Horizonte del Río de la Plata
Horizonte
Ante la posibilidad de construir una aeroísla en el Río de la Plata, a casi nadie parece importarle la preservación del actual silencio visual de nuestro «Mar Dulce».
AutorRubén Cherny Seguidores: 9
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Iba en auto por la costanera norte hacia el centro. La mañana era luminosa y fresca. Ensimismado, sumergido en mis problemas, entré a desayunar en uno de los boliches que pueblan la costa del río. Esta vez no me preocupaba la pérdida del patrimonio costero o de la visión del horizonte del Río de la Plata. Procuraba distraerme, detenerme a pensar, demorar la llegada al estudio. El ambiente aséptico, los colores tersos, la temperatura, la pulcritud de la fórmica dominante, los envases ordenados en luminosas heladeras, en fin, el tenue entorno plástico me daba la posibilidad de diluirme. Una sistemática seducción de mis sentidos sobornaba mi frivolidad y acudía a satisfacer mi necesidad de dilatar el comienzo de un día duro de trabajo, de ser vencido antes de encararlo. Colaborando inconcientemente con el lugar, me senté de espaldas al río. Sobre una mesa de tipo apergaminada, advertí una tentadora variedad de diarios y revistas. Otra forma de coacción venía a asaltar mis debilidades más expugnables: desde una tapa Susana Giménez sonreía. Aplicadamente, decidí empezar por las noticias. Susana de postre, pensé. Había un tema recurrente: «la aeroisla», curiosa denominación para un aeropuerto. No se trata de una isla voladora, sino de plantar una isla-aeropuerto en medio del Río. Miré ahora hacia la llanura de agua. Me pregunté ingenuamente, si aun un estudio técnico favorable justificaba la mínima interrupción de aquella línea del horizonte del Río de la Plata. Sin conjeturar maliciosamente segundas intenciones, me pregunté si hay quien hoy defienda el horizonte. Recordé el breve poema de Tejada Gómez:
Hablando del horizonte
no importa saber cuándo
importa saber adónde
Me pregunté si alguien aboga a favor de una identidad urbana, esa laboriosa construcción de generaciones. Si defendemos a la ciudad como el ámbito de las realizaciones de sus habitantes y no de su alienación. Traté de imaginar una isla en el río. Traté de imaginar aviones bajando allí, donde ahora hay agua, pájaros, veleros. Valoré la lección cotidiana de silencio visual que nos da nuestro Río. Recordé a Borges, a Saer: «el río inmóvil».
Hacía demasiado calor, había algún problema en la regulación del aire acondicionado, pero nadie parecía notarlo. Intenté abrir alguna ventana pero todas eran fijas. Mis vecinos masticaban mirando al frente, es decir, hacia la calle. Intenté razonar porqué, teniendo tanta tierra, necesitamos construir en el agua, como los japoneses. Mi pasado pampeano me condena, temí. En ese momento volví a ver la sonrisa de la tapa. ¡Susana!
Era mi salvación. Sumiso, tomé la revista con esperanza. Al hojearla, que no leerla, sentí que mis pensamientos se atenuaban, suavemente se adormecían. La pesadilla de la aeroisla y la perspectiva del día laboral eran superadas por fugaces imágenes del tedio de la vida que nos rodea. Aquella sonrisa tierna era una caricia. Mientras sobrevolaba las páginas, saboreaba una leche tipológicamente llamada shake y un dognuts. Permanecí en ese estado casi una hora. Fue suficiente. Me incorporé de pronto con una nueva energía. Ya vencido, saboreaba mi triunfo. El lugar y el pasquín salvador habían cumplido eficientemente su objetivo. Y el mío. Derrotado, no podía lamentar mi derrota. Yo había acudido allí como a una droga que calmara mi ansiedad. Su triunfo, plenamente consentido, estaba concertado por mi necesidad de rendirme. Entonces, ¿a qué quejarme?
Volvía manso y feliz manejando a media velocidad. El horizonte había cambiado. En el día claro, la bruma ondulante sintetizaba la línea tenue de un pueblito: Colonia. Recordé que al Río los uruguayos le dicen «el mar». Me pregunté qué opinarían de la isla flotante. Mi mente viajó al Yacht Club de Colonia, el recuerdo de tantos almuerzos con amigos, las islas flotantes compartidas. La visión de Colonia desde Buenos Aires le da algo... a Buenos Aires. Creí pensar: el hombre, que procura zafarse de una realidad que en verdad detesta y se contenta con la dulce medianía de una cómoda vía intermedia, rechazando toda posibilidad de trascendencia, ¿a qué llorarlo? Si es él quien, convertido en funcionario de aquello que se le impone, no sólo no se resiste sino que lo exige como su propia necesidad. Si es él quien se entrega, propiciando los mecanismos de fraude.
Llegando a Salguero, el Río de la Plata pasaba en sucesión zapping por la ventanilla de mi auto: cartel publicitario–edificio–río–cartel–cartel–edificio–río. No quise imaginar un zapping futuro con isla incluido. La antigua baranda de hormigón ahora se interrumpía para permitir el paso de los automóviles «río adentro». El desayuno me había caído mal. Volvía. Sonaba en la 100 el ranking de los top. Casi al final del trayecto pude ver de reojo la raya del horizonte... en dos últimos fragmentos cortos. Entonces, junto al sonido de la radio y del motor del coche, escuché un gritito ahogado.
Era mío.
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