Mi primera vez como estudiante de diseño

La experiencia y la trayectoria tienen su base en el esfuerzo y el sacrificio.

Adrián Pierini, autor AutorAdrián Pierini Seguidores: 463

Edgardo López, editor EdiciónEdgardo López Seguidores: 57

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La primera vez que ingresé a la Universidad de Buenos Aires lo hice vestido de traje. Sí, creí que sería como estar en Harvard… ¿y qué? Después de todo, yo era un aficionado a las películas (Perfume de mujer, por ejemplo) y en ellas, los universitarios siempre vestían de ese modo; es más, en esos films las grandes instituciones educativas se peleaban para que los mejores prospectos se inscribieran en ellas, bajo promesa de una enseñanza completa y un éxito a futuro prácticamente garantizado. Yo tenía esa fantasía, me imaginaba que las casas de estudio eran literalmente grandes catedrales del saber, con códigos de conducta intachables y con alumnos agrupados en clanes denominados Beta, Gama o cosas así. Si, lo sé, era un estúpido, pero quisiera aclarar que mi visión no provenía de criterios superficiales, sino que, asociaba equivocadamente esos rituales a una enseñanza de gran exigencia. ¿Pensamiento muy rebuscado? Tal vez. ¿Un trauma de la infancia que no fui capaz de superar? Quizá.

Pero bueno, allí me encontraba, impecablemente vestido, ingresando por primera vez a mi preciada facultad, que lucía imponente, enorme y… sin terminar. El edificio estaba a medio construir y eso lo hacía aún más perturbador. Los grandes jardines ingleses de mis sueños se transformaron en montañas de tierra apilada, lista para ser utilizada como relleno; la elegante recepción eran puestos improvisados de orientación atendidos por partidos políticos, la gran biblioteca de enormes arañas e impactantes vitrales era sustituida por un salón de medianas proporciones dotado de una serie de estantes con escasa bibliografía desactualizada. Un golpe fuerte, sin duda, pero que agradezco en el fondo, pues, sin saberlo, la Universidad de aquellos años me estaba brindando su primera lección: ¡la vida no es como en las películas!

No se confundan, yo terminé por amar a mi Universidad. Sus falencias y defectos eran, después de todo, la manifestación más clara de un país destruido por años de dictadura y represión. Pretender que a fines de los 80 la Universidad de Buenos Aires saliera indemne de aquellos lamentables sucesos, sería un acto de ingenuidad superior a mis fantasías estudiantiles. Burocrática, es cierto. Deficiente en equipamiento, seguramente. Descuidada por momentos, sin dudas. Pero sostenida por un equipo docente increíble y apasionado, cuya principal meta era sembrar, a puro pulmón, la semilla de esa nueva carrera llamada diseño gráfico. La UBA me aportaría la base de lo que llamo «la esencia de la verdadera capacitación»; es decir, las bases para «aprender a aprender».

Comencé hablando de mi decepción inicial, pero algo más fuerte aún que mis sentimientos ante el triste panorama ceremonial y estructural, fue la reacción de mis padres y conocidos frente a mi decisión de estudiar una carrera absolutamente «prescindible», «de escasa demanda» y con un imaginario más próximo a lo femenino que a lo «macho». En aquel entonces, estudiar diseño gráfico era ser directamente un suicida (o muy vago). A uno le daba realmente vergüenza decir que esa era su vocación. Diseño gráfico estaba en las posiciones más bajas del ranking de carreras con futuro. Aún así, miles de jóvenes nos anotamos en ella, pocos sabían para que servía, pero nos anotamos igual. A todos nos gustaba pintar o dibujar, sin saber qué hacer con ese talento pero al menos la denominación de la carrera, solo por incluir la palabra «gráfico», fomentaba nuestro sueño de poder utilizarlo. ¡Aquellos argumentos sin sustento eran magníficos!

Aún recuerdo la cara de mi futura suegra cuando quise explicarle el inmejorable destino de su hija al haber optado por un candidato tan creativo e innovador como yo. Un auténtico paladín de la justicia gráfica que se proponía revolucionar con formas, letras y colores, un mundo ávido de soluciones gráficas revolucionarias. ¡Se quería morir! También recuerdo el enojo y la frustración de mis padres cuando les dije que abandonaba la carrera de arquitectura y me sumergía al maravilloso mundo de lo intuitivo: «¡Nos salió raro el nene! ¡Está arruinando su futuro! ¡Qué salga a laburar!» No era fácil, nada fácil.

A la distancia, su reacción era comprensible. En aquel entonces nadie quería cambiar las cosas, los envases eran feos pero servían, las marcas carecían de equilibrio, pregnancia y otros atributos, pero la gente las entendía. No hacían falta estructuras visuales, posicionamiento, target, daba lo mismo la Helvética que la Garamond. Lo difícil no era que el mundo funcionara así (quizá hasta era mejor) sino que los diseñadores de nuestra generación fuimos ganando espacio a costa de frustración, constancia, auto-convencimiento, esperanza y adaptación a la cruel realidad: el diseño nunca buscó transmitir nuestro amor por lo estético, sino apenas el mensaje liso y llano de quién nos contrata.

Para cerrar quisiera dejar de lado lo anecdótico y expresar seriamente que el diseño gráfico es una carrera gratificante, pero peligrosa para aquellos que no se comprometen a ejercerla con absoluta dedicación. El traje al cual hice referencia al inicio del relato, sería bueno entenderlo como un símbolo del joven estudiante universitario (o joven profesional, ¿por qué no?). Existen muchas maneras de ser formales, la ropa es solo una forma de representación, el compromiso sincero y el esfuerzo por superar las asperezas de la vida profesional visten de manera intangible la personalidad de quién los porte.

 La «primera vez» en cualquier situación es la más difícil, la «primera vez» nos equivocamos, la «primera vez» nos asustamos, la «primera vez» nos frustramos. Lo más importante es salir airosos de ella y tomar en serio los mensajes ocultos que encierra. Saber decodificarlos hará la diferencia entre nuestro éxito y nuestro fracaso.

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