Cuando el rediseño no hace falta

A veces el rediseño busca solamente la novedad en lugar de la mejora del producto.

Andrés Gustavo Muglia, autor AutorAndrés Gustavo Muglia Seguidores: 138

Ernesto Vidal, editor EdiciónErnesto Vidal Seguidores: 13

Cuando el rediseño no hace falta
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Hasta el año 2017 si el presidente de los EE.UU. deseaba lanzar un misil conteniendo una ojiva nuclear (¡Dios no lo quiera!), la orden habría sido dada desde un ordenador IBM Series 1 de la década del 70, corriendo Windows 3.1, mediante un código contenido en un disquete magnético de 8 pulgadas. ¿Por qué las armas más letales del mundo eran manejadas por sistemas con más de cincuenta años de antigüedad? La respuesta del Departamento de Defensa fue simple: porque funcionaba.

Actualmente nos han hecho creer que lo último es lo mejor. Que lo nuevo, o lo falsamente nuevo, es decir, lo novedoso, siempre será una instancia superadora, una mejora a lo ya existente. Se sabe, el mercado necesita moverse y no hay otra forma de hacerlo si no es vendiendo nuevos productos. Si una necesidad ya está satisfecha por un producto, la única forma de vendernos otro que lo sustituya es hacernos creer que es mejor, y si no fuera objetivamente superador, al menos de aspecto más contemporáneo. La industria automotriz fue de las primeras en explotar esta obsolescencia ficticia de sus mercancías, a través de sucesivos restylings de automóviles que eran, básicamente, siempre el mismo. Todavía les sigue sacando punta a esa dinámica. El diferencial, que no mejora sustancialmente al producto, es generalmente cosmético.

Sería largo analizar porqué el consumidor se «sube a este trencito» que lo lleva siempre al mismo sitio: la próxima compra de algo que no necesita. La publicidad, el marketing, el diseño y, en suma, la manipulación de los deseos del consumidor, o la creación de nuevos deseos a través de canales cada vez más complejos: ya no es sólo la publicidad en gráfica, TV y radio, sino la orientada a través de las redes que ofertan al usuario de acuerdo a sus intereses, basándose en el análisis de sus visitas a sitios y portales o de sus eventuales compras on-line; todo eso pone aceite para que la máquina del consumo fluya sin contratiempos.

Sin embargo, cuando uno se topa con noticias como la del inicio de este artículo, cabe preguntarse si el destino del mundo puede definirse con una tecnología de hace medio siglo, y si el hombre llegó a la luna a bordo de una cápsula asistida con una computadora 400.000 veces menos potente que un celular con 2GB de ram (el cálculo es correcto), y si el motor de combustión interna de nuestro automóvil es básicamente el mismo desde que Benz lo inventó en 1885. Entonces... ¿realmente necesitamos renovar constantemente el mundo que nos rodea?

La respuesta es tan obvia como inquietante. Sin embargo, el hecho de que en toda esta parafernalia de intereses que impulsa este supuesto «avance», de vez en cuando se introduzca una auténtica mejora, hace que miremos esta dinámica con ojos optimistas. No es el mismo el nivel de seguridad de un auto actual que el de uno de hace veinte años. Eso es una ganancia, pero además eso implica más manufactura y, por tanto, mayores costos. La batería del auto de mi padre duraba cuatro años, la del mío solamente dos. ¿Por qué? Sencillamente porque hace treinta años los autos no gastaban tanta energía en sistemas de asistencia, etc. Los que conducimos ahora la despilfarramos en mecanismos que desconocemos y que tal vez ni siquiera nos hagan falta (¿realmente necesitamos una cámara trasera en lugar de un espejo retrovisor?). Resultado de lo cual mi auto gastará dos baterías en el tiempo en el que el de mi padre consumía una. El mercado agradecido. El planeta, considerando que las baterías son de los productos más contaminantes que produce el hombre, no tanto. Y me olvidaba, tanto mi auto como el de mi padre nos llevarían de un punto A hasta un punto B con la misma eficacia, minuto más minuto menos.

Pero si en el terreno del diseño industrial hay herramientas para discutir que lo producido en la actualidad es mejor que lo de antaño, ¿podemos decir lo mismo del diseño en comunicación visual? ¿Es mejor el diseño contemporáneo que el de hace veinte, treinta o cincuenta años? Podríamos apuntar, a lo sumo, que es más adecuado, mejor adaptado a nuestras capacidades comunicacionales actuales. Que por el desarrollo de las nuevas tecnologías y el cambio en los medios y modos de comunicarnos, tenemos una capacidad diferente para captar más rápidamente mensajes codificados de un modo que hace veinte, treinta o cincuenta años, hubiesen sido de difícil comprensión para cualquiera. ¿Pero eso es así en todos los casos? ¿Todos tenemos desarrolladas esas capacidades de igual modo?

Aquí está el meollo de la cuestión. El rediseño de interfaces ha dejado de contemplar que no todos los usuarios tienen la misma capacidad de adaptación a las nuevas formas de comunicación. Aclaremos con un ejemplo tanta abstracción. En mi país una de las principales redes de cajeros automáticos ha cambiado la interfaz del usuario. Hace muchos años que uso esos cajeros y los retoques visuales siempre fueron sutiles. En esta última ocasión las reformas han sido radicales. Soy un cuarentón que trabajo todo el día frente a una computadora, si bien mi destreza con el celular hace reír a mi hijo de trece años, me considero un usuario medianamente actualizado. Estuve varios minutos tratando de adivinar cómo usar el nuevo sistema. A mi lado se multiplicaban las mismas caras estupefactas y desorientadas. Más de uno pedía ayuda al de al lado, como en la escuela.

Pero se da el problema adicional de que buena parte de los usuarios de esa interfaz son jubilados y pensionados de setenta, ochenta o más años, a los que le costó mucho adaptarse a esta manera de retirar dinero. Este rediseño los ha dejado completamente fuera de juego. Ni siquiera los botones simulados en la pantalla táctil, que se repiten en los dos laterales en forma física y con sus respectivos caracteres en sistema braille, respetan la antigua disposición simétrica, sino que se ubican a la izquierda de la interfaz. ¿Podrán los discapacitados visuales seguir usando el sistema? Eso espero. No me arriesgué a comprobar el funcionamiento de los botones físicos (los que están a los laterales) porque ya no hay referencia de su función en pantalla.

¿Qué se ganó con este rediseño? Realmente lo ignoro y me cuesta imaginarlo. Por lo pronto no se pensó, ni siquiera un segundo, en el usuario. La interfaz es más bonita, más vistosa y repleta de imágenes de gente feliz, que supongo no serán clientes de esta red de cajeros. ¿Cuánto tardarán los usuarios en reeducarse para entender el nuevo diseño? ¿Cuántos dolores de cabeza, tarjetas retenidas en los cajeros, jubilados sin poder retirar dinero costará la adaptación? ¿Quién llevó a cabo esta innovación de un sistema que funcionaba hace muchos años y con el que el usuario ya estaba familiarizado? Muchas preguntas que no me pude responder, pero que bien podrían haberse evitado con una simple frase que, en muchos casos, es el mejor modo de actuar: «Si funciona, déjenlo así hasta que ya no lo haga».

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