Botas para el Sultán de Brunei
Casa Fagliano: un caso argentino de diseño de altísima calidad con producción artesanal.
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Los Fagliano han medido pies poco usuales con amor al detalle, casi con devoción. Han adaptado la forma de la bota, tal cual lo hacen desde hace más de cien años, una y otra vez. Pero el hombre con pies de seis dedos murió antes de ir a retirar sus botas. «Le hubieran hecho muy feliz, estoy seguro», comparte Héctor Fagliano, mientras su cara refleja un sincero pesar. Vistiendo un delantal de color verde oscuro, acuna cuidadosamente en sus manos las botas que nunca lograron salir del taller. Entonces las devuelve a su lugar, arriba de un estante de madera natural, alto como un hombre. Seguidamente, toma un martillo pesado, con el cual poco después sumergirá clavos de bronce en las suelas de una bota de polo, hecha a medida.
Taller a la vieja usanza
Huele a cuero, virutas de madera, pomada y pegamento. La luz del sol entra suavemente a través de las ventanas y por la puerta de batientes, abierta holgadamente al jardín. Hay un aire a tradición, perfección y refinamiento humilde. Los Fagliano llegaron a Argentina como artesanos, y continúan siéndolo hasta hoy. «Nunca pensamos en el dinero, siempre se trata de las botas», apunta Eduardo Fagliano, el hermano mayor de Héctor. «Las botas son como miembros de la familia, las reconozco entre miles». El hombre de 52 años hoy es la cara de la empresa familiar. Viaja a torneos de polo, saluda a los clientes, los recibe en el taller y elige, junto con ellos, el mejor cuero, curtido en extracto de quebracho.
El padre de Eduardo corta el cuero, su hijo Germán une las partes y hermano Héctor manufactura las suelas. Si el cliente lo desea, como último paso, Eduardo borda las iniciales o un logo en el lateral. A mano, con una antigua máquina de coser marca Dürkopp traída desde Europa por inmigrantes, en barco, a principios del siglo XX.
Los clientes contribuyen con cuatro o seis meses de paciencia. O hasta más, desde que el «estilo polo» se hizo moda, no solamente en Argentina. «Cada bota debe ser perfecta», sienta con vehemencia Eduardo.
Una marca se crea nuevamente cada día
Hay muchos detalles que distinguen a los Fagliano de su competencia: no ponen anuncios, prefieren confiar en la propaganda de boca en boca, trabajan con tranquilidad (en cada par de botas invierten más de cuarenta horas), y usan máquinas de coser y herramientas de sus abuelos porque dudan que las nuevas tecnologías mejoren su producto. Aparte, están ubicados lejos de los clientes, en Hurlingham, a las afueras de la ciudad de Buenos Aires. Los primeros Fagliano llegaron en 1892 a esa pequeña ciudad fundada por ingenieros británicos hace unos 150 años, desde Italia, donde ya habían trabajado como zapateros.
Alrededor de 1920, un jugador de polo inglés les pidió reparar sus botas. Y luego volvió para preguntarles si no podían confeccionar algunas nuevas para él. Así comenzó esta historia.
Entre los clientes están Prince Harry y el Rey de España
Los Fagliano no tenían caballos. El polo era un deporte para los acomodados, gente de clase alta, adinerados. Y hasta hoy se mantienen lejos del campo de juego. «Hacemos lo que sabemos hacer. Y eso son las botas», dice Eduardo. «Tampoco somos seguidores de un equipo en particular. Nuestros clientes están en todos los equipos». Toma un cuaderno largo, delgado, negro. En un estante tiene guardadas más de veinte de estas libretas, en las que apunta los datos de todos los clientes, incluyendo un dibujo de la forma de sus pies.
Con su bolígrafo, Eduardo ya rebordeó los pies del príncipe Enrique de Gales, del actor Tommy Lee Jones y de Adolfo Cambiaso, uno de los mejores polistas del mundo. El Rey de España, Juan Carlos de Borbón, lleva botas y mocasines de los Fagliano. Carlos, príncipe de Gales, tiene un par en su colección. Y el Sultán de Brunei, Hassanal Bolkiah, pidió 120 pares de botas, hace unos años, todos en el mismo momento.
La fama de los Fagliano también llegó a Suiza: el banco privado Julius Baer les ofreció formar parte de su campaña publicitaria. «Nos dijeron que estaban tras la excelencia, como nosotros. Eso nos convenció para participar en ella», asevera Eduardo.
Pero la última gran curiosidad del negocio familiar tiene que ver con un negociante chino. «Nos pidió un emblema bordado en el escapo: el logo de Ferrari», revela Eduardo, quien cumplió con el deseo del cliente con la vieja Dürkopp que nunca le falló.
Cada bota debe ser perfecta. No hay mejor publicidad.
Eduardo Fagliano diseñó su primer zapato a los once años, guiado por su padre, quien había aprendido el oficio de su progenitor. Y éste, a su vez, de su antecesor. El mocasín de cuero de res color beige, cosido a mano, de manera ligeramente desmañada, está guardado en uno de los estantes del taller.
Al pequeño Eduardo le gustaba empeñarse como zapatero. Rápidamente se dio cuenta de que su futuro iba a seguir conectado con el de la empresa familiar. Sin embargo, de joven decidió estudiar ingenieria técnica. «Por las dudas, para tener otra calificación más», aclara el mayor de los Fagliano, quien los domingos canta en el coro de la iglesia, a la que asiste con sus zapatos perfectamente lustrados, confeccionados por él mismo. «Pero mi corazón me decía siempre que mi lugar estaba acá, en nuestro taller».
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