De la verdad a la verosimilitud

Desconocer la índole de la diferencia entre lo verdadero y lo verosímil explica, pero no disculpa, la baja conciencia sobre lo que es puesto en juego en el acto de diseñar.

Alfredo Yantorno, autor AutorAlfredo Yantorno Seguidores: 49

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De alguna manera, los textos de Blasi, Muglia y Rodríguez Musso me impulsan a entrar en debate una vez más. Está claro cómo comenzó todo. Como tan simplemente lo ha dicho Joseph Müller-Brockmann: "El hombre es un ser capaz de tener concepciones simbólicas del Universo". Por eso el diseñador no trabaja sobre objetos, sino sobre los discursos de los objetos; lo cual significa que la materia del Diseño es la dimensión imaginal de todos los objetos, lo que es decir su otra realidad, su verosimilitud. El diseñador, por fin, ni es más ni es menos que un constructor de verosímiles. Hay una muy baja conciencia respecto de lo que el diseñador puede hacer y hace, en cada caso y en todas las dimensiones presentes en cada caso. En el juicio que hacemos sobre nosotros mismos, hay mucho de autojustificación, sobre una base de poca luz, desconocimiento y falta de conciencia. Hay ocultamiento (yo no estaba), negación (yo no sabía) e irresponsabilidad (yo no podía hacer nada).

Las cosas a las que el ser humano refiere su existencia, aquello que localmente en cada situación se puede definir como sus referentes, los constitutivos del ser social, están dispuestas en capas, como las cebollas. Esas capas están determinadas por su proximidad relativa a las pulsiones vitales del ser social y sus referentes locales; algunas están más en lo profundo, son más sólidas, otras son más superficiales, más gaseosas. Los constituyentes superficiales han aprendido que pueden jugar un juego de roles y lanzar anclas sutiles que les permitan tirar hacia abajo para tomar atributos de constitutivos más profundos. Allí el riesgo lo corren los constitutivos sólidos, porque el anclaje de más y más superficialidades en busca de una solidez "tomada a préstamo", va arrancándolos de sus sitios seguros en la profundidad y los va arrastrando hacia las capas superficiales, perdiendo así lo sólido su capacidad de referir constitutivos básicos.

Un grupo de personas con alta conciencia de la superficialidad de la clase social a la que pertenecen, a quienes podemos llamar, por ejemplo, actores políticos, viene tirando de las anclas con que se vincularon a las instituciones, mucho más profundas y sólidas que ellos. El resultado, bien expuesto en nuestro país, es lo que ha dado en llamarse la "crisis de las instituciones". Cuando un conductor de TV se burló, en televisión, del Presidente de la Nación, echó ancla en la institución presidencial y tiró hacia arriba; cuando un futbolista devenido animador de TV retó a un senador de la Nación, echó el ancla en el Poder Legislativo y tiró hacia arriba; cuando otro conductor, pretendido periodista, armó una dramatización de un cura homosexual tentando a un niño, echó ancla en la Iglesia. No defiendo ni a los políticos ni a los curas, esto no es más que una forma de ilustrar lo que pasa.

¿Siempre ocurrió así? No. Cuando se tenía una experiencia más directa de las cosas —alguna vez fue así— se actuaba en función de —o como respuesta a— esa experiencia. Todo fue más difícil, con el crecimiento de los volúmenes de comunicación circulantes. En primera instancia, al no poder establecer un contacto directo con la experiencia, que permitiera captarla integralmente, ésta comenzó a perder unidad, a fragmentarse; y la gente —quizás aún teniendo la intuición de que algo raro ocurría— fue aceptando que la parte representara el todo y que al fragmento de experiencia comenzara a otorgársele el mismo valor que a la experiencia toda. Un amigo viajó dos semanas a Dubai y ahora dice que conoce Arabia. Esto es referir el todo al detalle, a veces bastante ingenuo, como en: "Los alemanes son muy trabajadores", "En Suiza no hay ni un papelito tirado en la vereda", "Yo que fui a Dubai te digo: los turcos son todos bisexuales", etc.

Un cuento: Conversaba la gente en una tekia —casa de té en Oriente Medio— sobre un circo que visitaba la ciudad, y prometía exhibir un elefante. Jamás habían visto uno y la ignorancia alimentaba sus expectativas. Entonces, tres audaces decidieron ir esa noche al circo para averiguar qué era un elefante. En la oscuridad, se escurrieron entre las jaulas; escucharon un rugido, quizás un tigre, otro más grave, tal vez un león, hasta que dieron con una gran jaula donde había un animal grande y silencioso. Avanzaron a tientas hasta tocarlo; uno le tocó la trompa, otro una oreja y el tercero el lomo. Volvieron agitados a la tekia y contaron su experiencia. El primero dijo que era una enorme serpiente; el segundo, un inmenso abanico y el tercero, un trono majestuoso. Un elefante en la oscuridad, puede ser cualquier cosa que uno pueda proyectar, a partir del fragmento experimentado y de algunos prejuicios. Hay una buena explicación para que eso de tomar la parte por el todo haya ocurrido sin oposición (o con aprobación) social, y es que al ser humano le desagradan las percepciones o los conceptos incompletos, y entonces los completa; de la manera que puede, es verdad, pero lo hace. No soporta saber sólo una parte de la cosa, necesita mostrarse a sí mismo que lo sabe entero.

Esos fragmentos de experiencias comenzaron a jugar el "juego de representaciones", representar y ser representados según convenga, para obtener un mayor valor imaginario. Por ejemplo, los conductores de TV: ponen toda su energía en la representación, entienden que el público actuará en consecuencia, no de las experiencias, sino de las representaciones de las experiencias. El resultado es lo que técnicamente se resume en dos tópicos. El primero es la expansión de las comunicaciones, que trae como consecuencia la mediatización de la experiencia. La sobreabundancia de comunicaciones en circulación y de emisores que la originan, impiden conocer e identificar; interactuamos y nos comunicamos en base a datos mínimos, presunciones, preconceptos, inferencias, relaciones indirectas, juegos de roles y representaciones, que son la base de nuestra moral y nuestra interacción social. Sabemos más de más cosas, pero ese saber proviene de las representaciones de las cosas, no de nuestra experiencia directa con ellas. Nuestro conocimiento de la realidad está mediatizado, pero no podemos dejar de aceptar ese juego (si imagen es la representación de la cosa) imaginario.

El segundo tópico es la socialización de la calidad, que da como resultado la creciente inoperabilidad de los conceptos de calidad y valor. Si la calidad de las cosas es el valor que nuestra percepción les asigna (respecto a la satisfacción que producirán), la industrialización y la automatización de los procesos, modificando nuestra posibilidad de acceso a las cosas, han modificado lo que entendemos por calidad y valor. Cada vez tenemos más cosas más efímeras, la durabilidad no es un valor apreciable: al estandarizar la producción, también la calidad se hizo estándar, dejando de ser un atributo diferencial; la masividad en la distribución, anuló la credibilidad en la calidad por comunicación personal. Entonces, si no tenemos posibilidad de juicio, la cuestión de la calidad se transforma en el problema de la credibilidad; por eso, lo que más importa de un signo es su capacidad de representar credibilidad. No podemos confiar en nuestras percepciones para establecer las certezas que pide nuestra cotidianeidad, por eso necesitamos creerle a aquellos con cuyas representaciones nos podemos identificar, ellos son (les llamamos) confiables. Entonces, si las experiencias están mediatizadas y los conceptos de calidad y valor se han vuelto inoperables, que algo sea verdadero o real, no tiene importancia.

Tomamos decisiones, seleccionamos una propuesta de varias, percibimos algunos de muchos mensajes, todo como si conociésemos qué es verdad o qué es realidad. Actuamos en base a nuestra percepción de verosímiles; la verosimilitud funciona en lugar de la realidad y la sustituye. Nuestra relación con la realidad se ha roto y no podrá ser recompuesta jamás. ¿Y nosotros qué podemos hacer? No poco. Lo primero es saberlo y lo segundo es cobrar conciencia de las capacidades que pone en juego nuestra disciplina, y responsabilizarnos por su utilización. La comunicación puede transformar la realidad, maximizando el uso de la metáfora y la retórica en la conformación de los mensajes, operando por inducción y abducción, construyendo verosimilitudes suficientemente eficaces. Somos diseñadores de imágenes, creamos representaciones de la realidad, de cuya eficacia resulta su verosimilitud, de la cual, a su vez, deviene su capacidad de sustituir a la realidad. Las respuestas de los receptores construirán los contenedores de esas sustituciones, eso que nos gusta llamar "la realidad".

Groucho Marx dijo: "No me preocupa lo que la gente piensa, no lo hace muy a menudo". Yo creo que la gente piensa muchísimo, el problema es que muy a menudo no lo hace por decisión propia. La columna vertebral del desarrollo intelectual y académico hoy, debe ser el Diseño, conceptualizado como atributo ontológico de la Humanidad, tal como lo concibe desde hace un cuarto de siglo Gui Bonsiepe, como lo vengo enseñando desde hace más de una década, en coincidencia con los conceptos del arquitecto Doberti en "La cuarta posición". Es correcto que se ponga buena parte de las expectativas de realización global, en que el Diseño sea llevado en nosotros, los diseñadores, a un estado real de conciencia operativa, por medio de una formación universitaria de mentes amplias, horizontes lejanos, ojos abiertos y oídos atentos.

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