El rumor del silencio

En el tránsito de la cultura al marketing, la arquitectura espectáculo ha teñido el pensamiento profesional. Los arquitectos hemos olvidado lo primordial: actuar en favor de la vida de las personas, proporcionándoles placer, descanso y bienestar.

Rubén Cherny, autor AutorRubén Cherny Seguidores: 9

La luz es el denominador común de tres obras que visité casi simultáneamente: la Menil Collection de Renzo Piano en Texas, una casa de Wladimiro Acosta en Bahía Blanca y una casa de Bucho Baliero en Punta del Este. Obras distintas, realizadas en diferentes épocas y lugares por diferentes arquitectos, tienen coincidencias sobre las que vale la pena reflexionar.

La obra de Piano es bien conocida: un museo de arte moderno en Houston, insertado con respeto en un entorno de casas bajas; una planta rectangular y asimétrica, de salas espaciosas inundadas por una luz intensa y pareja, que se difunde por el efecto bellísimo de una cubierta de “hojas” de hormigón premoldeadas.

El edificio evita todo carácter monumental, salvo en lo que es por naturaleza: la luz. No aspira a ser protagonista sino soporte de su función principal: mostrar las obras que allí se exponen. No elude su responsabilidad; tiene una presencia prescindente, sin figuración. Quietud, es la palabra que mejor define el ámbito interior, donde todo contribuye a la contemplación y la reflexión. El espectador sabe que nada interrumpirá su calma y hasta el silencioso cuidador parece perder sentido. La sensación que se tiene es paradojal: se entra a un exterior. La luz penetra sin la presencia ostensible del vidrio. El efecto es el de un ámbito continente con la soltura de un lugar al aire libre.

La casa de Wladimiro Acosta se nos presenta del mismo modo. La misma pasión por el diseño de los componentes no destruye sino afirma el deseo de totalidad. La búsqueda de desacralizar el objeto para proponer un acontecimiento, no refiere a lo explícito sino a un contenido latente: lo que dice la obra es lo que dice sin decir, aquello que está detrás de las formas, las texturas, los colores.

La frescura en ambos edificios es producto de un rigor sin solemnidad. En la Menil Collection, las tablas en muros y pisos parecen tener un detalle de colocación descuidado frente a la síntesis elaboradísima de la cubierta y la columnas metálicas. Pero esa natural soltura de la madera afloja y distiende; ameniza. En la casa de Acosta, un material único y, consecuentemente, un monocolor proporcionan esa proximidad afectuosa eludiendo lo decorativo; el travertino en pisos y muros, predomina y tiñe la luz de arena.

Similares características aparecen de un modo más íntimo y subjetivo en la obra de Baliero. Se trata, en realidad, de dos casas junto al mar, en la que la más pequeña, una torrecita, fue pensada para alquilar. Realizadas para una pareja, pintora y escritor, la casa principal consta de estar comedor, dormitorio, estudio, atelier y cuarto de huéspedes. Se la ha elevado para buscar las vistas, quedando en la planta baja el garaje y los dormitorios.

En el verano del ’92 coincidimos en Colonia, Uruguay, con Baliero. En las sobremesas que se demoraban hasta el atardecer, me hablaba de esa casa en construcción, que seguía pensando. Los temas eran las vistas, el mar, la privacidad, la luz.

La casa mira al este, atraída por las vistas. La búsqueda de luz cálida del interior, después de la mañana, promueve en el estar aberturas también al oeste y al norte. Una gran ventana al este, deja ver desde el comedor una bahía distante; en el mismo lugar, otra abertura muy baja, que no supera la altura de una persona sentada, solo pretende el rebote de la de la luz contra el piso, que se refleja en todo el ámbito. La casa mira al paisaje en todos los ambientes y de diferentes maneras, regulando la altura del antepecho, el dintel, el espesor del muro. En el estudio la ventana del este, de pared a pared, nace a nivel del plano de trabajo y es de poca altura, pensada para la posición de sentado, con un estante sobre ella: enmarca el horizonte y obvia toda visión de lo inmediato. El dormitorio tiene una ventana el este y otra al oeste; el atelier una gran abertura al sur y otras menores que regulan la luz.

Toda la casa es del color de la arena, como el paisaje de playa con el que se mimetizan los revoques, los pisos de alisado, los cielorrasos.

No hago mas que repetir el discurso de Baliero. En él están ausentes las palabras grandilocuentes. No se escucha partido, geometría, simetría, axialidad, tensión, estructura funcional. Aparecen en cambio dintel, espesor, muro, sol, oeste, luna, viento y, reiteradamente, antepecho. Es el discurso de un pensamiento que antes que inventar, descubre. Y lo que descubre es algo que ya está en la arquitectura. La idea de un "Pierre Ménard" original, que va retocando una a una la letras de un texto todavía no escrito. Un pensamiento no esterotipado sino transgresor en lo profundo. Joven. Un discurso que avanza, como si cambiara de escala, hasta que como en el plano de arquitectura, arriba a la escala uno en uno.

En el contexto en el que se halla, la casa de Baliero es transgresora por lo implícito antes que por lo explícito. No es un pedazo de edificio de oficinas, ni un peñasco frente al mar, ni un "objeto", ni una mansión californiana o colonial inglesa. No es metáfora de nada. Con respecto al mar, no responde al estereotipo: más que frente al mar, la casa está junto a él, intenta incluirlo en la intimidad. Lo busca. Lo espía, lo atesora, desde las múltiples miradas que motivan las aberturas. La casa proclama los derechos universales de la subjetividad a su propia subjetividad. Siendo reciente ya tiene historia.

El mismo discurso está subyacente en las obras de Renzo Piano y Wladimiro Acosta. La simplicidad es un punto de llegada y no de partida para estos arquitectos que ya conocen la complejidad de las cosas y pueden, con tranquilidad, ahondar en las partes porque la concepción del todo está asegurada. Un pensar universal no puede ser sino específico. Inadvertidamente ya no hablamos de las obras sino de los arquitectos.

Es que los une una actitud común, un mismo modo de plantarse ante la naturaleza, la arquitectura, la realidad. Lo que une a estos arquitectos es la simple condición de ser individuos independientes. También los une el silencio: como los buenos poetas, los buenos arquitectos se distinguen más por el rumor de sus silencios que por la sonoridad de sus palabras. La impresión más fuerte que se recibe de ellos es la de la belleza, no sólo de las obras sino la de un camino no crispado para arribar a ellas.

Tres obras modernas de vocación clásica: el cambio permanente de sentido, sin pérdida de sentido. Una pluralidad de significados para una multiplicidad de lecturas: obras abiertas, que aspiran a ser completadas, fecundadas por el que las recibe y permiten que cada cual pueda otorgarles significaciones propias.

Hay una sola manera de leer el diario pero muchas de leer “El Quijote”: el primero se usa y se descarta. El segundo es un lenguaje que al usarse se reproduce y se vuelve otro. La impresión final que se tiene al visitar estas obras es la del aprendizaje. La buena arquitectura es como la buena música: Mozart, nos despierta al Mozart que tenemos adentro.

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