El diseño como forma de vida

El título remite a una frase tópica bastante al uso entre diseñadores cuya defensa de las prácticas del diseño suele ser casi siempre de carácter autorreferencial: «El diseño no es una profesión, es una forma de vida», dicen.

Javier González Solas, autor AutorJavier González Solas Seguidores: 28

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Los tópicos son lugares comunes construidos por algún interés, y se sitúan por lo tanto del lado de la ideología, al hacer aparecer como verdad algo que resulta contradictorio bien con otras verdades bien con la tozuda realidad. Los tópicos son verdaderos “ideologemas”. Son además asistemáticos, y por ello pueden mantenerse a pesar de su frecuente contradictoriedad debida a su déficit estructural de sentido. Por la misma razón pueden ser defendidos impunemente, sin sentir la obligación de reconstruir todo un sistema argumentativo, desde una posición concreta que permitiera ser defendida como postura coherente en un diálogo plural.

En estas líneas no se pretende precisamente defender el diseño sólo como una profesión, aduciendo un tópico de signo contrario, sino ante todo de considerar las consecuencias y contradicciones de entenderlo desde unas determinadas formas de aprofesionalidad.

Dos maneras de aprofesionalismo

Una de las maneras de entender el diseño como “una forma de vida”, en lugar de como una profesión (aunque hay que reconocer que se trata de una interpretación algo cínica o perversa de la frase tópica citada), es lo que podría llamarse el “diseñeo”: una forma de ganarse la vida en la que el diseño puede compartir cartel con las más variadas actividades y prácticas necesarias para obtener la supervivencia, vegetativa o espiritual. Es posible que una de las causas haya podido ser la inflación de diseño, derivada de presiones procedentes de ciertas políticas (o “a-políticas”) de empleo (o desempleo: como muchas veces el autoempleo), de modas (“¿Diseñas o trabajas?”), de un efecto llamada basado en la espectacularización coyuntural (acontecimientos feriales y mediáticos de los 90), de una deficiente estructura del sector, etc.

La lógica insuficiencia de ingresos del diseñador por la abultada competencia dentro de la oferta ha podido producir cierto efecto de marginalización de esta práctica, hasta convertirla en un modo más de ganarse la vida, con una fácil y comprensible deriva y apertura de fronteras hacia el autodidactismo y la confianza en la genialidad, es decir, lo contrario de la profesionalidad. Esta desvalorización del diseño puede llevarse con resignación, o bien buscar coartadas y legitimaciones intelectuales tales como el desdibujamiento de fronteras disciplinares, el mestizaje, la democratización de las “artes”, etc.

La posición anterior encaja preferentemente en una práctica del diseño que podría denominarse dispersa, minifundista o individual. Por supuesto que existe también una estrategia profesional con un mercado también propio, como es el de los grandes estudios y el de los grandes clientes (al menos teóricamente, puesto que la realidad muestra su muy reducida existencia en cuanto tales, ya que por lo general se trata más bien de pequeñas y medianas empresas). Pero ese minifundismo es el que copa la mayor parte de lo que sería el diseño real y cotidiano, aquél con el que se tropieza habitualmente.1 De modo que esta supuesta aprofesionalización es de carácter predominantemente cuantitativo, y tiene al menos en la cantidad su cierta importancia.

Otra de las marginalizaciones, entendiendo este término en el sentido de distanciamiento de las prácticas sociales que son tenidas como comunes, es el considerar el estatuto del diseñador como una reserva de sentido para la humanidad. Es el caso del tópico al que se alude al comienzo de estas líneas (en su interpretación más habitual), en el que se niega también la profesionalidad, pero esta vez por arriba, por sublimación: el diseño vendría a ser poco menos que un sacerdocio, una especie de “misión de destino en lo universal”. Según este planteamiento se es diseñador las veinticuatro horas del día, y no sólo en las horas “de oficina”. Se trata de una aprofesionalidad de carácter cualitativo, y, al ser de componente individual, puede extenderse indiferenciadamente tanto en pequeñas como en grandes unidades de producción. Es a esta forma de aprofesionalidad a la que se dedican las consideraciones siguientes.

Las notas de una profesión

Las místicas vitales están reñidas con la racionalización, y la profesionalización es una forma de racionalización que puede desembocar en burocratización. Pero la burocratización no tiene buena prensa, por lo que las posiciones aprofesionalistas, que la rechazan, pueden auto-atribuirse fácilmente más apariencia de sinceridad y verdad. Por eso a veces la confesión de aprofesionalidad tiene buena acogida entre un público al que hay que euforizar con un poco de acracia, bohemia, romanticismo y entusiasmo. Pero antes de rechazar de plano todo tipo de profesionalización del diseño hay que considerar la génesis y motivo de esta configuración social.

Desde el punto de vista de la sociología de las profesiones, cualquier profesión, en particular las liberales, ha venido configurada históricamente por tres notas principales: un núcleo de conocimientos sancionados por la sociedad mediante un sistema académico, una representación ante la sociedad en forma de grupo de referencia y de control, y una transparencia en la manera de recibir compensación por los servicios —cuya fórmula convencional son las tarifas, que pretenden eliminar tanto la incertidumbre del prestatario como la arbitrariedad del prestador.

Los tres elementos configuradores son formas de racionalización social, de paulatinas segregaciones desde estadios próximos al profetismo, al carisma, al chamanismo, etc., hacia sociedades burocratizadas. Su lado negativo es ese “desencanto del mundo” mencionado por Weber, por lo que, a modo de vuelta de lo reprimido, cíclica o permanentemente, vuelven las formas no racionales, y el actual pudiera ser uno de esos momentos.

Por otra parte esos tres elementos pueden adoptar diversas formas, desde las estrictamente reguladas —plan docente, tarifas y colegio únicos— hasta las más desreguladas típicas de la neoliberalización. Además la existencia o no de algún tipo de regulación con la que la sociedad se previene o defiende de posibles perjuicios, indica en cierto modo la atención e importancia que esa misma sociedad otorga a ciertos saberes.

El diseño parece encontrarse hoy en un momento en el que no habiendo llegado aún a la regulación típica como profesión —tradicional reconocimiento social de su valor— se encuentra ya inmerso en una nueva corriente en la que la desregulación y la genialidad resultan más explotables y rentables para el “sistema de la moda” (Barthes): ¿otra manera de apreciar su valor?

De ahí la contradicción de que algunos recientes intentos, tanto de regulación de estudios como de colegiación, aparezcan ya a la vista de algunos como algo mohosos, o con un aire de necesidad tardíamente atendida y con soluciones según algunos ya sobrepasadas, o bien excesivamente condicionadas y privadas de ductilidad.

A pesar de esos intentos de formalización, la configuración social del diseño sigue siendo tan precaria y difusa que es posible que desaparezca como profesión antes de nacer, y que se diluya como un saber básico situable en el apartado del bricolaje, el hobby o la afición. O como simple ejercicio compensatorio de la férrea jaula burocrática. Fácilmente integrable por el sistema social en una franja secundaria y complementaria, como ocio rentable, configurado según el “espejo de la producción” (Baudrillard).2

Frente a los procesos racionalizadores el escándalo ante la profesionalización aparece como un brote de romanticismo contestatario, pero que parece mostrar una doble omisión: la del sentido de la configuración de una profesión (anteriormente descrito), y la del sentido de su pretendida desconfiguración, ya que en general se elude analizar, en cualquiera de los dos casos, cuál es la génesis de cada una de las tendencias “antiprofesionales” (la “vitalista” y la “mística”), a qué intereses obedecen, o a qué se hace el juego bajo apariencias místicas o ácratas que se revelan, por otra parte, como plenamente integradas.

La genialidad sometida

Las dos vías mencionadas referentes al estatuto del diseño, tanto el de referencia cuantitativa (el exceso de oferta) como el de cualitativa (el diseño como sacerdocio), aunque difieren en sus respectivas acomodaciones a la “corriente principal” —una por disolución de sus límites, otra por autoafirmación, por medio de una sublimación trascendente— coinciden en su origen y rendimientos. Ambas proceden de la idea del genio, de conocido origen romántico,3 muy útil cuando es desarrollada por una sociedad de consumo como la actual.

  • Lo genial —entendido como facultades diferenciales de la personalidad y no como creatividad genérica aplicada los procesos sociales— se encuentra fuera de toda racionalidad productiva, se sitúa del lado del carisma, y sirve de complemento a aquel encanto perdido por la racionalización y la burocratización de la sociedad señalado por Weber.
  • Lo genial tiene carácter espasmódico e incontrolado, para cuya aceptación o rechazo no se exige tampoco ninguna racionalidad; lo que lo aproxima a las prácticas de “precariedad laboral”, en gran parte sustentadas por el abuso, por parte de la demanda, del complemento natural de la genialidad: el narcisismo o el malditismo romántico que actúan como compensación simbólica y afectiva.
  • La genialidad es constreñida a situarse como un ejército de reserva de ideas, perfectamente coherente con la obsolescencia programada desde una racionalidad del consumo y no de la sostenibilidad, es decir, desde el “sistema de la moda”.
  • Y, por fin, los recambios cosméticos, generados desde la genialidad entendida como creatividad sometida, se efectúan por lo general en el campo de la estética de consumo, cuya satisfacción encubre ampliamente los posibles requerimientos de otros cambios más radicales.

En todos los casos se omite toda una serie de requisitos técnicos mediadores —muy poco románticos— de acomodación e interfaz con los sistemas de reproductibilidad mecánica y con el usuario, tan típicos de la etapa histórica constitucional del diseño; con lo cual la posición del diseño como misión se acerca decidamente al paradigma genial-artístico. En consecuencia también se suele alegar que, como el arte, el diseño no se puede enseñar.

Pero la genialidad y la creatividad deberían ser cualidades inherentes a cualquier actividad, y no exclusivas del arte o del diseño. Incluso las ciencias, consideradas convencionalmente como más duras, saben cuánto los sueños, la retórica o la chispa pueden ser claves (sin que sea necesario referirse a la “creatividad contable”, a la “maquinación para alterar el precio del dinero”, etc.). Pero de hecho lo que se opera es un secuestro de la creatividad por una instancia monopolizadora. La hipotética verdadera creatividad está domesticada a través de su limitación a la creatividad estética.

El habitus profesional

Más allá de lo que puede significar como idea romántica, como método euforizante para presentaciones en que se quiere que la profesión se asemeje a los cuentos de hadas, la idea del sacerdocio diseñístico pierde vigor y especificidad cuando se advierte que es un recurso extensible a cualquier profesión (que no es lo mismo que a cualquier trabajo, aunque la mistificación del trabajo también se haya empleado como método de alienación).

Lo que se quiere mostrar como diferenciador y exclusivo del diseño cuando se quiere hacer de él una forma de vida en lugar de una profesión, no es sino lo que en cualquier profesión se suele llamar hábito especializado o incluso deformación profesional. Es lógico que cualquier profesional esté atento a lo que le atañe, vea el mundo desde una perspectiva especializada y, en parte precisamente por eso, sea capaz de ver lo que otros no ven y prestar un servicio para el que sus conocimientos y constante observación y aprendizaje le facultan. Ante un arco gótico un esteta ve preferentemente forma, un ingeniero ve soluciones, un arquitecto ambas cosas o quizás alguna más.

Aparte de ese rasgo de polarización de las facultades, debida al interés personal o a la especialización, la pretendida homogeneidad de la vida de un profesional, no es sino una construcción que no resiste su confrontación con la realidad sino en formas de personalidad mermada o alienada. Un profesional, por mucho que su vida esté teñida desde la perspectiva particular de su dedicación, no es sólo profesional. Por lo regular, dedica a su profesión una parte de su tiempo en forma de horario, sea éste mayor o menor, estrictamente determinado o flexible. Pero además de profesional es ciudadano, padre o madre, aficionado a la poesía, activista político o viajero.

La economía del carisma

La explotación de la misión profesional como unidimensionalidad, es también precisamente una de las formas de racionalización de esa genialidad y de ese carisma por parte de algunas instancias de una sociedad que también necesita, dentro de su sistema, un tratamiento objetualizado del carisma y de la mística. Se trata en cierto modo de un “carisma manufacturado” (Salvador Giner - M. Pérez de Yruela) e interesado.

Ese planteamiento unidimensional es un síntoma y un reforzamiento de la cosificación y privatización de la vida contemporánea, del cierre limitado y funcionalizado. Confirma una brecha estructural, experiencial y conceptual entre lo público y lo privado, entre historia o sociedad e individuo, un hiato cuyo cierre hay que simular. Es quizás una forma de enajenarnos de lo que debiera ser nuestro propio discurso, múltiple y consciente. De nuevo hay que decir que este discurso debiera continuarse con el correspondiente a la relación entre espacio público y privado, con el de la política como lugar del espacio público de la pólis, y por tanto muy lejano a cualquier ensimismamiento místico.

La posición descrita y analizada podría pasar como una simple manera de hablar, una simple retórica coyuntural, un sistema de refuerzo afectivo o de autoafirmación simbólica, un tópico, en suma, al que no hay que dar tanta importancia, pues remitiría a posiciones tan individuales e intrascendentes como el gusto personal. Pero de hecho esos posicionamientos aparentemente individuales tienen relevancia, ya que, en sus consecuencias, descubren y definen intereses aparentemente confluyentes pero claramente asimétricos: los del profesional —pretendidamente “aprofesional”, en este caso— y los de quienes representan el engranaje productivo dominante.

Porque está claro, por ejemplo, que ante esta dedicación atemporal y mística no existen horarios ni instancias que puedan distraer de la misión sagrada: habrá que trabajar por la noche y en los fines de semana si la misión lo requiere: la bohemia como premio. Lo cual no deja de ser ciertamente poco “profesional”, pero, en contrapartida, embriaga con el halo de lo extraño, de lo marginal, de lo contracorriente, de ese malditismo típico de lo genial y de lo fuera de la norma… que tanto puede atraer al primerizo, blanco preferido de esta mixtificación explotadora.

No hace falta recurrir a la teoría de la conspiración para suponer que ciertas instancias saben muy bien cómo se puede chantajear y liquidar toda deuda social con un poco de atribución de supuesto sacerdocio, de genialidad y de aura, dádivas que las mismas instancias, en un ejercicio de distribución social del trabajo, reparten. Con un poco de prestigio (status, remitiendo de nuevo a Weber) se puede pasar por alto la clase —económica— y sobre todo olvidarse del poder. La reivindicación por parte del diseñador de una aparente hierocracia puede no ser sino una conformidad con esa sublimación reactiva frente a la poca consideración y efectividad social de sus oficios. Puede tratarse de una gozosa y alienada servidumbre, de algo intangible y light que, sin embargo, hace caja.

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  1. Al igual que ocurre con las PyMEs en el resto de la economía española. Se puede ver al respecto "El Diseño en España. Estudio estratégico", Federación Española de Entidades de Promoción del Diseño (2001). Aún en su unidireccionalidad y carencias, constituye uno de los pocos intentos de sistematizar la información.
  2. Conviene advertir que se trata de hipótesis basadas en algunas constataciones y de ningún modo de aserciones o adhesiones sumisas al curso de los hechos.
  3. Kant, a pesar de su racionalismo, dejó lamentablemente abierta esta puerta.
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