Las marcas tienen sus propios enemigos íntimos
La saturación psicológica de quienes gestionan la comunicación institucional es uno de los mayores obstáculos en la construcción de marcas eficaces.
AutorCarlos Venancio Seguidores: 79
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Muy a pesar de nuestro sobrealimentado ego de diseñadores, el éxito de una marca no está anclado en la calidad del diseño. Dicho de esta manera temeraria, podría inferirse que la calidad del diseño no importa. Es necesario entonces destripar un poco el tema, evitando adentrarnos en las cuestiones del ego, que será tierra fértil para psicólogos, pero de poco interés para esta reflexión.
Convendrá, en primer lugar, entender qué significa el éxito en términos marcarios. Podemos ensayar (y también polemizar) que: es la capacidad que tiene un conjunto de signos para funcionar como identificadores de un grupo de ideas, atributos, actitudes, valores, objetos, servicios y mensajes, asociados a un emisor —institucional, corporativo, comercial o personal—, y por los cuales es identificado, reconocido, valorado y, eventualmente, elegido.
Sabemos, desde la actividad cotidiana y desde el mandato profesional, que una marca se construye, en una mirada clásica (y en todo caso simplista), a partir de sus signos básicos: logotipo, símbolo, colores, tipografía. A estos cuatro jinetes agrego un par de escuderos: imaginería (uso de ilustraciones, infografías y/o fotografías) y sistema o programa de uso.
La lógica pareciera indicarnos que contando con estos elementos, bien diseñados, técnica y funcionalmente aptos para las necesidades demandadas por las audiencias de nuestro caso, deberíamos estar a las puertas del éxito. Este éxito, naturalmente involucra un análisis de los diferentes discursos a los que deberá dar respuesta el sistema, es decir: cómo es capaz de hablarle a diferentes audiencias en el tono que requieren y, lo más importante, que dichas audiencias lo entiendan, adopten e, idealmente, deseen.
Básicamente de esto se trata el branding (me encantaría tener una palabra en español tan descriptiva como ésta, pero mientras tanto, vamos con el pragmatismo sajón): poseer y comunicar un discurso (estratégico) a través de un conjunto sígnico y sólidamente estructurado en un sistema de uso.
El discurso estratégico, cristalizado en la santísima y clásica trinidad misión-valores-objetivos, suele no ser tan claramente interpretada en el día a día, sobre todo en las grandes organizaciones y cuanto más nos alejamos del centro neurálgico de las mismas, aunque allí mismo, donde se toman las decisiones, también aparecen dudas.
A lo largo de los años y luego de acumular cantidad de magulladuras, hemos logrado identificar donde está uno de los puntos clave del éxito de un programa de identidad.
No era un problema de diseño...
Hemos verificado, para nuestra sorpresa, que no se trata de cuestiones técnicas, ni de alta estrategia ni mucho menos de calidad de diseño. Se trata simplemente de las características psicológicas de los humildes mortales encargados de llevarlas adelante: el boring effect (efecto eburrimiento).
El estar expuesto de manera continua y permanente al mismo estímulo y los mismos mensajes, percibidos de modo semejante por todos los medios y canales, de los cuales se conoce, espera y confirma el mismo discurso, simplemente tiende a saturar.
El síntoma es lisa y llanamente el aburrimiento. Simplemente eso: los directores se aburren, los gerentes se aburren y, la mayoría de las veces, los diseñadores también se aburren.
Uno de los trabajos más intensos a los que debemos abocarnos en nuestra responsabilidad de llevar adelante programas de identidad es a esta lucha contra el aburrimiento.
Debemos hacerles entender a los involucrados en la implementación de los programas, que el conjunto de signos que ven 200 ó 300 veces por día en envases, avisos, publicaciones o puntos de venta de su propia organización no representan ni el 1% de la cantidad de veces que sus audiencias objetivo hacen contacto con la marca en su vida cotidiana. Es más, resulta fundamental que la secuencia de contacto, que es cíclica y a veces transcurren semanas o meses entre cada contacto audiencia-marca, sea recreada de la misma manera y sin cambios, para que la última experiencia sea vinculada con la anterior y genere sinergia, sea pregnante y vaya construyendo una red de sentido, un círculo virtuoso en torno a la marca y que, en definitiva, sea una verdadera acumulación de capital para ella.
El aburrimiento debilita, enferma y puede matar cualquier programa, apresurando los ciclos, mucho antes de que lleguen a su máximo de rendimiento, provocando cambios o modificaciones, antes de que las audiencias hayan asimilado los sistemas y mecanismos de identificación y comunicación.
Hay que estar muy atentos a estos síntomas dentro de las organizaciones. Todos los actores de las mismas sufren el síndrome de hipersaturación de la propia identidad y son los más propensos a romper o «flexibilizar» su implementación. Acompañados, invariablemente, por una agencia de publicidad que se siente permanentemente «maniatada», «encorsetada», «presa» y «cohartada» por un sistema de aplicación que nunca —créanme— les permite «desarrollar su creatividad».
Una gerencia aburrida y una agencia «presa» son un coctel Molotov para cualquier programa de identidad exitoso. Frases como: «esta tipografía no es moderna» o «necesitamos otra versión del logo que sea de más impacto» o «la tendencia nos está marcando que deberíamos usar azul» o «este uso es necesario para la nueva campaña» deben funcionar como alerta roja y disparar acciones inmediatas.
Hay que resistir las tentaciones...
Resulta obvio que el éxito de un programa de identidad reside en que sea capaz de construir una marca, conocida, reconocida y valorada a largo plazo. Esto sólo puede ser posible con una aplicación coherente, consistente y consecuente «a lo largo del tiempo».
El éxito se evidencia siempre después que aparecen los síntomas de aburrimiento y está anclado en la fuerza de voluntad que tenga la organización —sus humanos responsables— de sobreponerse a este íntimo sentimiento que tiende a impulsarnos hacia donde seguramente estamos listos para ir, pero adonde no nos acompañarán nuestras audiencias.
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