La construcción ética de un nombre

La mejor forma de nombrarse no necesariamente es aquella que mayores beneficios reporte.

Rodrigo Losada, autor AutorRodrigo Losada Seguidores: 0

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En el artículo «Diseñadores con nombre propio» su autor, Marcelo Pellizo, aborda la problemática del inicio de los diseñadores en su carrera profesional; tras esbozar un cuadro de situación signado por la falta de experiencia, las carencias económicas y tecnológicas y la necesidad ineludible de una toma general de decisiones muy determinante para la futura carrera profesional, analiza los modos en que el diseñador, decide la denominación de su estudio. Y frente a dos opciones contrapuestas, nombre de fantasía o nombre propio (patronímico) nos propone este último como elección más conveniente.

Coincido en las ventajas que el artículo presenta y describe a favor de la opción del patronímico; comparto además las desventajas que enumera y explica en contra de la opción por el nombre de fantasía. Pero no comparto que el criterio de conveniencia con el que parecen haber sido evaluadas ambas opciones sea el único que deba tomarse en cuenta a la hora de elegir el modo en que un profesional debe denominarse. Esa perspectiva resulta insuficiente ya que reduce la pertinencia de uno u otro modo de nombrarse a una simple cuestión utilitaria. Por eso ante la pregunta que el autor se formula acerca de «¿cuál es la mejor forma de identificarse a la hora de iniciar la carrera profesional de diseñador?» podríamos decir, en principio, que la mejor forma no necesariamente es la que mayores beneficios reporte, sino la que represente de manera mas fiel el espíritu del emprendimiento que comienza. La elección del nombre debe ser parte del proceso de auto-construcción por el cual el estudio elaborará su forma y su contenido; ambos elementos, interdeterminados, deben constituir un par indivisible.

Si en lugar de responder al genuino carácter del sujeto al que se refiere el nombre se impone desde afuera, motivado por un «querer ser» artificial, por conveniencia o simplemente por gusto, se resentirá la coherencia del binomio que asocia el ser y la apariencia del profesional. La voluntad de modelar el emprendimiento de una manera particular y no de otra, debe emerger y hacerse evidente a través de:

  • la elección de la propia denominación,
  • la enumeración de los objetivos que uno se traza como diseñador,
  • las obligaciones que uno se impone en su relación con el otro,
  • la conformación del entorno gráfico que nos haga visibles y
  • la articulación de una particular cultura de trabajo y servicio.

En la realización de este conjunto de acciones, el profesional estará concretando un ejercicio profundo y comprometido de auto-conocimiento, de indagación de la propia naturaleza; proceso que el diseñador necesariamente debe llevar a cabo. En la práctica, en cambio, muchos nuevos diseñadores transitan este proceso como una arbitraria dotación de símbolos, elegidos y organizados de manera azarosa; y aunque para la mirada superficial esta conducta se muestre como un alegre e inofensivo divertimento, su consecuencia puede ser —a futuro— la escisión del plano de interioridad y exterioridad del emprendimiento.

No comparto que la elección del nombre, ni la de ningún otro elemento de nuestra identidad pueda fundarse más en razones de preferencia personal que en una simbolización referente a la realidad, la situación y el carácter del estudio en cuestión. Abandonarse al juego despreocupado de elecciones fundadas en simples caprichos es un antojo irresponsable, resultando deshonesta para con «el otro» la imagen artificial que se monta hacia afuera y superficial para si mismo el efecto que causa: la neutralización del surgimiento de una identidad genuina.

La búsqueda de un nombre alternativo al propio es menos importante como problemática en si, que como síntoma de un conflicto más profundo. El origen de tal conflicto debe rastrearse en los miedos y carencias —justificados— que el diseñador experimenta en sus inicios. Por ello, de la manera en que éste se pare frente a tales adversidades, sea para enfrentarlas o disimularlas puede depender la totalidad de la carrera que a futuro pueda desarrollar. En este sentido, lo que correspondería a un nuevo diseñador sería aceptar que se encuentra al inicio de un largo camino de aprendizaje para el cual no hay atajos, aceptar que sólo tiene su nombre y que para muchos éste puede no significar nada, pero también tiene las herramientas para cargarlo de sentido.

Muchos dejan de lado el patronímico considerando que necesitan una denominación de mayor escala, guiados por un prejuicio que menoscaba la jerarquía del trabajador independiente respecto de la de otro tipo de organizaciones estructuradas de manera mas corporativa, o directamente respecto de las empresas; optan entonces por titulaciones de pretendido mayor rango, como si alguna de esas nomenclaturas confiriera jerarquía a priori, por el simple hecho de ser su portante. A menudo nace en los nuevos profesionales cierta urgencia por nombrarse, darse apariencia y adoptar las maneras dignas de una empresa, actitud que no resulta en nada más que un frágil artificio exhibicionista. La eterna cuestión del accidente sin sustancia se hace patente en la intención de lograr un status superior por la mera elucubración de un nombre, por la impostación de una fachada instantánea.

La elección del nombre puede ser un hito importante en la gestación del emprendimiento o por el contrario puede convertirse en una sucesión de simples ocurrencias, donde la originalidad se imponga, la sonoridad sea un criterio y la responsabilidad ante el destinatario y ante la verdad, una mera contingencia ajustable en función de obtener una consigna eficaz, un relato seductor.

El mayor problema no radica en esa primera elección por el cambio de identidad, sino en la voluntad que este falseamiento insinúa, voluntad que puede reproducirse en las sucesivas decisiones constitutivas del emprendimiento, hasta convertirse en el criterio rector de su «personalidad». La elección por el nombre de fantasía no suele presentarse sola, sino sucedida por:

  • la búsqueda de un claim pretencioso que, de ser posible,  incluya la palabra comunicación (probablemente «diseño» también le queda chica a este tipo de diseñador);
  • la redacción de un discurso que clarifique la visión y la misión, de una manera grandilocuente, en el que no puede faltar la expresión «enfoque interdisciplinario», y en el que entra todo aquello que este tipo de diseñador cree que «el otro» quiere escuchar;
  • el diseño de un sitio web que parezca haber sido concebido más para ser visto por los colegas que por los futuros visitantes; y
  • la articulación de una infraestructura gráfica de altísimo vuelo, aunque esta resulte excluyente para muchos potenciales clientes.

Debemos tener en claro que un nombre, un logotipo y una oficina, no constituyen per se una empresa, son acaso los signos de su existencia.

Lejos ya de toda esa parafernalia de soluciones cosméticas, encuentro una virtud fundamental en el uso del patronímico, y es que lleva implícita la promesa de una relación personal, que en muchos casos puede ser la plataforma propicia desde la cual entablar un vínculo de confianza con el cliente. La importancia que esta sociedad con el cliente adquiere radica en que en muchos casos, éste se enfrenta a:

  • un trabajo que generalmente no conoce,
  • debe resolverlo con herramientas que no domina,
  • dentro de un mundo profesional que le resulta extraño y
  • en el que se habla en un código que no comparte.

Entonces, como diseñadores debemos tener en claro que no alcanza con cumplir con los plazos de entrega, tener precios competitivos y un standard de calidad aceptable; es preciso interrogarnos acerca de ¿qué supone para el cliente esto de «tener que hacer un trabajo de diseño»? Antes de acometer el trabajo de diseño debemos dedicar un tiempo a interpelar a nuestro cliente y hacernos una idea de en qué momento de la vida de su empresa, en que circunstancias llegamos a él.

Esta tarea de conocer a nuestro cliente trae una dificultad adicional, ya que el diseñador puede ir relacionándose con clientes cuyas actividades sean extremadamente disímiles, hoy puede ser un industrial metalúrgico, mañana un bufete de abogados y pasado un artista plástico. Cada uno vendrá con sus necesidades y con su particular manera de expresarlas, cada uno traerá su lenguaje, el léxico de su mundo profesional, sus usos y sus costumbres. Entonces, el diseñador debe ejercitar su capacidad para interpretar rápidamente las pistas que, en su discurso y comportamientos, el cliente le aporta acerca de su mundo, para entender sus reglas y lograr conciliar las particularidades de ese mundo en el que se presentan sus necesidades, con las condicionantes del mundo en el que se resolverán, es decir, el del diseñador. Lo que el diseñador debe hallar, o más bien construir es un lugar «a mitad de camino», un código común.

Partir del nombre es una buena decisión para iniciar una relación personal, franca y de igual a igual, evitando falsas e impuestas asimetrías de status. Lo que el cliente necesita es alguien que lo entienda, a quien pueda entender y que no lo subestime porque no sabe la diferencia entre logo e isologo. El espacio inclusivo en el que este encuentro puede darse mas armónicamente es el diálogo interpersonal que parte de «lo humano», para homogenizar las singularidades con las cuales cada práctica profesional va cargando a la persona.

En definitiva, la elección del patronímico es un acto positivo y fundamental no solo desde la perspectiva pragmática sino además en su dimensión ética. El diseñador que compromete su propio nombre en la competencia que juegan las marcas, y que lo sostiene valiéndose del genuino ejercicio de su profesión, de una manera coherente con el espíritu del emprendimiento que inicia y consecuentemente con su manera de ver el mundo, encarna una toma de partido trascendente, independientemente de los resultados.

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