las formas de difusión e interpretaciones de las obras pertenecientes a los derechos de autor. Esta última categoría indica específicamente que serán objeto de protección:

«las obras de dibujo, pintura, arquitectura, escultura, grabado, litografía; las obras fotográficas a las cuales se asimilan, las expresadas por procedimiento análogo a la fotografía, las obras de artes aplicadas; las ilustraciones, mapas, planos, croquis y obras plásticas relativos a la geografía, a la topografía, a la arquitectura o a las ciencias». (Convenio de Berna, Art. 2)

Preciso según esta explicación que son los dibujos, croquis, maquetas, planos e ilustraciones (¿generadas por computador?) los medios exclusivos capaces de demostrar materialmente las ideas producto de la mente del autor; cuando «propiedad intelectual» es textual referencia de «protección de la creación del intelecto humano».

Así en adelante, la categoría «derechos de autor» incluida en el marco integral de la propiedad intelectual será el espacio de convergencia para futuras discusiones. Entonces, cuando las ideas materializadas en los medios anteriormente enunciados se constituyen en el «eslabón» clave entre lo imaginario e intangible y aquello que será finalmente materializado en la realidad, es imperativo dotar de presencia «jurídica» a estas expresiones como fiel testimonio del trabajo intelectual. La imaginación es la matriz donde se articulan los conceptos, se definen las intenciones y emergen las innovaciones; son ellas la materia prima de las inquietudes y exploraciones del arquitecto, siendo los dibujos, croquis, maquetas, planos e ilustraciones la expresión más directa y sincera de estas.

El propósito es establecer la dimensión «jurídica» de estas expresiones para que sean reconocidas como parte intrínseca del ejercicio profesional para poder ejercer «propiedad» sobre las mismas y reconocimiento sobre la obra consumada; escenario favorable para todos aquellos que ejercen contra las adversidades impuestas por el ubicuo mercado y que no poseen un estatus que los haga respetar. Lo que propongo es la apropiación y generalización de un contrato inicial y específico destinado a salvaguardar los derechos de autor sobre las expresiones creativas frente a un cliente potencial, que contempla como en ocasiones este estadio inaugural se presenta como escaparate o feria de «garabatos» de los que puede escoger sin asumir un compromiso económico.

En síntesis, consiste en recomponer el estadio proyectual denominado «esquema básico» (COL) dotándolo de autonomía, aunque la posibilidad de implementar otra figura contractual alternativa es también una opción para considerar. Se debe «fijar» este estadio inaugural propio de cualquier creación arquitectónica, asegurando que las expresiones anteriormente enunciadas producidas por el autor como parte del proceso creativo, adquieran protagonismo al momento de concretar cualquier acuerdo económico. En ocasiones, los arquitectos seducidos por la potencial realización de su proyecto, y anteponiendo la ilusión del resultado a la realidad del proceso, ofrecen su diseño sin retribución alguna, él cual desaparece junto con las promesas del promotor que los cautivo.

Respecto a esta «verdad inconveniente» de un proceso creativo que padece de indiferencia surgen varios interrogantes sobre como proponer su «reaparición»; en una relación contractual se deben estipular plazos que fueron acordados y que deben ser finalmente respetados. Desde mi punto de vista, reducir un proceso de creación arquitectónica a un escaparate de posibilidades carece de rigor y «método» por parte del arquitecto puesto que demuestra informalidad en su aproximación instrumental, y por consiguiente se consolida la percepción informal del proceso creativo que ha persistido hasta la actualidad, al tiempo que se complejiza la relación entre el autor y el cliente. Un proceso concatenado a partir de una opción propuesta a conciencia economiza tiempo y esfuerzo.

Lo planteado no está reñido con la experimentación, principio que considero fundamental para la ruptura de paradigmas, pero que debe darse como parte de un proceso trazado desde una especie de «credo-flexible». Debemos ser consecuentes con las determinaciones que imponen el lugar o el presupuesto para favorecer la viabilidad del proyecto y respaldados por estos condicionantes «jugar». Todo juego posee reglas, pero por más de que juguemos el mismo juego varias veces jamás obtendremos el mismo resultado. El proceso tiende al caos, los condicionantes minimizan la incertidumbre, pero si además asistimos con criterio la obra conjugara los más esenciales aspectos de la forma, la función, la estructura, la construcción y las exploraciones conceptuales.

He expuesto mi manera de proceder por cuanto para poder abordar un proyecto conjuntamente con un cliente bajo el espectro de la propiedad intelectual es necesario hacer uso de un «método» que nos permita «rendir cuentas» de forma profesional y exigir de manera reciproca. Si deseamos recibir retribución y reconocimiento por el proceso creativo que nos aproxima circunstancialmente al arte y de forma simultánea nos aparta tangencialmente de la «mecánica» de otras disciplinas, debemos aportar rigor y criterio al momento de proceder para reducir al máximo el impacto que generan las tensiones exógenas al proceso, impuestas por la «racionalidad» del mercado que demanda cada vez más la «anorexia» cualitativa, discursiva, sensorial y espacial de la arquitectura.

Cuando un cliente potencial se acerque a nosotros y solicite diseños previos para la formulación de un proyecto, lo consecuente con lo anteriormente explicado es plantearle la concreción de un acuerdo o contrato que formalice dicho comienzo y regularice el proceso creativo; jamás ha sido certeza la construcción definitiva de un proyecto ya sea de modesta o descomunal escala, pero sí podemos asegurar que nuestros diseños en caso de ser materializados finalmente reciban su justa retribución. Durante mucho tiempo hemos sido flexibles ante las exigencias de los promotores; tal vez es tiempo de aplicar la ley de la reciprocidad, y es aquí donde un instrumento ideado como un contrato que asegure los derechos de autor sobre lo proyectado por el arquitecto hace su entrada.

En principio, la información que debería estar consignada en dicho contrato establecería que se efectuaran unos diseños solicitados por un cliente «M» para un lugar definido por las determinantes geográficas suficientes que permitan «fijar» su localización; registrar la información adecuada para definir con claridad el carácter del proyecto, cliente, lugar y honorarios para un «esquema básico». El contrato explicita que las expresiones presentadas al cliente que encarga la obra son propiedad intelectual del autor; si el cliente hace uso final de los diseños sin debida retribución al arquitecto, él tendrá como hacer frente desde el punto de vista legal. Solo la presencia de estas expresiones como prueba del espíritu creador del autor asegura un vínculo con aquella obra arquitectónica.

Los contratos que incorporan todos los estadios de proyectación arquitectónica (esquema básico, anteproyecto, proyecto arquitectónico, etc.) pueden naufragar en cualquier momento sin llegar a ser concretados. En medio de una situación económica frágil y endémicamente incierta, la mejor solución a mi parecer consiste en deslindar y contratar por separado la etapa inicial de «esquema básico» u otra figura contractual posterior que cumpla el mismo papel de asegurar los derechos de autor sobre las expresiones; hablo de un eslabón inicial de enganche con un cliente potencial que será liberado de la concatenación de las etapas posteriores si actúa de buena fe o será obligado a asumir un compromiso real si lo que pretendía era la apropiación indebida de los diseños.

¿Cuál es el punto de quiebre o «talón de aquiles» de un contrato inicial y especifico para la etapa de «esquema básico» para poder garantizar los derechos de autor sobre las expresiones, junto con la respectiva retribución económica por el proceso creativo? Que si no es apropiado por todos los arquitectos no cumplirá su cometido. Debe ser normalizado e «institucionalizado» para aplicación general; así el gremio se verá unificado y la disciplina dignificada. Hemos de acostumbrar a los promotores que cualquier acercamiento debe sobrepasar la dimensión verbalizada y verse inmediatamente concretada en el papel; cualquier exploración inicial aun no sea ejecutada en la realidad tiene unas implicaciones de tiempo y trabajo intelectual que debe ser remunerado.

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