¿Teoría para el diseño o para los diseñadores?

Hacer para la innovación no significa abandonar el saber académico, más bien hay que asumir que las urgencias, el mundo del trabajo nos obliga a operativizar las teorías conocidas y las por conocer.

Alvaro Magaña, autor AutorAlvaro Magaña Seguidores: 96

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El conocimiento acerca del origen del diseño, las teorías sobre el rol del diseño en la sociedad y los dominios técnicos en los que el diseñador debe demostrarse competente, parece que nunca terminan de integrarse; y en gran parte, conforman la agenda temática de mucha de la discusión teórica del diseño.

Tomemos por caso la creencia más o menos generalizada (entre los diseñadores) de que el diseño nace con el hombre. Para esta concepción no hay mejor metáfora que la escena de "2001, odisea del espacio", en la que un homínido lanza un hueso hacia el cielo tras haberlo “designado” por el uso como un arma mortal, es decir un artefacto tecnológico.

¿Llegaremos entonces a la conclusión de que la historia del diseño es la historia de la evolución humana hacia la tecnología?

Otros, recurriendo a diversos arsenales de datos, señalan diferentes hitos de la historia como hitos de diseño: la invención de la escritura, tecnología cognitiva y material esencial para la cultura humana; la columna de Trajano (S. II), como un antecedente del diseño tipográfico; la invención de la prensa de tipos móviles por Gutenberg, Schaeffer y Fust (S. XV) como germen de la seriación programada de un diseño predefinido; o la revolución industrial a mediados del S. XVIII como el suceso (o la serie de ellos) que consolidan la producción masiva, madre de los estándares, del proyecto y la prefiguración como condición imprescindible1 de productos y procesos.

Estos datos —que pueden ser esgrimidos como parte de la “cultura” del diseño y que muchas veces han sido presentados como antecedentes de la influencia de los inventos en el modo de pensar y de los roles que cumple el diseño— antes que situarnos en una perspectiva constructiva acerca de quienes somos, de donde venimos y nuestro lugar en la escena humana, son acogidos por la mayoría de nosotros con una frialdad inquietante, como si la sola indagación fuese una pérdida de tiempo (a menos naturalmente que llevemos la discusión a la notable —y no por informal menos necesaria— filosofía de bar). La sentencia acerca de la “ociosidad”, el “aburrimiento” de la teoría y la historia, la metáfora que equipara el diseñar con hacer el amor (“mejor hacerlo que hablar de él”)2, nos devuelve a la madre de todas nuestras batallas: la de los que intentamos hacer un discurso coherente con todo lo que hemos vivido por causa del diseño. ¿A quién le habla el diseñador cuando habla de su quehacer, de su historia, de su proyección?, ¿Le habla a sus congéneres o a una abstracción lejana y acomodaticia que denominaremos “diseño”?

Acordado que ni la teoría, ni la sapiencia necesariamente nos hace “diseñar mejor”, doy por válidas dos posturas que se columpian en paralelo y que ayudan a entender qué es lo que algunos entienden por hacer teoría, investigación y tener un discurso en torno al diseño:

  1. Está la creencia académica de que el saber es una acumulación a la que se contribuye con datos, teorías y categorías de análisis en independencia de sus consecuencias prácticas, es decir que no importa lo que investiguemos o teoricemos, al hacerlo estamos contribuyendo a un edificio —cuyo alcance ignoramos— que es la construcción del conocimiento y de la cultura. Que en nuestro caso es el conocimiento y la cultura del diseño, prescindiendo de los resultados que se desprenden de este saber en las prácticas cotidianas, en los procesos y operaciones profesionales y comerciales con las que el diseñador lleva a la práctica su saber académico. El ejemplo de Einstein y la bomba atómica es de uso frecuente sobre este tópico de descubrimiento, voluntad y uso.
  2. Otra creencia que moviliza a cierto pensamiento teórico podemos asociarla con la necesidad, la urgencia podría decirse, de que el diseño y los diseñadores cuenten con argumentos e ideas propias para proyectar su profesión en áreas donde la sola presencia de objetos y sistemas visuales “diseñados” no basta para “blindar” a la profesión de su histórica fragilidad.

Esta necesidad de proyecciones y de conquista de nuevos escenarios, me parece sumamente interesante por cuanto la conciencia de que los modelos tradicionales (cliente, encargo, propuesta, producción y factura) cada vez se vuelven más complejos, y los escenarios más competitivos le exigen al diseñador el uso de una batería de conocimientos, cuya administración no descansa en las categorías de análisis de tipo contemplativo, sino más bien en el análisis participativo en el que el diseñador es capaz de llevar sus argumentos más allá de las fronteras de su disciplina —consciente de que las consecuencias de su actividad no están aisladas sino que son palpadas por usuarios, por clientes, por un mercado que discrimina precio y calidad de acuerdo a normas y criterios cambiantes y muchas veces arbitrarios.

Lo que tiende a confundirnos en este punto de nuestro teorizar tiene que ver con cuales son los ámbitos conceptuales que nos serán de ayuda en esta tarea, y aquí, hasta donde nos podemos dar cuenta, hemos preferido acumular discursos y categorías no siempre haciendo el ejercicio de incorporar dichos discursos y categorías como herramientas exploratorias, o como elementos argumentales funcionales a las realidades prosaicas en las que se debate el diseño. Realidades prosaicas como la oferta y la demanda, la exigencia económica de innovación para el desarrollo, las competencias profesionales, el know-how técnico, etc.

Pues pareciera que la sana teoría académica en ocasiones olvida las penurias con que los diseñadores se enfrentan al intentar hacerse oír por quienes están imbuidos en el discurso dominante del consumo, las marcas, la corporatividad, el valor agregado y las empresas.

Sin embargo no podemos desconocer el rol cumplido por los conocimientos lingüísticos, socio-semióticos y filosóficos que han apadrinado al diseño académico. Estos forman parte del edificio conceptual a partir del cual hemos construido gran parte de nuestra identidad, la teoría madre que ha alimentado al diseño —como disciplina académica (con destino dispar, naturalmente)— pero no tanto al diseñador de a pie, para quien lo urgente demanda conocimientos sumamente específicos respecto a las realidades que han emergido desde la globalidad. Nos guste o no.

Vivimos en sociedades en las que el diseño es exigido no tanto por su valor artístico, como pudo haber ocurrido en el siglo XIX, engendrando personajes emblemáticos como Henry Cole y William Morris, ni por su capacidad de reinventar estéticamente la producción industrial, como ocurrió a inicios del siglo XX con Peter Behrens. Son sociedades en las que el diseñador ya no posee un lugar fijo ni definitivo, pero puede desarrollar las realidades tecnológicas a partir de la conceptualización de productos y servicios derivados de la observación desprejuiciada del entorno social y económico. El diseñador diseña porque puede, porque la tecnología se lo permite y no porque una industria o un sector de su país necesariamente se lo exija. Es una realidad que ninguna teoría puede desconocer.

No resulta novedoso para algunas empresas y economistas, que haya países que en sus estrategias de desarrollo incorporen el concepto de diseño como un factor de innovación, lo novedoso es que ninguna teoría en si misma explique de qué forma cada diseño y cada diseñador han realizado aportaciones en dicho sentido.

Por ejemplo la historia de Pevsner3 sobre el diseño y la arquitectura está escrita desde una matriz artística y decorativa que deja afuera toda consideración sobre los inventos y su efecto en la cultura y la sociedad que los hizo posibles. Sin embargo sin su testimonio no entenderíamos del todo la cadena de hechos que enlazan las Arts and Crafts con la primera Bauhaus, y su influencia posterior en la producción, la educación y el concepto de modernidad. En suma no entenderíamos que las decisiones de diseño impulsaron redes de innovación por toda Europa a fines del siglo XIX e inicio del XX.

Si bien la teoría del diseño ha mantenido una deuda significativa con la plástica, con la estética artística y con una vasta discursiva que abarca lo retórico, lo poético, lo semiótico, lo epistemológico (y una larguísima lista de disciplinas y ciencias cuyo ámbito de competencia no siempre ha considerado al diseño como objeto de atención), sostengo que la teoría que debemos edificar sobre dichos cimientos no puede ignorar las urgencias de un hacer profesional sometido a las leyes de un mundo laboral, comercial y político sujeto a la eficiencia y al desarrollo económico, pues si bien debemos ubicarnos en el mundo del conocimiento a partir de los saberes pasados y presentes, debemos actuar en un aquí y ahora que no puede prescindir de un mapa siquiera aproximado de las exigencias, deberes y peligros de un mundo económicamente globalizado.

Si queremos teorizar, por tanto hagámoslo desde una conversación inclusiva donde el diseñador cumpla un rol participativo, sensible y propositivo. Participativo en la medida que se incorpore a la toma de decisiones de su contexto, sensible a su cultura, a las personas, sus hábitos y necesidades y además propositivo al ser capaz de imaginar el futuro de su disciplina, de los usuarios, los consumidores y las empresas, como un facilitador de los cambios y la innovación.

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  1. Miquel Mallol, PHD de la Universidad de Barcelona, llama “imprescindibilidad proyectual” a la condición característica de todo proceso productivo de la modernidad.
  2. Opinión de un diseñador de la lista de correos Temas de Diseño.
  3. "The Sources of Modern Architecture and Design", 1ª Ed. en inglés, Thames and Hudson, Londres, (1968) (Tr. al español Juan Eduardo Cirlot, "Los Orígenes de la Arquitectura Moderna y del Diseño", 4ª Ed., Barcelona, Gustavo Gili, 1978. " Estudios sobre Arte, Arquitectura y Diseño. Del Manierismo al Romanticismo. Era Victoriana y Siglo XX". Barcelona, Gustavo Gili, 1983.
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