Hannah: cuando la imagen es la que habla
El texto intenta poner de relieve las cualidades estéticas de un filme que elude la sobrecarga dialógica del lenguaje verbal para enfatizar las posibilidades de la imagen visual.
AutorIngrid Alicia Fugellie Gezan Seguidores: 29
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En el filme de Andrea Pollaoro (Italia, 1982), Hannah es una mujer de la «tercera edad» de complexión delgada, carácter enigmático y serena en apariencia. El personaje, representado en la cinta estrenada en 2017 por Charlotte Rampling (Reino Unido, 1946), está atrapado en los efectos de un drama que no ha originado: el delito –apenas aclarado en la película– cometido por su pareja ahora en la cárcel. Actuación a cargo de André Wilms (Francia, 1947).
Llama la atención el tono silencioso de un relato casi carente de diálogo, cuyo contrapeso lo ejerce la presencia formidable de Charlotte Rampling en el papel de Hannah. La cuidadosa resolución de los planos, ricos en profundidad de campo, composición tonal y organización áurea de los elementos, confiere a la narrativa visual un peso contundente, una estética donde la imagen se impone por su paradójica belleza, y por el carácter ambiguo de los contornos simbólicos que ilumina.
Se repiten los planos referidos al aislamiento característico del entorno urbano actual: los solitarios trayectos citadinos, la espera inocua en la estación del metro, el anonimato e indiferencia de las relaciones humanas en el espacio público, los acotados desplazamientos al interior de la vivienda, el pulcro ritual con que se organiza lo doméstico.
No acontecen mayores cambios en el relato. En su lugar, algunos momentos clave capaces de articular una historia enigmática que nunca arroja certezas, abierta –como se nos presenta– a una complejidad de opciones en deriva.
Hannah se ha quedado sola. Los cuidados de la casa, los trayectos al trabajo, sus hábitos alimenticios, las decisiones sobre el uso del tiempo libre; en resumen, la amalgama de su vida, todo se ha vuelto ahora una opción propia, un asunto de inauguración tardía que la descoloca y deja al borde del abismo existencial.
Ausencia de sintonía en los escasos encuentros con el marido que visita en la cárcel, pero, sobre todo, el repudio y bloqueo relacional que le impone su único hijo a causa del delito cometido por el padre (cuya naturaleza, cómo he señalado, apenas es sugerida), son los ejes que articulan una historia aconteciendo en los límites de la tragedia.
Estallidos dramáticos de confusión, tristeza y búsqueda inútil del sentido ubican a la actriz en niveles de actuación sobresalientes, y nos llevan a pensar en la emergencia de identificaciones profundas con el personaje que interpreta en el filme. Resulta interesante, en este sentido, la atinada elección del director. Charlotte Rampling representa a una mujer de su rango de edad y consistencia caracterológica. Soberbios resultan los acercamientos al rostro y postura del personaje en el vagón del metro, o el gesto maquinal con que realiza algunos trabajos, como la limpieza en casa de una mujer acomodada que ha contratado sus servicios.
Hannah resiste el repudio generalizado –sutil o explícito–, y el desmoronamiento de su existencia tras el episodio que le ha afectado profundamente, a través de intentos restitutivos vinculados al arte. Asistir a sesiones de actuación dramática, adornar con flores la casa, estudiar minuciosamente su emplazamiento, son intentos que podrían permitirle soportar el estado actual de su vida, y ayudar a comprender la trama que la obliga a existir de otra manera. Pero no hay solución de compromiso en esta pieza demarcada por una estricta economía de recursos.
La pregunta por la cuidadosa estética con que el director presenta una historia de perfiles dramáticos se impone. ¿Cómo entender el sentido de esta decisión? ¿Por qué embellecer lo doloroso? ¿A qué atribuir la elusiva falta de asignación autoral del delito?
Uno de los planteamientos clave de la Vanguardia: poner en crisis la representación fotográfica de la realidad, el mostrarla de manera transparente, constituye un elemento articulador en el relato, al poner de manifiesto el sello ambiguo que le caracteriza: no queda claro, no es posible afirmar la naturaleza del delito, la responsabilidad en el mismo y la red de complicidades que lo conforma. Por otro lado, el expresionismo de vanguardia –sabemos– reivindicó la representación del dolor como tarea del arte en tiempos de guerra e injusticia social, pero la estética referida a sus contenidos temáticos buscó siempre huir de los cánones «dulcificantes » y canónicos de la belleza. En su lugar, asumió categorías como lo sublime –heredada del romanticismo–; la síntesis expresiva, deriva de la abstracción lírica; una sintaxis caracterizada por distintos niveles de tensión formal y temática; y, en su etapa de posguerra: la del llamado expresionismo abstracto, donde las operaciones técnico-plásticas son asumidas como protagonistas esenciales del espacio pictórico.
La estética de Hannah –en sus mínimos pero contundentes giros formales– muestra un armado estilístico que huye de la verborrea visual en pos de una suficiencia perceptual que enfatice contornos claramente definidos sin perder el rasgo ambiguo. Asistimos a una secuencia de planos hasta cierto punto errática, difícil de conectar, aspecto que subraya el tono cifrado de un relato en apertura. Giros temáticos en la sintaxis cinematográfica, como por ejemplo, entre el momento en que Hannah provee cuidadosos masajes a su esposo, y la radical falta de comunicación cuando le visita en la cárcel; los contrastes perceptuales entre espacios oscuros, silenciosos y cerrados e imágenes referidas a lugares exteriores plenos de luminosidad, ruido y movimiento; transiciones a veces abruptas entre espacios cotidianos amables y otros de carácter ominoso y carcelario; dramática oposición entre la afectuosa preparación del pastel que llevará a su nieto, el largo y difícil trayecto hacia la casa del hijo, y el brutal rechazo con que éste la recibe sin permitirle interactuar con el niño; son todos componentes en tensión capaces de ofrecer al armado de la cinta una atmósfera entre diáfana y sombría, y entre liberadora y densa, tal como ocurre en los tiempos aciagos de un capitalismo totalizador y salvaje.
Estamos en presencia de un película cuya ambigüedad desplazada a través del conjunto que organiza, constituye un requisito fundamental del arte, capaz de lograr abrir espacios inéditos en la mente.
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